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jueves, 6 de noviembre de 2014

En lo alto

El ascensor se abrió y Rubén salió de él. Caminó algunos pasos, entre varios cubículos con gente muy ocupada para notarlo y siguió hasta el final del recinto donde había una puerta. Sacó la llave que le habían enviado por correo y abrió.

La oficina era impecable. Era más una sala de reuniones que otra cosa aunque él sabía que el gerente de la compañía la usaba también para otras actividades, no muy acordes a las reglas de la compañía. En todo caso, eso era cosa del pasado. Mejor dicho, ese hombre era cosa del pasado.

Rubén cerró la puerta con llave por dentro, dejó su maletín encima de la gran mesa de vidrio en el centro de la sala y se acercó a la ventana, a contemplar la vista. Era impresionante. Por estar sobre una colina, desde el edificio se podía ver por kilómetros y kilómetros, incluso en un día tan oscuro como este.

Miró hacia arriba, a las nubes, viendo que tal pintaba el clima. La lluvia sin duda podía ser un problema y más aún si había mucho viento. Pero esperaba que no fuera así. Esta era una de esas misiones de una oportunidad, y no tenía intención de arruinarlo todo.

Según la hora en su celular, todavía faltaba bastante tiempo. Abrió el maletín y sacó de él algo de comer: un sandwich, una manzana, un jugo de naranja en caja y unas papas fritas picantes. Se alegraba bastante de tener una madre tan preocupada, incluso si ya casi él llegaba a los 40 años.

Abrió la bolsa de papas y empezó a comerlas. Dio vuelta hacia la puerta y miró por una rendija de las cortinas: tal como había pensado, la gente estaba bajando para ir a almorzar.

De pronto un trueno sonó en la lejanía, lo que le hizo pensar que tenía que tener mucho cuidado. Primero por el clima y segundo porque si llovía la gente volvería más pronto y eso podría ser un problema aún más grave.

En todo caso todos en ese piso se fueron y él, tras acabar el paquete de papas, lanzó el envoltorio vacío a un cesto cercano y tomó entonces el sandwich. Estaba delicioso: jamón de pavo, queso provolone, lechuga, tomate, aceitunas y un poco de mayonesa. Su madre era una santa, sin duda.

Se sentó en una de las muchas sillas que había alrededor de la mesa de vidrio y empezó a pensar en su vida, en lo que hacía y como vivía.

Lo que más lamentaba, sin duda, era no tener más dinero para ayudar a su madre. Toda la vida los había mantenido a él y a su hermana y seguía haciéndolo. El sueño de Rubén era comprarle una casita de campo para que viviera tranquila el resto de sus días pero no tenía el dinero. Después de tantos trabajos, no tenía como hacer que la vida de la mujer más importante de su vida fuera mejor.

Y estaba Julia, su ex esposa. Una mujer horrible pero con la que él había cometido el error de embarazarla estando embriagado. El error fue doble cuando se casaron pero lo había enmendado hacía cinco años cuando se habían separado de mutuo acuerdo.

La mujer era una zorra, no había mejor manera de decirlo. Y él simplemente no la quería, no tenía ningún interés en ella. De hecho la única razón para verla seguido era que ella tenía la custodia de su hijo Samuel. A Samuel, por otra parte, lo amaba. Era la razón de su vida y, con su madre, las dos personas más importantes en su vida. Trataba como podía de ser un buen padre para él pero como no había dinero ni trabajo estable, no tenía como pedir la custodia para él. Julia era horrible pero tenía una casa propia y lo podía alimentar bien y por eso no la odiaba.

Salió de su ensimismamiento cuando otro trueno y el sonido de lluvia en la ventana empezaron a escuchar cada vez con más fuerza. Dejó el envoltorio en papel aluminio en el que estaba el sandwich sobre la mesa y se acercó a la ventana.

Otro relámpago y el correspondiente trueno cayeron bastante cerca. Sin embargo la lluvia no era tan fuerte y todavía se podía ver por el cristal. A Rubén le gustaba cuando llovía aunque no fuera lo mejor para lo que hacía. Era algo especial para él porque bajo ese clima le habían pasado muchas cosas buenas, las pocas que había vivido: un cumpleaños memorable en familia, el nacimiento de Samuel y el primer día de su perro Animal en su casa.

Animal era de raza criolla o mejor dicho, era un perro callejero. Lo había adoptado y el primer día lo llevó a su casa durante una fuerte tormenta. Irónicamente lo baño en el garaje mientras llovía y el perro ladraba como loco. En parte por eso el nombre de Animal. Amaba a esa criatura y era con él con quien compartía su dormitorio en las noches. No necesitaba más.

Tomó el jugo y cuando cogió la manzana su celular empezó a timbrar y vibrar. Era la alarma que había puesto hacía algunas horas. Ya era hora.

Le dio un mordisco a la fruta y la dejó dentro del maletín. Mientras masticaba el pedazo, empezó a sacar partes de algo de un compartimiento cerrado del maletín. Sus manos se movían con destreza, haciendo giros y apretando y juntando una parte con otra.

Al cabo de unos minutos, tenía un rifle con mirilla en sus manos. Rubén se quedó mirando el arma y de pronto se le vinieron a la mente varios recuerdos de su juventud, cuando sirvió en el ejército. De allí había aprendido muchas cosas para su vida, incluida la destreza que últimamente le había dado de comer a él y a su familia.

Se acercó al cristal y miró hacia abajo. Había un parque pequeño pero menos mal el lugar estaba desierto, por la lluvia seguramente. Se devolvió al maletín y sacó un aparato que puso a nivel del suelo. Oprimió un botón y el aparato hizo un circulo en el cristal, cortándolo.

Rubén lo quitó y por ahí metió la punta del rifle. Por la mirilla apuntó al parque y esperó. No fue mucho tiempo. El individuo, un joven con sombrilla, entró al parque con lentitud, por el viento. En segundos, Rubén calculó todo lo necesario y disparó. Tres veces, para estar seguros. El cuerpo cayó con fuerza contra el suelo.

En minutos, Rubén lo había guardado todo en su maletín, había salido del salón de reuniones y había subido, de nuevo, en el ascensor. Antes de que se cerrara la puerta, suspiró y agachó la cabeza.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Cuando joven

La juguetería era enorme. Parecía tener varias plantas y cada lugar estaba lleno de niños y padres viendo los miles de objetos en exposición por todo el sitio.

Yo cogí a Lucas y le dije que aquí no podía correr. Me aterraba la idea de perderlo y tener que buscarlo en semejante selva de juguete. Le apreté la mano, de pronto algo más de lo debido, y seguimos caminando.

 - Pa, que es eso?

Lucas señalaba hacia la zona de los videojuegos. En un estante cercano, al que me acerqué porque mi hijo me halaba con fuerza, estaba lleno de pequeñas cajas cuadradas con imágenes de criaturas varias por todos lados.

 - Mira, peluches!

Me haló de nuevo para entrar a un pasillo. Empezó a mirar los peluches uno por uno, fascinado por las formas y los colores.

Yo los conocía. Eran mis juguetes preferidos de infancia y no sabía que todavía los vendían tanto. Tengo que decir que me alegré mucho al ver caras y formas conocidas de cuando era mucho más joven, aunque de más edad que Lucas.

Se acercó con uno y me dijo que le gustaba y se lo quería llevar. Le sonreía y le dije que sí, como me iba a negar. El que había elegido no tenía manos pero si dos pequeñas patas azules y hojas en la cabeza con unos ojos grandes.

Luego de eso recorrimos el lugar, viendo todos los juguetes que había. Pero algo me oprimía el pecho, como si tratase de salir. Gracioso fue cuando pasamos por los juguetes para niños mayores y vi uno de Ellen Ripley. Mi carcajada asustó a un par de niños y extrañó a Lucas, que no se cansó de preguntarme porque me había reído.

Pagamos el muñeco y nos fuimos en el carro hasta la casa. En el camino le conté a mi hijo que conocía al personaje que tenía ahora en las manos, porque había jugado con criaturas parecidas cuando era pequeño.

Entonces él me preguntó que me gustaba a esa edad. Recordé tantas cosas al mismo tiempo. Cuando tenía unos doce años amaba los videojuegos y eran mi manera de pasar el tiempo y así había conocido a los personajes que habíamos visto en la juguetería.

A decir verdad, no tenía muchos amigos y los videojuegos creaban mundos aparte de ese en el que no me gustaba mucho estar. El colegio era aburrido y la gente, no parecía interesante. No sé como sea para todos los niños a esa edad, pero yo no estaba muy interesado en amigos, a menos que fueran pocos. Siempre he pensado que es mejor pocos y buenos que muchos y malos.

Llegamos a la casa y le dije a Lucas que la abuela se demoraría un poco en llegar todavía, por asuntos del trabajo. Le pregunté si tenía hambre y me dijo que sí. Mientras le hacía un sandwich, se sentó a la barra de la la cocina, con el peluche, y me preguntó si jugaba fútbol cuando pequeño.

La pregunta tenía razones: le encantaba llenarse de barro hasta el pelo jugando con sus amigos del barrio. No había reglas ni había competencia. Era diversión sana y nada más.

Le dije que no. Nunca me gustaron los deportes porque nunca necesité de ellos porque, como dije antes, había encontrado otras diversiones. Y cuando tuve que hacer deporte ya estaba en los otros el espíritu de competir, de ganar, de vencer. No me interesaba en lo más mínimo perseguir una pelota para alimentar mi ego o el de nadie más.

Y si por ejercicio preguntan, pues no me interesaba mucho. Cuando se es joven, siempre hay tiempo para remediar las cosas. Y ya cuando somos viejos, es muy tarde. Es el orden de la vida.

Lucas mordía el sandwich de jamón con mayonesa como si temiera que le saliera un gusano en él. Mordía un poco y miraba, con cuidado. De pronto, separó los dos panes y miró detenidamente.

 - Come bien.
 - Pa, no es atún?
 - No, no es atún. Es jamón. Cerdo.
 - El jamón es cerdo?

Asentí y le di un mordisco al mío. Lucas había heredado mi aberración por el pescado, en cualquiera de sus presentaciones. Ahora revisaba porque mi madre le había dado atún hacía días, olvidando los gustos del pequeño hombre. No era un niño que llorara pero sí que se quejaba cuando algo no le gustaba. Eso sí, agradecía bastante cualquier cosa que sí fuera de su gusto, como el peluche.

 - Que materia te gustaba más en el cole?

La pregunta me cogió fuera de base. Era difícil de responder, ya que el colegio para mí había sido una etapa de transición.

 - Historia y geografía.
 - Porque?
 - Me gusta saber como vivió la gente antes, que pasó y en donde. Como son los lugares.

Asintió, asimilando mi respuesta.

Era cierto, la historia y la geografía siempre me habían gustado en el colegio y había sobresalido con mis conocimientos en ambas clases. La gente siempre parecía sorprendida porque yo supiera una fecha o algo sobre algún lugar. Eso no me gustaba, era como si dudaran de que yo pudiera saber algo que ellos no. Me ofendía, así esa no fuera su intención.

 - Tenías novia en el cole?

Me reí. Respuesta nerviosa a una situación que siempre había sido incomoda para mí.

 - No. Tu tienes?
 - No! Soy muy chiquito.

Me reí de nuevo. Él siguió con el sandwich, sin parar de revisar como si fuera un investigador privado en una misión fundamental.

 - Y novio?

Esa pregunta fue aún más incomoda, tanto que no me reí sino que me quedé en silencio.

 - Tampoco.
 - Nunca, ni novio ni novia en todo el cole?
 - No, nunca.
 - Porque?

Era una buena pregunta. Supongo que jamás había sido de los que quieren que todo el mundo sepa de sus cosas. Bueno, al menos en el colegio. Después ya no me importaba quien supiera que acerca de mi.

 - Ya terminé.

Era cierto. Le retiré el plato y ahí se bajó solo de la silla y se fue con su peluche y un cajita de jugo a la sala de estar, seguramente a ver televisión.

Suspiré. Ahora entendía lo que habían dicho tantos de ser padre. Era bonito verlos crecer pero a la ves dolía saber que no se quedaran así para siempre.

Lavé los platos y fui con él a ver televisión. Los dos estuvimos en silencio todo el rato, yo todavía pensando en mi infancia. No, no todo había sido feo. Había disfrutado aprendiendo muchas cosas, teniendo algunos amigos bastante buenos e imaginando del futuro, que no había resultado malo tampoco. Muy al contrario.