sábado, 31 de enero de 2015

No más

   Parecía que toda la lluvia del mundo, toda el agua en existencia, estaba cayendo sobre la ciudad. Estaba claro que el huracán solo ganaba fuerzas y para cuando tocará tierra sería un desastre de proporciones inimaginables. Era difícil conducir así pero de todas manera Marcela tenía que hacerlo. No tenía más opción sino ir hasta el laboratorio y cerciorarse de que todo estuviera en orden.

 Verán, Marcela era la médico en jefe de un laboratorio de fertilización. Básicamente trataban de ayudar a las mujeres que tuvieran problemas concibiendo un hijo. Para la doctora este era un trabajo realmente gratificante, ya que podía ver el agradecimiento en las caras de sus pacientes al ser notificados del milagroso embarazo. Aunque no era un milagro precisamente, sino un trabajo arduo y delicado que requería de la más alta atención.

 Pero Marcela sabía que no todo el mundo se tomaba el trabajo de la misma manera y por eso estaba en camino a ver que todo estuviera bien. Raquel, su asistente, llevaba apenas dos meses en el trabajo y la doctora todavía no sabía cuanto podía confiar en ella, sobre todo en relación al cuidado de cada tratamiento que guardaban en frío. Raquel estaba encargada de que todo estuviera propiamente ordenado pero en esos pocos días de trabajo había probado ser una mujer distraída.

 Mientras Marcela estacionaba su auto en el parqueadero techado del edificio de oficinas donde estaba el laboratorio, se acordaba de Irene. Era una mujer de edad y había sido su asistente desde hacía años. Pero un buen día y sin aviso, dijo que renunciaba ya que se sentía demasiado vieja para seguir trabajando. Marcela le había rogado que se quedara pero Irene simplemente no cedió. Se fue, apenas despidiéndose. Esto para Marcela fue un golpe porque Irene no era solamente una asistente sino una amiga. Nunca la vio más.

 En el ascensor, la doctora alistó su tarjeta de seguridad, que tenía su foto y una banda magnética especial para abrir puertas restringidas. Ella tenía una  y Raquel debía haber guardado la otra en su escritorio. Nadie más podía entrar. Cuando se abrió el ascensor, frente a un gran ventanal, Marcela pensó que el clima parecía haber empeorado en apenas un par de minutos. Todo era de un gris oscuro enfermizo y las gotas de lluvia parecían del tamaño de balas.

 Se encaminó entonces al laboratorio pero se detuvo antes. Su oficina estaba abierta. Marcela bajó el brazo en el que tenía su tarjeta de seguridad y caminó lentamente hacia su oficina. No había nadie pero la puerta estaba completamente abierta, algo que ella jamás hacía. De hecho, siempre le ponía el seguro a la puerta antes de salir. En uno de los cajones guardaba algo de dinero y regalos de algunos pacientes. Sacó un par de llaves y abrió con ellas los cajones. Todo estaba en orden.

 Estuvo a punto de irse cuando se dio cuenta de que habían movido su archivero. Era grande y metálico pero cuando se halaba para abrirlo se movía un poco. Alguien había entrada en su oficina, Marcela ahora estaba segura de ello. Pero quien? No podía ser alguien del trabajo ya que casi todos sabían del dinero y los regalos. Y, revisando rápidamente el archivero, no había ningún expediente perdido ni fuera de lugar. Algo raro estaba pasando.

Marcela se decidió entonces a ir al laboratorio. Tal vez Raquel había venido también, dándose cuenta de que no había asegurado bien los tanques de enfriamiento o algo pro el estilo. Eso debía ser. Pasó entonces la tarjeta de seguridad para abrir la puerta pero esta no abrió. Intentó de nuevo y esta vez sí sirvió pero algo ocurrió que ella no esperaba: la puerta se abrió rápidamente y del otro lado salió alguien quien la golpeó en la nariz. Marcela cayó al suelo, sangrando.

 La persona que había salido entonces se le acerco hábilmente y le puso algo en la nariz. Marcela sabía que era pero no tuvo tiempo de pensar en mucho más pues se desmayó casi al instante. Tuvo un sueño extraño, sin imágenes, casi como si estuviera encerrada. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que ya no estaba en el laboratorio y que estaba amarrada, de pies y manos. No tenía la boca tapada pero tampoco sentía muchos ánimos para hablar. Afuera llovía, el viento rugía.

 De pronto entro al cuarto donde estaba una mujer y Marcela se dio cuenta que era Raquel. Por un momento se sintió aliviada pero rápidamente cayó en cuenta que eso no podía ser bueno. Había sido secuestrada y Raquel no podía estar allí por pura coincidencia. La mujer se le acercó, sin expresión alguna en su rostro, y la ayudó a sentarse.

-       Como se siente?

 Marcela no pudo hablar entonces solo asintió. Raquel pareció comprender y se alejó de ella. Al otro lado del cuarto parecía haber una camilla de hospital. La asistente se sentó en un banquito al lado de la camilla y empezó a revisar algunos papeles. Marcela los reconoció como archivos de la clínica. Raquel seguramente los había sacado de su oficina.

-       Que…

 Pero Marcela no podía decir más. Sentía como si una mano invisible le estuviera apretando el cuello cuando intentaba hablar. Pero Raquel la había oído y se le acercó de nuevo. Le puso los papeles en el regazo a la doctora y se cruzó de brazos, como esperando. Marcela revisó los papeles pero no entendió nada.

 Se trataba de una pareja que había venido hacía algunos meses. Iban por su segundo intento y Marcela estaba muy optimista respecto a sus posibilidades. Pero además de los datos de siempre, no había nada especial en ese caso. Releyó los nombres de la pareja pero no los conocía de otra parte. Miró a Raquel, con cara de no entender que pasaba.

-       Ella me envió.

 Marcela frunció el ceño. Eso no tenía sentido. Intento hablar de nuevo pero el dolor volvió y cerro la boca sin haber dicho nada.

-       La inyectó con un suero que impide el uso de las cuerdas vocales. – dijo Raquel. – Pasa su efecto en un día.

 La doctora tomó los papeles y los sacudió. No entendía y estaba frustrada por no poder hablar. Entonces Raquel fue hasta el banquito, lo arrastró hasta la cama donde estaba Marcela y se sentó. La miró con ojos tristes y empezó a hablar.

 Resultaba que esa mujer, una tal Florencia, era amiga de Raquel. Su esposo era peor que borracho o algo por el estilo. Ese hombre la había violado varias veces y ella no lo denunció nunca. No fue sino hasta que tuvo un problema serio de salud, que Florencia habló con Raquel. El hombre la había golpeado porque ella no había sido capaz de darle un hijo. Así que la iba a obligar a tener uno.

 Dejar pasar algunos meses para que las heridas sanaran y luego llegaron al consultorio de la doctora Marcela. Cuando Raquel se enteró, le dijo a Florencia que ese hombre estaba enfermo si pensaba forzarla a tener un hijo. Así que Raquel inventó un plan: amenazó varias veces de muerte a Inés para que dejara de trabajar, la reemplazó como asistente de la doctora y ahora estaba dentro del hospital.

 Marcela estaba anonadada. Como era posible que no se hubiera dado cuenta de que algo así estaba pasando? Había sido muy negligente al no ver algo  de ese calibre pero entonces dudó. Sería verdad?

 Raquel dijo que ella había alterado los óvulos para que no sirvieran en el primer proceso pero que eso no había sido suficiente. Su plan era distinto. Y ahí entraba Marcela. La doctora dio un respingo al ver que Raquel la miraba con ojos desorbitados y un aparente desespero por ayuda.

 Como asistente, Raquel sabía que los hombres también eran revisados. Y sabía que la doctora era experta en urología así como en obstetricia. Así que necesitaba de ella un favor.

 De repente alguien más entro en la habitación. Era un mujer delgada y temblorosa. Debía ser Florencia. Halaba otra camilla y en esa estaba recostado un hombre. Era grande por donde se le viera y con cara de animal. Sin duda era el marido.

-       Es simple la verdad.

 Marcela dio un respingo al escuchar la voz de Raquel.

-       Podríamos matarlo pero sería muy fácil. Queremos que hagas algo más.


 La doctora no entendía nada pero entendió, al verse allí sin voz, que esas mujeres eran capaces de mucho y que ella no tendría opción alguna: tendría que hacer lo que le ordenaran.

viernes, 30 de enero de 2015

Unexpected

  Somewhere, a clock announced time. The sound came from somewhere near but not from inside the room. With his eyes shut, Andrew could only hear the sound of the clock, which died fast. He finally opened his eyes and realized it was very early. He could see a blue morning outside, one of those cold mornings that only happen before seven or eight. Andre just stared at his window. He was warm and cozy there but he probably needed to come out of his sheets soon as…

 He remembered. It was Saturday. He thanked God, whichever he believed in, because he just wanted to stay there all morning. The night before he had done something he never did and now it seemed like a memory from a time long passed. He had called this guy he knew and invited him in and just went crazy with him. His head was still slightly turning because of the alcohol but he didn’t feel any hangover.

 Andrew stood up and looked out the window. The street below was deserted except for a couple of older women that seemed to be going to the market. The young man decided to the kitchen. He may not be drunk still but he was very thirsty. He walked distracted, thinking of what he had done the night before. Pouring some orange juice in a glass, he realized the guy from the night before had forgotten his wallet. It was right there, just in front of the TV.

 The young man opened his fridge again and realized he had nothing to do a decent breakfast with. No eggs, no cheese, no ham. And in the pantry, it was the same story: no bread or crackers, not even potato chips. So, he had to take a walk down to the store. He went back to his bedroom, put on some loose pants (the kind you would wear for the gym) and an old t-shirt. He grabbed a coat, the keys and a bill he always left in a secret stash for occasions like this. When he was at the door, he realized he had almost forgotten his cellphone. Once he had it, he went out.

 Effectively, there was a cold weather outside. The sun was apparently trying to warm people up but it wasn’t too high up to make any difference. It was pleasant to feel the heat in the face but that was it. There were two blocks between Andrew’s building and the small market the old ladies he had seen before were headed for. He actually saw them arguing for which tomatoes looked better.

 Andrew grabbed a small cart and looked for some eggs, white bread and cereal. He loved the supermarket and going alone. This was because he felt he could imagine the lives of everyone in there, he could try to guess what kind of people they were and the moment when they would be eating their groceries. Maybe the man buying the salmon wanted to impress a lady with a fancy diner and he was certain the guy who didn’t remember the name of the chicken part he was supposed to buy, had being sent there by his wife. The old ladies were probably going to cook a nice breakfast for both of them or some grandchildren. There was also a woman and Andrew that, like him, she lived alone. He was always alone and now he had gotten a guy to fuck with...

 Then, the cellphone rang. It vibrated too and this combination made Andrew severely annoyed, especially because it had interrupted his wandering through the supermarket. The number that appeared on the screen was unknown to him, so he didn’t answer. He just pressed the red part of the screen and pocketed his cellphone. He had arrived at the aisle of instant meals and he grabbed a few for the following nights. He had no idea when he would go to do proper shopping.

The cellphone rang again and this time he answered before he could see the number. He answered with an annoyed “Yes?” but then froze right where he was: it was the guy from the night before. He seemed ashamed to call but he asked Andrew if he could go by the house. He had left his wallet there and, obviously, he needed for his daily living. The guy asked Andrew if he could go right away and, without even thinking about it, our main character said yes. They hung up fast.

 Andrew stayed there, looking at the microwave meals like an idiot. But he wasn’t really looking at them. The problem was that he didn’t want to look at that guy again; he really didn’t want him in his house. But, why hadn’t he said anything? Andre could have opened his mouth and say “I’ll leave it with the doorman” or something, but he didn’t. And he was ashamed and worried he didn’t.

 After he had paid his food, Andrew walked to his house hoping not to see the guy standing there, at the door. He wasn’t. He felt relieved but not so much when, entering his apartment, he saw the wallet the guy had left there. It was funny, now that he thought of it, to call him just “that guy” on his mind. He had no idea of his name.

 The truth was that guy had come out of the Internet and the only intention Andrew had had with him was to have sex. That was it. He didn’t want him back. Besides, there was another thing. The guy was very good looking. This may seem a bit shallow but he was rather cute. And that had made Andre very nervous the night before. That’s why he had so much to drink. Now that he thought of it, it was lucky that he wasn’t puking like crazy in his bathroom.

 He didn’t consider himself a cute guy and he was so ashamed a guy like the one that had come to his apartment had come for him. It was just ridiculous, or so he thought. But he couldn’t think of it for long because the buzzer interrupted his thinking. It was the doorman announcing someone called Alex. He was going to say he didn’t know anyone by that name but then he realized that was probably the guy’s actual name, so he said, “let him in”.

 Andrew grabbed the wallet and put it on the counter, next to his groceries. “Stupid me!” he said out loud. He opened the wallet and grabbed one of many cards inside. It was his ID. Yes, this was Alexander Hoffman’s wallet. How stupid of him not having a quick look at the wallet, at least to know the name. The doorbell rang so he put the ID back inside the wallet and left it on the kitchen counter.

 He opened the door, pulling his shirt straight. The guy on the other side was a bit taller than he was, hair long but nicely cut and he had dark stubble, perfectly framing his face.

-       Hey.
-       Hey...

 Andrew didn’t know what to say. Alex looked a bit uneasy.

-       Come in. Sorry.

 Alex came in and saw his wallet on the counter. He grabbed and went through everything that was in there.

-       Thanks man. Thought I had lost it.
-       It’s ok.

 Alex smiled at Andrew. Andrew blushed.

-       You’re cute.

 Andrew burst in uncontrolled laughter.

-       Sorry… That… It’s funny.
-       What is?
-       You saying that.
-       Why? You are cute.

 This time Andrew didn’t laugh. Alex looked at him and then shook his wallet in front of Andrew.

-       In the mood for breakfast? For your help?


 Andrew smiled, still a bit red. Then, he nodded.

jueves, 29 de enero de 2015

Azúcar

  Cuando lo vi, tuve que detenerme y mirar alrededor. Ver algo así, con tantos colores y tan llamativo era tan extraño en este mundo dominado por el gris, el negro y el blanco. . No había nadie alrededor así que rápidamente me agaché, lo tomé con cuidado y me lo guardé en uno de los bolsillos del abrigo. No me atrevía a tocarlo mucho con las yemas de los dedos pero lo hice un par de veces de camino al trabajo. Que hacía allí ese caramelo?

 Era bien sabido por cualquier persona mayor de treinta años que los productos con azúcar habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Una de las grandes pestes del siglo había destruido con voracidad toda las plantas de las que se extraía el azúcar. No se habían salvado ni los ingenios ni las plantaciones de remolacha. Todo lo que tenía azúcar dentro se había extinguido. Y sin embargo allí estaba ese caramelo, como desafiando a la Historia en mi bolsillo.

 Cuando llegué al trabajo me puse a hacer lo de siempre: corregir artículos cortos. Los revisaba para ver si tenían algún error y luego los reenviaba a mis jefes, quienes organizaban todo lo que saldría en el periódico del día siguiente. Los artículos siempre eran de lo mismo: las consecuencia de la guerra que, sin haberlo buscado, había propiciado la extinción del azúcar y de otros alimentos y animales. Armas químicas y biológicas salidas de control que nos habían costado mucho a todos.




 Ustedes tal vez no lo sepan o no lo recuerden pero esa guerra, rápida pero difícil de olvidar, fue la causa de la instalacin de ﷽﷽﷽﷽﷽, fue la causa de la instalaciuerden pero esa guerra, r periodicotos con azucar bajo. Que hacón de variadas dictaduras un poco por todas partes. La gente ya no confiaba en nada ni en nadie así que hombres más inteligentes habían tomado, sutilmente, las riendas de las naciones así como de sus economías. La sociedad es hoy poco más que esclavos de estos nuevos gobiernos.

 Y fueron ellos, o eso dicen, que propiciaron la extinción de tantas especies. Dicen que el miedo es el arma más grande que hay y creo que eso es verdad. El mundo entró en pánico al ver que todo alrededor se estaba muriendo y ahí todos imploramos por que parara. Y sí, se detuvo. Pero costó mucho más de lo que pensábamos. Los que habían causado el mal, lo eliminaron. Pero ya era demasiado tarde.

 Con la democracia murieron grandes extensiones de bosques, de vida marina y de productos que antes habían sido tan comunes. De esto hace unos veinte años. Yo era pequeño entonces pero lo recuerdo todo como si fuera una película dentro de mi cabeza que no puedo dejar de ver, una película que me obsesiona y me frustra porque no hay nada que pueda hacer al respecto.

 Ese día, después del trabajo, me detuve en el mercadito que había a una cuadra de mi casa. La verdad es que no es ningún mercado sino una tienda y una bastante desprovista de cosas. Solo compré una botellita de jugo de uva (sin azúcar, por supuesto), una bolsa de leche y dos paquetes de sopa instantánea. Cuando llegué a mi casa me puse a calentar el agua y me serví algo de leche. Me acerqué a una de las dos ventanas de mi pequeño apartamento y miré hacia fuera.

 Algunas otras personas llegaban del trabajo pero, pasada una media hora, ya no había nadie en la calle. Esa es otra de las nuevas reglas: solo se puede circular después de las siete de la noche con un permiso especial. Hay que pedir permisos para todo en estos días. Lo bueno es que son bastante fáciles de solicitar si uno en verdad los quiere pero es obvio que la policía y quien sabe quien más investiga hasta a la abuelita paterna para decidir si dan o no dan el permiso.

 Cuando el agua hirvió, la serví en un bol grande donde ya había pesto el contenido de una de las sopas instantáneas. Me senté a la mesa con el vaso de leche y, como adorno, saqué el caramelo del bolsillo de mi abrigo y lo puse exactamente enfrente mío, cerca de la leche. No lo quería tocar mucho porque sabía que los caramelos se volvían pegajosos con el calor o la humedad pero era imposible no mirarlo. Había pasado mucho tiempo desde que había visto algo parecido y era casi como ser hipnotizado por un objeto.

 Era un caramelo en forma de rueda pero sin un hueco en el centro. Y por los lados tenía líneas, sutiles tiras de color blanco. De pronto sonreí. Los colores del pequeño caramelo me llevaron rápidamente a otro recuerdo, a otro evento que ya había muerto, casi tan rápido como el atún del Atlántico. Esos colores eran los de la Navidad.

 Verán, hoy en día ya no celebramos nada a excepción, claro está, del día de la Nación. Ese día hay desfiles militares en todas las ciudad y grupos de ciudadanos organizan fiestas y conversatorios y conciertos en alusión a la grandeza de nuestro país. No sé si alguien más se da cuenta pero nuestro país, de hecho ningún país, tiene hoy en día nada de grande. Es bien sabido que todos estamos muriéndonos de hambre lentamente y no parece que se pueda hacer nada para impedirlo.

 Mi última Navidad fue el mismo año en que vi el último dulce, antes que este que poseo hoy en día como una reliquia del pasado. Esa Navidad la pasé en un pueblito, lejos de esta ciudad gris y sucia. Olía a verde, a pasto y árboles. Había llovido cuando abrí mis regalos. No recuerdo que eran. Me gustaría poder recordarlo. Lo que sí  vuelve a mi mente con claridad es la sonrisa de mi madre y las carcajadas sonoras de mi padre. Como los extraño…

 Ellos murieron a raíz de la hambruna que siguió a la guerra. Yo me terminé de criar con una hermana de mi padre y luego empecé a trabajar y a estudiar al mismo tiempo. Esto es lo normal ahora: cualquier chico o chica de dieciocho años trabaja y estudia. El estudio, o mejor dicho la carrera, no la elegimos nosotros. Existen unos exámenes que dejan claro para todos en que se destaca cada persona y según eso asignan la carrera y después, un puesto de trabajo.

 Supongo que está bien que ya no haya desempleo. Aunque esto es solo porque ya no somos tantos como antes. De pronto por eso esta ciudad se siente tan seguido como un pueblo fantasma. Casi diez millones, dicen algunos libros, vivían en esta ciudad. Incluso dicen que era más verde y colorida antes pero de eso no me acuerdo. Es como si mi mente ya no concibiera los colores vivos. Y sin embargo, tengo la prueba de que existen.

 El caramelo lo guardo en un lugar secreto de mi casa. No escribo en donde exactamente por si estas palabras cayeran en las manos equivocadas. Solo digo que lo saco cada cierto tiempo y lo miro, muchas veces por horas. Ver algo tan pequeño, tan único, me hace pensar que hay mucho más en el mundo de lo que podemos ver o, por lo menos, lo había.

Se podría decir que el caramelo ha mejorado un poco mi vida. En esta sociedad no es deseable ser alguien muy feliz pero siempre está bien visto que las cosas que hagas se hagan con gana. Y el caramelo ha hecho eso por mi. No sé si es esperanza pero ese pequeño objeto vestido de Navidad  me ha hecho ver el mundo de otra manera y creo que eso se refleja en mi entusiasmo en el trabajo.

 Odio lo que hago. Lo detesto. Corregir un articulo tras otro lleno de afirmaciones estúpidas que a nadie le interesan. Pero así es este mundo, no hablamos de lo que podría causarnos dolor, sea en el alma o en el cuerpo. Simplemente lo evitamos y seguimos de largo, como si nada hubiera pasado y muchos creen que así es.


 Hay días que llego a casa y corro para ver si el caramelo todavía existe. Y cuando lo veo a veces lloro, desesperado. Recuerdo a mis padres y los extraño. Entonces me golpea la realidad: tengo casi cuarenta años y no tengo hijos ni pareja. Eso es casi intolerable en esta sociedad. Pero no me importa. No quiero compartir con nadie todo lo que siento porque todo esto es mío y solo yo tengo derecho a sentirlo.