Cuando lo vi, tuve que detenerme y mirar
alrededor. Ver algo así, con tantos colores y tan llamativo era tan extraño en
este mundo dominado por el gris, el negro y el blanco. ía
nadie alrededor así que rápidamente me agaché, lo tomé con cuidado y me lo
guardé en uno de los bolsillos del abrigo. No me atrevía a tocarlo mucho con
las yemas de los dedos pero lo hice un par de veces de camino al trabajo. Que
hacía allí ese caramelo?
Era bien sabido por cualquier persona mayor de
treinta años que los productos con azúcar habían dejado de existir hacía mucho
tiempo. Una de las grandes pestes del siglo había destruido con voracidad toda
las plantas de las que se extraía el azúcar. No se habían salvado ni los ingenios ni las plantaciones de remolacha. Todo lo que tenía azúcar dentro se había
extinguido. Y sin embargo allí estaba ese caramelo, como desafiando a la
Historia en mi bolsillo.
Cuando llegué al trabajo me puse a hacer lo de
siempre: corregir artículos cortos. Los revisaba para ver si tenían algún error
y luego los reenviaba a mis jefes, quienes organizaban todo lo que saldría en
el periódico del día siguiente. Los artículos siempre eran de lo mismo: las
consecuencia de la guerra que, sin haberlo buscado, había propiciado la
extinción del azúcar y de otros alimentos y animales. Armas químicas y
biológicas salidas de control que nos habían costado mucho a todos.
Ustedes tal vez no lo sepan o no lo recuerden
pero esa guerra, rápida pero difícil de olvidar, fue la causa de la instalaci ón
de variadas dictaduras un poco por todas partes. La gente ya no confiaba en
nada ni en nadie así que hombres más inteligentes habían tomado, sutilmente,
las riendas de las naciones así como de sus economías. La sociedad es hoy poco
más que esclavos de estos nuevos gobiernos.
Y fueron ellos, o eso dicen, que propiciaron
la extinción de tantas especies. Dicen que el miedo es el arma más grande que
hay y creo que eso es verdad. El mundo entró en pánico al ver que todo
alrededor se estaba muriendo y ahí todos imploramos por que parara. Y sí, se
detuvo. Pero costó mucho más de lo que pensábamos. Los que habían causado el
mal, lo eliminaron. Pero ya era demasiado tarde.
Con la democracia murieron grandes extensiones
de bosques, de vida marina y de productos que antes habían sido tan comunes. De
esto hace unos veinte años. Yo era pequeño entonces pero lo recuerdo todo como
si fuera una película dentro de mi cabeza que no puedo dejar de ver, una
película que me obsesiona y me frustra porque no hay nada que pueda hacer al
respecto.
Ese día, después del trabajo, me detuve en el
mercadito que había a una cuadra de mi casa. La verdad es que no es ningún
mercado sino una tienda y una bastante desprovista de cosas. Solo compré una
botellita de jugo de uva (sin azúcar, por supuesto), una bolsa de leche y dos
paquetes de sopa instantánea. Cuando llegué a mi casa me puse a calentar el
agua y me serví algo de leche. Me acerqué a una de las dos ventanas de mi
pequeño apartamento y miré hacia fuera.
Algunas otras personas llegaban del trabajo
pero, pasada una media hora, ya no había nadie en la calle. Esa es otra de las
nuevas reglas: solo se puede circular después de las siete de la noche con un
permiso especial. Hay que pedir permisos para todo en estos días. Lo bueno es que
son bastante fáciles de solicitar si uno en verdad los quiere pero es obvio que
la policía y quien sabe quien más investiga hasta a la abuelita paterna para
decidir si dan o no dan el permiso.
Cuando el agua hirvió, la serví en un bol
grande donde ya había pesto el contenido de una de las sopas instantáneas. Me
senté a la mesa con el vaso de leche y, como adorno, saqué el caramelo del
bolsillo de mi abrigo y lo puse exactamente enfrente mío, cerca de la leche. No
lo quería tocar mucho porque sabía que los caramelos se volvían pegajosos con
el calor o la humedad pero era imposible no mirarlo. Había pasado mucho tiempo
desde que había visto algo parecido y era casi como ser hipnotizado por un
objeto.
Era un caramelo en forma de rueda pero sin un
hueco en el centro. Y por los lados tenía líneas, sutiles tiras de color
blanco. De pronto sonreí. Los colores del pequeño caramelo me llevaron
rápidamente a otro recuerdo, a otro evento que ya había muerto, casi tan rápido
como el atún del Atlántico. Esos colores eran los de la Navidad.
Verán, hoy en día ya no celebramos nada a
excepción, claro está, del día de la Nación. Ese día hay desfiles militares en
todas las ciudad y grupos de ciudadanos organizan fiestas y conversatorios y
conciertos en alusión a la grandeza de nuestro país. No sé si alguien más se da
cuenta pero nuestro país, de hecho ningún país, tiene hoy en día nada de grande.
Es bien sabido que todos estamos muriéndonos de hambre lentamente y no parece
que se pueda hacer nada para impedirlo.
Mi última Navidad fue el mismo año en que vi
el último dulce, antes que este que poseo hoy en día como una reliquia del
pasado. Esa Navidad la pasé en un pueblito, lejos de esta ciudad gris y sucia.
Olía a verde, a pasto y árboles. Había llovido cuando abrí mis regalos. No
recuerdo que eran. Me gustaría poder recordarlo. Lo que sí vuelve a mi mente con claridad es la sonrisa
de mi madre y las carcajadas sonoras de mi padre. Como los extraño…
Ellos murieron a raíz de la hambruna que
siguió a la guerra. Yo me terminé de criar con una hermana de mi padre y luego
empecé a trabajar y a estudiar al mismo tiempo. Esto es lo normal ahora:
cualquier chico o chica de dieciocho años trabaja y estudia. El estudio, o
mejor dicho la carrera, no la elegimos nosotros. Existen unos exámenes que
dejan claro para todos en que se destaca cada persona y según eso asignan la
carrera y después, un puesto de trabajo.
Supongo que está bien que ya no haya
desempleo. Aunque esto es solo porque ya no somos tantos como antes. De pronto
por eso esta ciudad se siente tan seguido como un pueblo fantasma. Casi diez
millones, dicen algunos libros, vivían en esta ciudad. Incluso dicen que era
más verde y colorida antes pero de eso no me acuerdo. Es como si mi mente ya no
concibiera los colores vivos. Y sin embargo, tengo la prueba de que existen.
El caramelo lo guardo en un lugar secreto de
mi casa. No escribo en donde exactamente por si estas palabras cayeran en las
manos equivocadas. Solo digo que lo saco cada cierto tiempo y lo miro, muchas
veces por horas. Ver algo tan pequeño, tan único, me hace pensar que hay mucho
más en el mundo de lo que podemos ver o, por lo menos, lo había.
Se podría decir que el
caramelo ha mejorado un poco mi vida. En esta sociedad no es deseable ser
alguien muy feliz pero siempre está bien visto que las cosas que hagas se hagan
con gana. Y el caramelo ha hecho eso por mi. No sé si es esperanza pero ese
pequeño objeto vestido de Navidad me ha
hecho ver el mundo de otra manera y creo que eso se refleja en mi entusiasmo en
el trabajo.
Odio lo que hago. Lo detesto. Corregir un
articulo tras otro lleno de afirmaciones estúpidas que a nadie le interesan.
Pero así es este mundo, no hablamos de lo que podría causarnos dolor, sea en el
alma o en el cuerpo. Simplemente lo evitamos y seguimos de largo, como si nada
hubiera pasado y muchos creen que así es.
Hay días que llego a
casa y corro para ver si el caramelo todavía existe. Y cuando lo veo a veces
lloro, desesperado. Recuerdo a mis padres y los extraño. Entonces me golpea la
realidad: tengo casi cuarenta años y no tengo hijos ni pareja. Eso es casi
intolerable en esta sociedad. Pero no me importa. No quiero compartir con nadie
todo lo que siento porque todo esto es mío y solo yo tengo derecho a sentirlo.
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