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viernes, 30 de marzo de 2018

Santa semana


   Nunca hacemos nada en vacaciones. La respuesta simple es que no tenemos dinero para gastar aquí y allá. Escasamente compramos ropa, obviamente no vamos a tener muchos ahorros para viajar, así sea una distancia corta. De todas maneras, no tenemos coche y eso ayudaría bastante para un viaje de fin de semana o de al menos un día. Pero tampoco tenemos el dinero para estar yendo a una gasolinera una vez por semana. Somos una pareja que gana poco por cada lado y lo que juntamos apenas alcanza.

 Por fortuna, estamos juntos. En un país frío de clima y corazón como este, es bueno que al menos podamos sentarnos juntos en un parque y tomarnos de la mano sin que nadie se atreva a decir nada. Claro que lo piensan y nos lanzan miradas que dicen mucho más de lo que sus bocas jamás podrían decir, pero creo que la mayoría de las veces ignoramos todo eso. Lo llamamos ruido de fondo, así no sea en realidad ruido. Son solo partículas que habitan el mundo con nosotros o eso tratamos de pensar.

 En una semana como esta, en la que media ciudad sale de ella para ir a inundar otros lugares con gritos y alcohol, nosotros nos quedamos aquí y disfrutamos de los pocos ahorros que tenemos. Hace unos días fuimos al supermercado y compramos pescado para comer al menos tres días. Esto puede no sonar muy especial, pero la cosa es que nunca comemos nada que provenga del mar. Y no es por convicciones ambientales ni nada de eso sino porque no lo podemos pagar. Los precios a veces son exorbitantes.

 Pero esta es la semana perfecta para comprar frutos del mar y aprovechamos tanto como podemos. Martín, mi esposo, trabaja como ayudante de cocina en un restaurante peruano, así que ha hecho bastante cosas con comida de mar. Siempre le pone mucha atención al chef para imitar sus técnicas en casa. Claro que no siempre puede comprar los ingredientes que sí tienen en el restaurante, como azafrán o ají rocoto, pero los reemplaza por otros no tan caros y por eso sé que esta semana tendrá comida perfecta.

 Es gracioso, pero yo conocí a Martín un día que fui al restaurante. No, no iba a comer. En ese entonces era apenas un mensajero en una compañía de renombre que me pagaba cualquier porquería por hacer vueltas por toda la ciudad. Iba y venía en buses y taxis, gastando la plata que no tenía para conservar un trabajo que quería mandar a la mierda. Pero no lo hacía porque sabía que necesitaba al menos ese miserable pago para ayudar en casa y para poder comprar un par de pantalones en diciembre. Yendo a entregar un sobre urgente para un pez gordo, fue como llegué a ese restaurante.

 Me sentí como pez fuera del agua y creo que el tipo que estaba en la entrada lo notó enseguida porque me hizo seguir por la puerta trasera, que en ese momento estaba casi bloqueada por cajas y cajas de pescado congelado que estaban metiendo lentamente en un refrigerador del tamaño de mi casa. Fue allí cuando vi sus ojos claros, de un color miel muy hermoso, por primera vez. Me sonrió y creo que en ese momento perdí el sentido de donde estaba y porqué estaba allí. Alguien me codeó sin querer y volví en mí.

 Entre en el restaurante y le pedí al jefe de meseros que entregara el sobre, que era de vida o muerto o al menos eso me habían dicho. Pero el tipo no me hacía caso. Fue Martín el que tomó el sobre de mis manos, se quitó el delantal y el sombrero, y fue directo a la mesa correcta y entregó el sobre en segundos. Cuando volvió a la cocina, el jefe de meseros amenazó con echarlo por su insolencia pero esta vez fui yo el que hice algo: le dije para que empresa trabajaba y quién era el tipo de la mesa.

 El jefe de meseros no dijo una palabra más, solo desapareció y nos dejó casi solos. Otra vez Martín me sonrió y esta vez yo hice lo mismo. Hablamos un par de segundos, no recuerdo de qué. Supongo que fui mucho más atrevido de lo normal porque esa noche llamé al restaurante y pregunté por él. Sabía su nombre porque lo tenía cosido en el delantal. No pudimos hablar mucho pero me dio su número de celular y allí fue que todo esto empezó. Dos años después, vivimos juntos, pobres pero felices.

 De estos días en los que no hay trabajo me encanta despertar todos los días tarde y acostado junto a él. A veces yo me despierto sobre su pecho, otras veces es al revés. Algunas veces estoy yo abrazándolo por detrás y otras veces cambiamos de posición. Obviamente también pasa que amanecemos separados, porque nuestra vida no es una película cursi en la que nos necesitemos cada segundo. Pero tengo que decir que todo es más fácil cuando él está cerca, hace mi vida un poco más soportable.

 Algo que jamás nos ha gustado es que nuestras familias nos inviten a algún tipo de comida o evento familiar por estas fechas. No somos precisamente religiosos pero a ellos eso poco les importa. Ambas familias son de esas en las que la cantidad es algo primordial. Para ellos, entre más personas estén en su casa y más comida puedan proporcionar, querrá decir que han tenido éxito como anfitriones y como familia. Por eso jamás podemos decir que no. Un día toca con unos y el otro día con otros y siempre hay cosas buenas y siempre hay cosas malas, como con todas las familias.

 Con la mía, el principal problema es el rechazo. No lo hacen ya pero ha quedado el rastro de esa actitud y es algo difícil de borrar. Por mucho tiempo quisieron negar que yo era homosexual, e incluso cuando tuve el valor de presentarles a mi primer novio, ellos lo negaron por completo y me prohibieron traer a nadie más a la casa. Tampoco tenía permitido hablar del tema y todo se cerró bajo un velo de censura que permaneció por mucho tiempo, casi hasta que decidí salir de allí para vivir con Martín.

 Fue mucho después que nos invitaron, para una cena similar a la de esta semana santa. Y la verdad fue que todos se comportaron bastante bien. Lo único que molestaba eran los comentarios “sueltos” que a veces hacían, como chistes malos sobre dos hombres viviendo juntos o el hecho de que aunque me querían a mi, seguían rechazando a los demás como yo. Ese tono se acentuaba con personas de mayor edad y creo que por eso evitamos casi siempre quedarnos demasiado. No queremos darles cuerda.

 Con su familia, el problema es diferente. Su madre dice, y lo repite varias veces si uno le pone atención, que desde que era pequeñito supo que Martín era homosexual. Y como su padre, ella lo aceptó desde el comienzo. Debo decir que sentí envidia cuando me contaban del primer novio de Martín, que era casi como un hijo para ellos. En los viejos álbumes de fotos había varias tomas de él y, debo decir, que era un chico bastante guapo. Me hacía dudar un poco de mí y por eso siempre tenía excusas para no volver a ver las dichosas fotos.

 El caso es que la madre de Martín siempre que vamos insiste en que formemos una familia. Nos cuenta como ha averiguado por internet acerca de las adopciones y de las formas en las que se le puede hablar de los niños acerca de tener dos papás. Desde que la conozco ha sido su tema de conversación principal. De pronto es porque Martín es el mayor y quiere tener nietos pronto, pero la verdad es que puede llegar a cansar ese tipo de presión. Pero tengo que aceptar que prefiero eso a mi familia.

 Supongo que así somos todos en estas épocas y en la vida en general. Como dicen por ahí, el pasto siempre se ve más verde del otro lado de la cerca y por eso no me niego nunca a ir casa de su familia, si él quiere, pero ir a mi casa de infancia siempre es un viaje a muchos niveles.

 El caso es que mi momento favorito nunca es fuera de casa, sino adentro de nuestro pequeño apartamento, en nuestra cama al lado de la ventana en la que nos acostamos juntos y nos besamos y nos abrazamos sin tener que decir nada. Esos son los mejores momentos para mí, en esta o en cualquier semana.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Un día a la vez


  Todo pasó en pocos segundos: el coche se lanzó apenas el semáforo pasó a verde y el transeúnte distraído, mirando la pantalla de su celular, tuvo apenas el tiempo de echarse para atrás después de haberse lanzado a la vía sin mirar si podía cruzar o no. Cuando dio el paso para volver atrás, se tropezó y cayó sentado en el suelo. Obviamente, todos los presentes y los transeúntes se le quedaron viendo, como si fuera la primera vez que veían a alguien caerse en público.

 Cuando Pedro se puso de pie, decidió caminar más en dirección hacia su destino para luego intentar cruzar por otro lado. No era una técnica para llegar más rápido ni nada por el estilo. Lo que quería era salir de allí corriendo y que dejaran de mirarlo como si acabaran de salirle tentáculos por los costados del cuerpo. La gente podía ser bastante desagradable algunas veces: podía notar que algunos habían tratado de ahogar una risa y otra sonreían tontamente, fracasando en su intento de parecer normales.

 Pedro se alejó del lugar y miró de nuevo la pantalla del celular, esta vez caminando por donde debía y despacio, para no tropezar. Se llevó una sorpresa bastante desagradable cuando se dio cuenta del corte transversal que había en la pantalla del teléfono. No había estado ahí hacía algunos minutos. Ahora que lo pensaba, Pedro había mandado las manos al suelo para evitar caerse por completo, algo en lo que había fracasado. Pero en una de las manos sostenía el celular. Eso explicaba el daño.

 Suspiró y siguió mirando la información que le habían enviado hacía apenas una hora, de pronto un poco más. Lo necesitaban de urgencia en una empresa para que hiciera una presentación que ya otros habían hecho miles de veces. El problema era que esos que habían hecho la presentación en repetidas ocasiones no estaban disponibles y por eso le habían avisado a él, en su día libre, para que fuera e hiciera la presentación en nombre de la empresa para la que trabajaba como independiente.

 A veces salían con sorpresas de ese estilo, haciéndolo viajar por toda la ciudad solo para demorarse una hora o a veces incluso menos en un sitio. Era bastante fastidioso como trabajo pero la verdad era que no había encontrado nada más disponible y sabía que su familia ya lo miraba de cierta manera al verlo todos los días en casa. No que las cosas cambiaran mucho porque todavía seguía en casa casi todos los días, pero al menos ahora podía mencionar que tenía un trabajo y que había algún tipo de ingreso después de todo. Lo único malo, ver pésimo, era ese horario “sorpresa”.

 Tontamente, se había bajado muy antes del bus y ahora tenía que caminar un buen trecho para poder llegar al edificio que estaba buscando. Estaba en una de las zonas más pudientes de la ciudad, no tan cerca de su casa. Había varios edificios de oficinas y muchos comercios de los que cobran por entrar a mirar. Los pocos edificios residenciales eran bastante altos y parecían un poco estériles, como sin gracia. Nunca había entrado a uno de esos pero estaba seguro de que eran muy fríos.

 Se guardó el celular, pensando en que ahora debía ahorrar también para comprarse uno nuevo. Caminaba ahora mirando su alrededor, lo que hacían las personas a esa hora del día, la hora del almuerzo. La gente se comportaba como abejas, había enjambres de seres humanos yendo y viniendo por todas partes. Había quienes iban a almorzar y otros iban precisamente a eso. Pero también estaban aquellos que van y vienen con papeles en la mano, con una expresión de urgencia en el rostro.

 Esos personajes eran de los que tenían que usar el poco tiempo que tenían “libre” para poder hacer varias cosas que no podían hacer en otro momento del día. Así era como iban al banco, a oficinas del gobierno, a pedir documentos de un sitio para llevarlos a otro. En fin, la gente usa el tiempo como puede y sabe que tenerlo es un privilegio. Para Pedro era extraño porque él no tenía ese tipo de responsabilidades, no tenía ninguna razón para comportarse como ellos pero, al fin y al cabo, él era un tipo de horarios.

 Llegó por fin a otro cruce de la avenida y por fin pudo cruzarla sin contratiempos. Ahora debía seguir un poco más y luego girar a la derecha para buscar un edificio de oficinas que había visto en una foto antes de salir. Siempre verificaba las direcciones porque no le gustaba tener que llegar a un lugar casi adivinando. Se sentía perdido y tonto cuando hacía eso, lo que era ridículo e innecesario porque hoy en día hay innumerables herramientas para saber donde queda cualquier cosa.

 Menos mal, pensó Pedro, había salido con tiempo de la casa. No solo porque el transporte iba a tomarse su tiempo en llegar a la parada y luego en recorrer la ciudad hasta el punto deseado, sino porque era mejor prevenir cualquier inconveniente e imprevisto, como el de bajarse antes del bus por no estar pendiente de las cosas. Y es que por estar revisando la estúpida presentación, pensó que el lugar al que había llegado era su destino y no lo era. Desde que había salido de su casa no hacía sino repasar y repasar lo que debía decir pero era difícil porque no era algo que conociera de siempre.

 De hecho, caminando ya con el celular guardado, se dio cuenta que todavía no estaba muy seguro de cómo debía de proceder. El hecho de que la mayoría de las personas allí serían mayores tampoco ayudaba mucho a tranquilizarlo. Le gustaba más cuando debía de hacer trabajos con personas de su edad e incluso con menores que él o niños. Sentía en esos caso que, por perdido que estuviese, podía navegar el momento para salir airoso de cualquier situación. Pero los adultos de verdad eran otra cosa.

 Casi siempre venían a la sala de juntas, o donde fuese la presentación o taller, con una cara de tragedia que no quitaban de sus caras en todo el tiempo que se quedaban allí. Eran peor que los niños en ese sentido, puesto que los niños al menos sienten curiosidad cuando se les estimula con ciertas palabras o juegos. Los adultos, en cambio, ya no tienen esa gana de querer conocer cosas nuevas y entender el mundo que los rodea, incluso cuando cierto conocimiento puede significar más dinero para ellos.

 Cuando por fin llegó al edificio de oficinas, Pedro miró su celular. Había llegado faltando pocos minutos para la hora, como de costumbre. Dio la información necesaria para entrar y en pocos minutos estaba instalándose en una pequeña habitación con una mesa larga que podía sentar unas catorce personas. Estaba nervioso, moviendo el contenido de su mochila de un lado a otro pero sin sacar nada y, por aún, sin saber porqué lo estaba haciendo, cual era la finalidad de hacerlo.

 Entonces empezaron a entrar. Primero fueron un par, luego otros más y luego todo el resto en una tromba llena de murmullos y palabras que no sonaban completas. Todos estaban vestidos de manera muy formal y él tenía jeans y una chaqueta de un color que parecía desentonar en ese ambiente. Conectó su portátil a un proyector y empezó la presentación que le habían encomendado. Tuvo que ir mirando algunos puntos en el celular y otros los improvisó un poco, lo mismo que hizo al final con las preguntas de los participantes.

 Por un momento, creyó que ellos se habían dado cuenta de su poca experiencia con el material. Sintió miradas y casi pudo jurar que había escuchado palabras en su contra, pero al poco tiempo todos se habían ido y él ya estaba bajando al nivel de la calle en el ascensor.

 Ya afuera, pudo respirar como si fuera la primera vez. Entonces se dio cuenta de que ya podía volver a casa, a pesar de eso significar otro largo viaje en un bus. En todo caso, ya no importaba. Había sobrevivido otro día de trabajo y seguro sobreviviría otros más.

viernes, 2 de marzo de 2018

No hay que entender


   Mientras caminaban por el sendero, miraron al mismo tiempo al precipicio que había al lado derecho: era una profunda garganta que en ese momento estaba cubierta de nubes y neblina. Así de alto era el paso por el que estaban atravesando. Escapar no era fácil por ninguna parte pero debía tener una dificultad extra hacerlo por semejante lugar. Nadie nunca los perseguiría por esos remotos parajes pero tampoco tenían garantizado poder salir de allí, y esa era la idea.

 Dos días habían pasado desde que habían oído los últimos disparos. Varios soldados los habían perseguido hasta bien adentrado el páramo, pero se rindieron al darse cuenta que la neblina era muy espesa y no podrían tener la ventaja en ese lugar. Además, consideraban todo el sector un peligro enorme, por los animales salvajes que allí había y los caminos inseguros. Hacía años que nadie pasaba por allí y todo lo que había sido mantenido en pie con cuidado, ya no existía.

 Ramón iba detrás de Gabriel y no podía dejar de mirar hacia atrás. No era algo muy inteligente de hacer pero la verdad era que estaba aterrorizado de ser capturado de nuevo. Ramón ya había estado en los oscuros calabozos que habían creado en lo que antes eran las oficinas de corte suprema. Era un extraño lugar que todavía conservaba algo de su majestuosidad anterior pero que ahora solo olía a orina humana y a heces de rata. Un lugar oscuro, con gritos ahogados y sonidos extraños.

 Gabriel, en cambio, no tenía ni idea como eran los calabozos. Solo había estado allí cuando se suponía, en el momento exacto en que varios de los prisioneros se rebelaron y escaparon de manera masiva. Fue entonces que encontró a Ramón y lo llevó a las afueras de la ciudad, donde los sorprendieron los soldados y tuvieron que escapar hacia el páramos. Gabriel no sabía lo mal que Ramón la había pasado en la cárcel y su compañero no tenía la más mínima intención de contarle.

 El estrecho sendero que bordeaba el precipicio seguía igual por varios kilómetros. Los árboles eran cada vez más escasos. En cambio, había plantas más bajas como matorrales, que crecían por todas partes. Sus flores eran de un color hermoso y era obvio que sus diversas formas tenían la intención de servir para recolectar agua, algo bastante fácil en un lugar tan húmedo como ese. Húmedo pero bastante frío. Cuando llegó la segunda noche, encontraron una zona algo plana cerca del sendero y allí armaron una pequeña tienda de campaña con una hoguera afuera.

 Estaba claro que Gabriel había pensado en todo, siempre lo había hecho. Era un tipo preparado, que nunca hacía nada sin pensar en las consecuencias con anterioridad. A Ramón le gustaba mucho eso de su compañero pero jamás se lo había dicho a la cara. De hecho, había muchas cosas que nunca se habían dicho con claridad. Desde el primer momento que empezaron a trabajar juntos, en la oficina de inteligencia estatal, se formó una relación difícil de describir incluso por ellos mismos.

 Lo que hacía de esa relación algo muy particular eran las acciones que ambos tomaban a su respecto. El hecho de que Gabriel hubiese arriesgado su vida para prácticamente rescatar a Ramón era algo que hablaba mucho de cuanto lo quería y apreciaba. Pero jamás le había dicho a Ramón nada como eso. Eran solo acciones que el otro debía interpretar como pudiera, sin palabras que hicieran todo tan especifico. Incluso allí, solos en el páramo, no se decían nada más de lo necesario.

 Observando el fuego, Ramón recordó cuando trabajaban juntos en Inteligencia. Nunca fueron muy amigos que digamos, no salían a beber nada después del trabajo ni hablaban de cosas que no tuvieran nada que ver con lo que hacían allí. Sin embargo, cuando tenían que trabajar juntos, lo hacían a las mil maravillas. Todo siempre fluía bastante bien y lo hizo cada día hasta que llegó el Gran Cambio y todo se vino abajo a lo largo y ancho del país. Poco después de eso arrestaron a Ramón.

 El asunto era que Ramón era abiertamente homosexual. Iba a bares y discotecas, compraba en negocios cuya clientela era casi por completo homosexual e incluso tenía varias aplicaciones en su teléfono celular para contactar con otros hombres y tener relaciones sexuales casuales. Obviamente no era algo único de él ni nada por el estilo pero fue así como el nuevo gobierno pudo rastrear a todas las personas que quería meter a la cárcel por motivos arcaicos.

 De solo pensar en el día de su arresto, Ramón se ponía nervioso y se le alzaban los pelos de detrás de la nuca. Los oficiales vestidos de negro habían entrado de golpe en el edificio de Inteligencia y habían arrestado por lo menos a diez personas. Las habían dirigido a la entrada principal del edificio y allí mismo las habían obligado a confesar sus supuestos crímenes. A todos, incluido Ramón, los golpearon con las armas, a algunos en la cabeza y a otros en la cara, rompiéndoles la nariz. Luego los dirigieron a un camión y así se los llevaron a los nuevos calabozos.

 Avivando el fuego que parecía estar a punto de apagarse por la pésima calidad de la madera, Gabriel miró a Ramón y recordó que él había estado en el momento de su arresto. Lo había tomado por sorpresa a pesar de que todo el mundo sabía que el país se estaba yendo al carajo. Lo que pasa es que nadie hace nada hasta que se ve afectado por las cosas horribles que pasan. Gabriel, sin embargo, solo decidió actuar una semana después de lo ocurrido. Tiempo después, se culpaba por su demora.

 La cuestión era que no sabía qué debía hacer y ni siquiera si debía hacerlo. Gabriel solo sabía que una injusticia se había cometido y sentía algo adentro de su cuerpo que le insistía en que debía alzar su voz de protesta. El problema era que no sabía cual era la razón para esa rebelión en su interior. Varias veces en su vida había visto injusticias, pero jamás había sentido la urgencia de hacer algo, la presión en el estomago que le insistía día y noche y no lo dejaba tranquilo ni un segundo.

 Se preguntó entonces, y se lo volvió a preguntar frente a la fogata en el páramo, ¿qué era lo que sentía por Ramón? ¿Era amor o algo parecido? Gabriel no tenía ni idea. Lo único que tenía claro era que le importaba Ramón y que prefería tenerlo cerca que estar completamente solo. Además, sabía que no hubiese podido vivir consigo mismo si no hacía algo para ayudarlo a escapar de la cárcel. La fuga masiva había ocurrido casi como un milagro, empujando a Gabriel a hacer lo que sentía que debía hacer.

 Ahora solo se miraban, por encima de las débiles llamas de la fogata. Habían logrado cazar un pequeño conejo, pero no era ni de cerca suficiente para dos hombres adultos que llevaban días sin comer algo decente. Habían comido en pocos minutos y ahora solo intentaban calentarse con un fuego que no parecía querer ayudar en nada. Estiraban las manos y trataban de hacer crecer las llamas, pero todo era inútil. Pasada la medianoche, el fuego murió por fin y ellos tuvieron que acostarse.

 Gabriel había sido precavido y había metido esa tienda de campaña vieja en su mochila. Los pies de ambos sobresalían y quedaban los dos bastante apretados debajo de la delgada lona verde. Pero era lo único que había. Se acostaron y estuvieron allí tiesos, visiblemente incomodos.

Entonces Ramón se dio la vuelta, mirando al lado contrario de Gabriel, y le pidió en una voz suave pero muy clara, que lo abrazara. Gabriel esperó unos segundos, como procesando lo que había escuchado. Después se dio la vuelta al mismo lado y abrazó a Ramón. Así cabían mejor y pasarían menos frío.

miércoles, 21 de febrero de 2018

La sombra


   Dormía y me despertaba. Dormía y me despertaba. Era como sumergirme en una piscina y tener que saltar a otra inmediatamente después, como una maratón que nunca termina. Mi cuerpo estaba adolorido y mi mente no podía más. La situación era completamente extenuante y no parecía tener fin. De hecho, no podía recordar cuando había empezado todo pero lo que nunca olvidé era que había elegido apartarme de todo para poder lidiar con mis demonios internos, conmigo mismo.

 Era una casita pequeña, en la mitad de la nada. Me la habían vendido por cualquier dinero, lo que tenía encima. Era todo una sola habitación: la cama casi al lado de la estufa y un par de ventanas para dejar entrar la luz exterior. Al estar ubicada en una zona de montaña, la vista hacia fuera no era precisamente esperanzadora. La casita estaba ubicada en la mitad de un terreno en declive en el que solo crecía el musgo y alguna matita pequeña que trataba de ser más de lo que en realidad podía.

 No había pasado mucho tiempo desde mi mudanza cuando me atacó ese virus extraño. No sé si fue la comida o tal vez el hecho de que la casita no había sido limpiada ni cuidada apropiadamente en varios años, el caso es que en una horas, estaba tendido en la pequeña cama y no me sentía capaz de moverme más de lo necesario. Al otro día, ni siquiera podía moverme para ir “al baño”, una caseta desvencijada y triste que estaba en la parte exterior de la casita propiamente dicha.

 No voy a mentir: pensé que lo peor iba a suceder. Podía jurar que sentía mis entrañas gemir de dolor y que las sentía podrirse segundo a segundo. Era como si alguna especie de monstruo me estuviese carcomiendo desde adentro. La sensación era horrible y cuando llevaron las alucinaciones, la cosa se puso peor que antes. Ya no sabía que era verdad y que no. Todo parecía real a mi alrededor pero, cuando lo pensaba dos veces, dudaba de mi vista y de mis instintos más naturales.

 Había ventanas de algunas horas, a veces menos, en las que me sentía perfectamente bien. El cuerpo todavía adolorido y no con muchas ganas de caminar, pero al menos era capaz de ir hasta la despensa por algo de pan duro. El hambre que me daba en esos pequeños momentos de lucidez era increíble. Era entonces que recordaba los platillos que había disfrutado cuando vivía en mi casa, con mis padres. Lo había disfrutado todo y ahora esos pensamientos llegaban a mi como para burlarse, como si no fuera suficiente con sentir que el mundo se terminaba para mí.

 Las alucinaciones fueron de mal a peor hacia el cuarto día. No solo estaba visiblemente deshidratado y verdaderamente enfermo, sino que me pasaba el día hablando con seres y objetos inanimados. Recuerdo haber sostenido una muy interesante conversación con la tetera vieja que usaba para calentar el agua con la que me duchaba. Obviamente no me había lavado el cuerpo en días, pero la tetera insistía en que era una buena idea para alejar la enfermedad del cuerpo. Yo quería hacerle caso pero al final la ignoraba.

 Fue al llegar la quinta noche de mi enfermedad, cuando la puerta de la casita se abrió durante una tormenta. La montaña acumulaba seguido bolsas de lluvia y era el primer lugar en el que arreciaba la tormenta, al menos en esa región. En mis desvaríos, no sabía si la tormenta era de verdad eso o si eran un par de titanes peleando afuera. Incluso les pedí varias veces que se callaran, pues no me dejaban descansar. Fue en eso que entro la sombra, sin que yo le pusiese mucha atención.

 No sé porqué, pero esa noche dormí muchas horas, tanto así que al despertar ya estaba bajando el sol de nuevo. Recuerdo que no me moví de la cama pero sí sentí un olor muy particular en el aire. Era un aroma que no había olido desde hacía mucho tiempo. Una ola de calor recorrió mi cuerpo, haciendo sentir de verdad vivo por un breve momento. Era increíble que el olor del chocolate fuese capaz de dar vida, al menos de manera momentánea. Volví a dormir, con una sonrisa en la cara.

 Cuando desperté, la sombra me tenía en su regazo. Me había cubierto con una manta más gruesa que la que tenía en la casita y me sostenía como si fuera un bebé. Quise reírme y, por un tiempo, creí haberlo hecho. Sin embargo, ahora lo pienso y estoy seguro que estaba tan débil que no habría podido reír si lo hubiese querido. En todo caso, sentí que de alguna manera la situación había mejorado, sobre todo cuando la sombra me ofreció chocolate caliente y lo tomé a sorbos, sin más.

 La sombra estuvo conmigo varios días, no sé cuantos con exactitud. Me daba de tomar más chocolate y también comida como queso y pan, pero que sabían frescos y me hacían recordar lo fantástico que podía ser comer. La sombra también cantaba o al menos hacía algo que se le parecía bastante. El caso es que me hacía sentir seguro, como si nunca nada pudiera salir mal. En mis momentos de lucidez, sin embargo, ella nunca estaba. Era como si supiera que debía desaparecer para dejarme mejorar por mi mismo. Me gusta esa sombra, tan cariñosa y respetuosa.

 Al pasar los días, los momentos que tuve con la sombra se hacían cada vez más escasos. Por algún milagro de la naturaleza, empecé a mejorar notablemente. Ella venía cada vez menos y creo que incluso alguna vez la escuché hablar. Su voz, o lo que creo que era su voz, era profunda pero hermosa al mismo tiempo. También recuerdo haber tocado su rostro cuando estaba algo ido y lo único que puedo decir es que sonreí al sentirlo en mi mano, como si supiera quién era.

 Un día, de la nada, dejó de aparecer. Yo ya había mejorado y, en poco tiempo, estuve de pie y de vuelta a los trabajos diarios para evitar morirme de hambre. Casi me desmayo al ver que la sombra no había sido un producto de mi imaginación, pues mi alacena estaba llena de productos frescos y el pequeño cambo en el que sembraba vegetales estaba creciendo de una manera vertiginosa. Sabía que se lo debía a ese ser oscuro, a esa sombra que me había cuidado por tanto tiempo.

 Mejoré mucho y con el tiempo incluso bajé al pueblo y me hice ver de un doctor de verdad. Me dijo que lo que había tenido era grave y que le sorprendía verme vivo del todo. El doctor me revisó muy bien y me sorprendió al anunciar que había encontrado marcas de inyecciones en mis nalgas. Por lo que él podía concluir, solo me habían inyectado dos veces pero al parecer el medicamente utilizado había sido suficiente para combatir la enfermedad. Eso, y los especiales cuidados de la sombra.

 A él no le dije nada de la sombra, porque sabía que no entendería o que creería que me había enloquecido a causa de la enfermedad. Quería hablar con alguien acerca de la persona que me había salvado la vida, pues con cada hora que pasaba estaba más que seguro que no era un producto de mi imaginación sino que se trataba de un ser real, de carne y hueso. Mientras araba el campo o cuando hacía chocolate caliente, pensaba en la sombra y deseaba poder estar con ella de nuevo.

 Sin embargo, nunca regresó. Nunca recibí un mensaje escrito ni una señal de que alguien se acordaba de mí. Solo tenía los recuerdos de lo ocurrido y nada más. Sin embargo, me negaba a pensar que todo había estado en mi mente o que me habían abandonado.

 Pero, con el tiempo, tuve que aprender que tal vez eso era precisamente lo que había ocurrido. Tal vez había sido alguien que me había amado, alguien que quería cuidar de mi una última vez. Tuve que aprender a olvidar y a dejar ir, lentamente, el recuerdo de su voz y su tibia piel.