Sentí su beso de todos los días en la espalda
y luego como su peso dejaba la cama y se alejaba de mi. La verdad yo estaba muy
cansado. El día anterior había tenido que trabajar como nunca y no había tenido
tiempo ni de voltearlo a mirar. A veces sentía culpa, pues en esos días que
debía entregar mi trabajo, siempre pasaba a ignorarlo y él debía de ver que hacía
mientras yo escribía sin cesar y gritaba por el teléfono. Cuando las cosas eran
al revés, él siendo el ocupado y yo no, jamás me dejaba de lado. Me pedía
consejos y que le corrigiera todo lo que pudiera, así yo no supiera nada de
informes inmobiliarios. Juan parecía siempre estar allí para mi pero yo rara
vez para él. Cuando me despertó con el beso, no lo sentí medio dormido como
siempre. Y quise levantarme y pedirle que no se fuera o al menos darle un beso
de verdad de despedida pero no sé que me impidió hacerlo.
Cuando me liberaba de mi trabajo, había
demasiado tiempo de sobra y esta vez me la pasé pensando en mis errores. La
verdad, tenía miedo de que algún día de estos ese beso en la espalda dejara de
existir. Tenía miedo que Juan decidiera no volver o si acaso volver solo para
decirme que no aguantaba más y que prefería cualquiera cosa a seguir viviendo
así conmigo. En ese momento de susto, lo único que me quedaba era mejorar como
esposo. Así que me puse a hojear por varios libros de cocina que teníamos, rara
vez usados, y encontré una que creí ser capaz de hacer. Primero tenía que ir al
supermercado a comprar los ingredientes pues no habíamos podido ir por culpa de
mi trabajo. Me di cuenta que hasta nutricionalmente mi trabajo estaba afectando
mi relación y mi cuerpo.
En el supermercado aproveché para comprar
cosas que a él le gustan como cereal de colores y un café especialmente aromático.
También pescado, que yo odio pero el adora, y otros productos que compartimos a
lo largo de la semana cuando, por coincidencias de la vida, los dos estamos
desocupados. Sin duda esos eran los mejores momentos, cuando nos quedábamos en
la cama hasta tarde, abrazados o besándonos como cuando nos conocimos. Después
nos pasábamos el día comiendo dulces y demás cosas no muy buenas para la salud
pero compartidas en todo caso. Nos tomábamos de la mano y veíamos películas o
lo que hubiese en televisión y por la noche seguramente hacíamos el amor en ese
mismo sofá donde habíamos estado toda la tarde.
Todo eso normalmente pasaba un sábado o un
domingo. Entre semana él estaba muy cansado y a veces yo tenía que ir a la oficina a discutir ideas, o más bien a
refutar las ideas de mi editora. Solo teníamos esos dos días y eso era cuando
el calendario era amable con nosotros. El mes en el que sentí miedo no habíamos
tenido un solo fin de semana decente y eso que ya estábamos a veintinueve. No
quería que eso pasara más, no quería que fuésemos de esas parejas que están
contentas con no verse nunca, como si el compromiso fuera lo más importante. A
mi los compromisos y las promesas me resbalan si no contienen nada y yo a él lo
amo todavía y lo sé y lo siento. Lo necesito.
Revisé la lista que había hecho para comprar
los víveres y me di cuenta que me faltaban las especias que le daban el sabor
preciso a la receta que pensaba hacer. Tenía que comprar orégano y pimienta ,
tal vez algo de laurel, tomillo y albahaca. Sin duda era un sabor muy italiano
que yo nunca había tratado de hacer pero lo iba a intentar pues de ello
dependía mi estabilidad mental ese día. Mientras observaba el estante de las
especias, alguien cerca revolvía el contenido de uno de los congeladores. Era
uno de esos que tienen las cajas de los helados y era un hombre el que sacaba
uno y la volvía a poner, y movía unas para sacar la que estuviera más abajo y
luego volvía y miraba y así. No le di mucha importancia. Tomé mis especias y
caminé con cierto apuro a la caja.
Fue saliendo del supermercado que una mano se posó en el hombro y me di la vuelta casi al instante por miedo de que fuera
un ladrón o algo parecido. Resultó que no era un ladrón sino el tipo del
congelador. Pero eso solo lo pensé por un segundo pues ese tipo resultaba ser también
uno de los mejores amigos de Juan. Sonreí falsamente mientras le daba la mano y
veía que sostenía en la otra una bolsa con dos cajas de helados. No nos veíamos
hacía bastante, cuando en una fiesta yo me había sentido bastante incomodo y él
me había ayudado haciéndome uno de los mejores mojitos que he probado.
Recordamos ese momento y nos reímos. Viendo mis bolsas, me invitó a su automóvil
y me dijo que me llevaría a casa para que no caminara tanto. Me iba a negar
pero eso no hubiera servido de nada. Era de esas personas que insistían.
En el automóvil, recordamos todo lo que tenía
que ver con esa fiesta. Había sido memorable pues había sido una de las
primeras a las que Juan y yo habíamos asistido como pareja de casados y mucha
gente se incomodaba visiblemente cuando veían nuestros anillos y más aún cuando
mis nervios me urgían a tomarle la mano a mi esposo, como si estuviésemos a
punto de atravesar la línea enemiga. El amigo de Juan, que se llamaba Diego, de
pronto anunció que muchas de esas personas ya no le hablaban por ese día. A mi
eso me sentó muy mal pero él trató de animarme diciendo que la gente era toda
una porquería y que no se podía vivir de lo que solo unos pocos pensaban.
Me preguntó que pensaba mi familia y la de él
y le conté que, por extraño que pareciera, todos parecían estar ahora más cómodos
con nuestra relación que antes. De pronto era el hecho de haber formalizado
todo lo que nos daba cierto grado de madurez y de respeto, pero francamente yo
me sentía igual antes y después de casarme. Nunca le había dicho a nadie, pero
todo eso para mi sobraba con tal de que pudiera despertarme junto a él todos
los días. Juan era más tradicional en ese sentido y me casé para hacerlo feliz.
Apenas dije eso miré la cara de Diego, pero no había en su cara nada que
indicara que esa razón había sido errónea. Cuando llegamos a casa, lo invité a
pasar.
Hice algo de café y le pregunté por su vida
mientras alistaba los ingredientes de mi receta. Me dijo que se había
divorciado y en el momento estaba tratando de que su ex no le quitara su
derecho de ver su hija, una bebé muy bonita de la que yo había visto fotos en
esa fiesta hacía meses. Diego me dijo que no tenía mucho dinero ahora y que
había tenido que mudarse. Él era periodista y trabajaba desde casa, lo que
explicaba que estuviera en mitad de la tarde comprando helado en el
supermercado. Estuvo de acuerdo conmigo en que la vida así podía destruir una
relación pero, al ver mi cara de tristeza mientras cortaba unos tomates, dijo
que no todas las parejas llegaban hasta el punto del divorcio. Muchas historias
terminaban mucho mejor que la suya.
Mientras el bebía café, yo iba condimentado la
carne y cortando más verduras y poniéndolo todo en el horno. La verdad es que
nunca me había dado cuenta que Diego era tan entretenido. Como amigo de Juan,
siempre me había parecido algo payaso, poco serio. Pero ahora parecía que su
vida le había dado una lección muy dura y su personalidad parecía haber
respondido a ello. De todas maneras, cada cierto rato, salían toques de ese
humorista frustrado que tenía dentro. Me aconsejó un poco respecto a las
especias y el tiempo y temperatura del horno, pues con su ex habían hecho un
curso de cocina. Me iba a disculpar por recordarle esos momentos pero no me
dejó, prefiriendo verificar todo él mismo.
La tarde estaba terminando y le dije que se
quedara un rato más para saludar a Juan. Miró el reloj preocupado y dijo que no
podía quedarse mucho después de eso. Fue en ese momento que se me quedó mirando
y entonces me dijo que no me preocupara pues mi relación con Juan tenía algo
que la de él nunca había tenido de verdad. Le pregunté que era pero justo ahí
timbró Juan y se saludaron con Diego como cuando estaban en el colegio. De
pronto eran chicos de diecisiete años y me alegró verlos a ambos tan felices.
Diego empezó a disculparse, argumentando que debía irse pero yo se lo impedí, invitándolo
a probar la cena que él mismo había ayudado a lograr. Juan sonreía sorprendido
y todos cenamos a gusto, riendo de las anécdotas de Diego y del día de Juan en
la oficina y entonces supe, en un momento, cual iba a ser la respuesta de
Diego.
Cuando por fin lo dejamos ir, lleno y
contento, nos despedimos con abrazos, prometiendo no dejar pasar mucho tiempo
hasta vernos de nuevo. Apenas se fue, Juan me abrazó y me besó y me agradeció
por esa noche. Después de limpiarlo todo, fui directo a la cama donde me
esperaba Juan ya casi dormido. Me pidió acostarme junto a él. Nos quedamos mirándonos
por largo rato hasta que nos besamos suavemente y entonces, después de un par
de ajustes a nuestras posiciones, nos quedamos dormidos. Recuerdo que lo último
en que pensé antes de sucumbir al cansancio fue en la mirada de Juan. Por eso
tomé sus manos y las apreté con fuerza contra mi. Otro beso cálido en la
espalda.