El primer día que los escuchó hablar, doña
Clotilde no supo determinar de donde venían las voces. Lo primero que pensó,
sin embargo, era que se había vuelto loca. No le dijo a nadie de las voces que
escuchaba todas las noches al acostarse a dormir, en las que pensaba durante
todo el día siguiente. Todos pensarían que por fin había perdido toda conexión
a la realidad y eso no sería nada bueno, en especial en el hogar para adultos
mayores en el que vivía. Un rumor de ese tipo entre el personal y la enviaban
directo al edificio de tratamiento especial.
Ella no quería ir allí pues sabía muy bien que
a los que enviaban allí no los trataban igual. Eran los que vivían hundidos en
una silla de ruedas, todo el día babeando y siendo movidos de un lado al otro,
buscando el calor del sol o el abrigo de la sombra. Las enfermeras los cuidaban
bien, dándoles la comida hecha puré y le hacían masajes para que no tuviesen la
piel lastimada. Clotilde no había llegado a ese punto de su vejez.
Y sin embargo, seguía escuchando las voces.
Incluso, había veces que las escuchaba por la mañana y eso la hacía levantarse
más rápido y salir disparada a la ducha, pues el sonido del agua golpeando el
suelo de plástico era tan fuerte que no dejaba pasar ningún otro y la hacía
sentirse más tranquila. Allí respiraba una vez más y trataba de olvidar
aquellos rumores de otro mundo que escuchaba. Eso sí, estaba convencido que lo
que oía eran voces de muertos.
No le contó nada a su familia en el siguiente
día de visita y la verdad fue su preocupación la distraía tanto que no les puso
mucha atención cuando vinieron. Ni a los niños que buscaban mostrarle sus
hazañas y lo que eran capaces de haces, ni a los adultos que la bombardeaban
con preguntas acerca del sitio y de sus salud. Si hijo incluso pidió hablar con
el doctor del lugar y a ella eso normalmente la hubiese avergonzado pero ese
día solo se retiró a su habitación y no dijo más nada.
Las voces a veces se hacían más claras y otras
veces era imposible saber de que era lo que hablaban. No importa cual de los
dos fuera el caso, la verdad era que ella no entendía que era lo que decían,
incluso siendo en español. Es como si fueran gente de hace mucho… O tal vez
eran del futuro, tal vez tenía algún tipo
de conexión con hechos que jamás habían sucedido.
El asunto de las voces la volvía loca. Tanto
así que tuvo una pelea con su vecina de cuarto, doña Clara. Tenía una de esas
máquinas para humedecer el aire pero estaba vieja y hacía un ruido horrible que
dañaba la conexión de Clotilde con los muertos o quienes fueran. Era gracioso,
pero había cambiado de huirles a querer entender porque se contactaban con
ella, si lo que querían era transmitir un mensaje.
Con la primera persona que habló del tema, fue
con su sicóloga. Era una mujer joven que movía algunos días de la semana y que
se encargaba del bienestar mental de los ancianos. Por supuesto, no era ella
quien trataba a los que babeaban. Ellos tenía su propio loquero para ayudarlos.
Pero la doctora García no era uno de esos sino una profesional de verdad o al
menos eso era lo que parecía ante Clotilde siempre que entraba a su despacho.
Era un chica muy inteligente y paciente.
La primera vez que hablaron de las voces, la
doctora propuso escuchar de verdad a las voces, tratar de ver que era lo que
querían y así saber como podrían desaparecer de la habitación de Clotilde.
También le explicaba a su paciente que, era probable, que las voces en verdad
eran una ficción creada por su cerebro para darle un poco de movimiento a su
vida, tal vez con alguna cosa que había olvidado hace mucho y que su
inconsciente quería recordarle.
Clotilde hizo la tarea y trató, por horas, de
escuchar las voces. Pero su oído, como el de la mayoría de los pacientes, no
era muy bueno que digamos así que lo que podía escuchar era muy limitado.
Escuchaba nombres que no conocía y parecían hablar de cantidades o algo por el
estilo. Era difícil entender pues entre su oído y otros sonidos que
contaminaban lo que se escuchaba en su cama, era muy complicado y más para
alguien que no confiaba para nada en sus orejas.
Lo poco que entendió se lo contó a la doctora
y ella empezó a trabajar desde ahí. Le explicó a Clotilde que las cifras que
escuchaba probablemente hacían parte de un estado muy profundo en su mente en
el que tenía almacenados miles y miles de números: todas las facturas que había
pagado en su vida, cada préstamo y cada deuda. Tal vez eran todos los números
de su vida reunidos de manera confusa para que ella se diera cuenta de todo lo
que había hecho en la vida.
Pero la explicación de la doctora o el gustó a
Clotilde porque ella sentía mucho miedo cuando oía las voces. No tenía ningún
sentido tener miedo de sí misma, estar atemorizada de su voz y de su pasado. Si
era como la doctora decía, sería fácil terminar con ello y volver a tener
noches de paz y tranquilidad en su cama pero eso no podía hacerlo pues ya lo
había intentado varias veces.
No, la doctora podía saber mucho de otras
cosas, pero de sueños y demás no sabía nada. Por eso decidió no contarle a
nadie más y mejor tratar de escuchar lo que decían las sombras. Anotaba en una
libreta las palabras que oía y al otro día trataba de analizar que querrían
decir.
La verdad era que tanta investigación la había
convertido en alguien más activo, mucho más dispuesta a participar en las
actividades que había en el hogar para todas las personajes mayores. Se metió
en todo porque pensaba que estando cansado, lo más seguro es que dormiría como
un bebé. Y eso era lo que quería seguido porque muchas veces no quería escuchar
nada de nada y lo único que deseaba era viajar al a tierra de los sueños sin
tener que estar pensando en palabras sin sentido.
Luego, por un tiempo, ya no hubo más voces y
doña Clotilde volvió a su rutina normal en la que no había nada de especial. Se
sentaba en la sala de juegos y le gustaba tomar algún libro y leer mientras los
demás jugaban alguno de esos muy viejos juegos de mesa o veían programas de
televisión que habían sido rodados hace más de diez años. Al fin y al cabo,
esos eran los que recordaban años después. Lo muy moderno los distanciaba un
poco de todo.
Alegre de no oír más voces, se lo contó a la
doctor García y ella le explicó que eso se debía, seguramente, a que ya había
encontrado la raíz del asunto y que no necesitaba más acoso de su mente pues
había solucionado el principal problema que tenía. Empezó incluso a socializar
un poco con los demás inquilinos del hogar de ancianos y se dio una buena
sorpresa al ver que mucho de ellos eran gente amable, que tenían familias como
la de ella o que incluso venían menos.
Y entonces, conversando con más y más
personas, un viejito llamado Roberto y una anciana de nombre Ruth, le contaron
que durante muchos meses ellos también habían escuchado voces en la cama. Pero
el viejito argumentaba que no podía ser nada del cerebro pues eso no lo pueden
compartir dos personas así como así. Si fuera algo mental, no se podría
escuchar sino dentro de solo uno de los cráneos.
Lo más sorprendente era que ellos dos eran sus
vecinos de habitación y jamás los había visto. A Roberto seguramente era porque
se despertaba tan temprano y se acostaba tan a las ocho en punto, que era complicado
verlo por ahí. Y Ruth era una de las pocas en el asilo que debía usar silla de
ruedas todo el tiempo, a aceptación de la zona “especial” y por eso solo salía poco
de su habitación pues no les gustaba la silla.
Los ancianos se hicieron amigos y hablaron
largo y tendido de los sonidos, las voces que habían oído. Jamás se hubiesen
imaginado que se trataba de los enfermeros, en el piso de abajo, que negociaban
drogas con un tipo que se las compraba sin pedir explicaciones. Las voces
subían por la ventilación y creaban el efecto. Pero eso ya era el pasado. Ahora
había cosas mucho más importantes para los inquilinos del asilo.