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jueves, 29 de enero de 2015

Azúcar

  Cuando lo vi, tuve que detenerme y mirar alrededor. Ver algo así, con tantos colores y tan llamativo era tan extraño en este mundo dominado por el gris, el negro y el blanco. . No había nadie alrededor así que rápidamente me agaché, lo tomé con cuidado y me lo guardé en uno de los bolsillos del abrigo. No me atrevía a tocarlo mucho con las yemas de los dedos pero lo hice un par de veces de camino al trabajo. Que hacía allí ese caramelo?

 Era bien sabido por cualquier persona mayor de treinta años que los productos con azúcar habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Una de las grandes pestes del siglo había destruido con voracidad toda las plantas de las que se extraía el azúcar. No se habían salvado ni los ingenios ni las plantaciones de remolacha. Todo lo que tenía azúcar dentro se había extinguido. Y sin embargo allí estaba ese caramelo, como desafiando a la Historia en mi bolsillo.

 Cuando llegué al trabajo me puse a hacer lo de siempre: corregir artículos cortos. Los revisaba para ver si tenían algún error y luego los reenviaba a mis jefes, quienes organizaban todo lo que saldría en el periódico del día siguiente. Los artículos siempre eran de lo mismo: las consecuencia de la guerra que, sin haberlo buscado, había propiciado la extinción del azúcar y de otros alimentos y animales. Armas químicas y biológicas salidas de control que nos habían costado mucho a todos.




 Ustedes tal vez no lo sepan o no lo recuerden pero esa guerra, rápida pero difícil de olvidar, fue la causa de la instalacin de ﷽﷽﷽﷽﷽, fue la causa de la instalaciuerden pero esa guerra, r periodicotos con azucar bajo. Que hacón de variadas dictaduras un poco por todas partes. La gente ya no confiaba en nada ni en nadie así que hombres más inteligentes habían tomado, sutilmente, las riendas de las naciones así como de sus economías. La sociedad es hoy poco más que esclavos de estos nuevos gobiernos.

 Y fueron ellos, o eso dicen, que propiciaron la extinción de tantas especies. Dicen que el miedo es el arma más grande que hay y creo que eso es verdad. El mundo entró en pánico al ver que todo alrededor se estaba muriendo y ahí todos imploramos por que parara. Y sí, se detuvo. Pero costó mucho más de lo que pensábamos. Los que habían causado el mal, lo eliminaron. Pero ya era demasiado tarde.

 Con la democracia murieron grandes extensiones de bosques, de vida marina y de productos que antes habían sido tan comunes. De esto hace unos veinte años. Yo era pequeño entonces pero lo recuerdo todo como si fuera una película dentro de mi cabeza que no puedo dejar de ver, una película que me obsesiona y me frustra porque no hay nada que pueda hacer al respecto.

 Ese día, después del trabajo, me detuve en el mercadito que había a una cuadra de mi casa. La verdad es que no es ningún mercado sino una tienda y una bastante desprovista de cosas. Solo compré una botellita de jugo de uva (sin azúcar, por supuesto), una bolsa de leche y dos paquetes de sopa instantánea. Cuando llegué a mi casa me puse a calentar el agua y me serví algo de leche. Me acerqué a una de las dos ventanas de mi pequeño apartamento y miré hacia fuera.

 Algunas otras personas llegaban del trabajo pero, pasada una media hora, ya no había nadie en la calle. Esa es otra de las nuevas reglas: solo se puede circular después de las siete de la noche con un permiso especial. Hay que pedir permisos para todo en estos días. Lo bueno es que son bastante fáciles de solicitar si uno en verdad los quiere pero es obvio que la policía y quien sabe quien más investiga hasta a la abuelita paterna para decidir si dan o no dan el permiso.

 Cuando el agua hirvió, la serví en un bol grande donde ya había pesto el contenido de una de las sopas instantáneas. Me senté a la mesa con el vaso de leche y, como adorno, saqué el caramelo del bolsillo de mi abrigo y lo puse exactamente enfrente mío, cerca de la leche. No lo quería tocar mucho porque sabía que los caramelos se volvían pegajosos con el calor o la humedad pero era imposible no mirarlo. Había pasado mucho tiempo desde que había visto algo parecido y era casi como ser hipnotizado por un objeto.

 Era un caramelo en forma de rueda pero sin un hueco en el centro. Y por los lados tenía líneas, sutiles tiras de color blanco. De pronto sonreí. Los colores del pequeño caramelo me llevaron rápidamente a otro recuerdo, a otro evento que ya había muerto, casi tan rápido como el atún del Atlántico. Esos colores eran los de la Navidad.

 Verán, hoy en día ya no celebramos nada a excepción, claro está, del día de la Nación. Ese día hay desfiles militares en todas las ciudad y grupos de ciudadanos organizan fiestas y conversatorios y conciertos en alusión a la grandeza de nuestro país. No sé si alguien más se da cuenta pero nuestro país, de hecho ningún país, tiene hoy en día nada de grande. Es bien sabido que todos estamos muriéndonos de hambre lentamente y no parece que se pueda hacer nada para impedirlo.

 Mi última Navidad fue el mismo año en que vi el último dulce, antes que este que poseo hoy en día como una reliquia del pasado. Esa Navidad la pasé en un pueblito, lejos de esta ciudad gris y sucia. Olía a verde, a pasto y árboles. Había llovido cuando abrí mis regalos. No recuerdo que eran. Me gustaría poder recordarlo. Lo que sí  vuelve a mi mente con claridad es la sonrisa de mi madre y las carcajadas sonoras de mi padre. Como los extraño…

 Ellos murieron a raíz de la hambruna que siguió a la guerra. Yo me terminé de criar con una hermana de mi padre y luego empecé a trabajar y a estudiar al mismo tiempo. Esto es lo normal ahora: cualquier chico o chica de dieciocho años trabaja y estudia. El estudio, o mejor dicho la carrera, no la elegimos nosotros. Existen unos exámenes que dejan claro para todos en que se destaca cada persona y según eso asignan la carrera y después, un puesto de trabajo.

 Supongo que está bien que ya no haya desempleo. Aunque esto es solo porque ya no somos tantos como antes. De pronto por eso esta ciudad se siente tan seguido como un pueblo fantasma. Casi diez millones, dicen algunos libros, vivían en esta ciudad. Incluso dicen que era más verde y colorida antes pero de eso no me acuerdo. Es como si mi mente ya no concibiera los colores vivos. Y sin embargo, tengo la prueba de que existen.

 El caramelo lo guardo en un lugar secreto de mi casa. No escribo en donde exactamente por si estas palabras cayeran en las manos equivocadas. Solo digo que lo saco cada cierto tiempo y lo miro, muchas veces por horas. Ver algo tan pequeño, tan único, me hace pensar que hay mucho más en el mundo de lo que podemos ver o, por lo menos, lo había.

Se podría decir que el caramelo ha mejorado un poco mi vida. En esta sociedad no es deseable ser alguien muy feliz pero siempre está bien visto que las cosas que hagas se hagan con gana. Y el caramelo ha hecho eso por mi. No sé si es esperanza pero ese pequeño objeto vestido de Navidad  me ha hecho ver el mundo de otra manera y creo que eso se refleja en mi entusiasmo en el trabajo.

 Odio lo que hago. Lo detesto. Corregir un articulo tras otro lleno de afirmaciones estúpidas que a nadie le interesan. Pero así es este mundo, no hablamos de lo que podría causarnos dolor, sea en el alma o en el cuerpo. Simplemente lo evitamos y seguimos de largo, como si nada hubiera pasado y muchos creen que así es.


 Hay días que llego a casa y corro para ver si el caramelo todavía existe. Y cuando lo veo a veces lloro, desesperado. Recuerdo a mis padres y los extraño. Entonces me golpea la realidad: tengo casi cuarenta años y no tengo hijos ni pareja. Eso es casi intolerable en esta sociedad. Pero no me importa. No quiero compartir con nadie todo lo que siento porque todo esto es mío y solo yo tengo derecho a sentirlo.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Volver al presente

Sabíamos que así debía de ser, tarde o temprano. Lo habíamos hablado tantas veces durante los últimos años que ya era rutinario invertir al menos media hora al día reflexionando al respecto. Como volveríamos y en que condiciones?

Eric era quien más hablaba de ello, yo prefería vivir mi vida como estaba y no como iba a ser. Después de casi cinco años, teníamos una pequeña casa en un valle remoto y gracias a nuestros amigos, que habían fallecido hacía poco, teníamos un gran rebaño de ovejas con el que podíamos subsistir.

Yo me encargaba de los animales y Eric se había dedicado a crear un pequeño huerto y a vender lo que salía de allí en un pueblo cercano. Gracias a nuestros amigos, habíamos podido conseguir documentos falsos. Y como Eric era alto y algo rubio, no tenía problemas cuando se acercaba a los demás habitantes del valle. Yo prefería mantenerme lejos, no porque fuera a ser evidente que no era del lugar, sino porque lo prefería así.

Mientras paseaba al rebaño, me gustaba sentir el frío viento en la cara y sentirme único en el mundo, alejado de todo lo que no quería recordar. Pero era inevitable que los recuerdos llegaran a nuestras mentes cada cierto tiempo: recuerdos de nuestras familias, lo que habíamos vivido en nuestra travesía y los horrores de los que oíamos de vez en cuando.

La guerra había seguido y no parecía que la Confederación quisiera detenerse en sus planes de expansión. Ya era bien conocido que las Américas y parte de Europa habían caído y habían rumores de que África pudiese ya estar bajo su control. No quedaban muchos que pelearan y no había manera de oír noticias del otro lado. Al fin y al cabo el país estaba parcialmente ocupado y era obvio que no querían que supiéramos más de los necesario.

Tras una discusión particularmente aireada en la que Eric creía que era cada vez más necesario que regresáramos y yo decía que el mundo estaba mejor con nosotros a un lado, él salió de la casa tirando la puerta. Yo lo amaba y por lo mismo no podía admitir que regresáramos a un campo de batalla, donde uno o los dos podríamos morir.

Para mi sorpresa, Eric regresó al cabo de una hora. Cuando estaba de mal humor, normalmente iba al pueblo y luego volvía y eso tomaba mucho más tiempo. Pero allí estaba y detrás había una mujer rubia, hermosa. Parecía modelo de las revistas de antes.

Se presentó: su nombre era Helga Rottmiller. Era ciudadana alemana y había desembarcado en la isla hacía poco. Según lo que decía, trabajaba para la resistencia en Europa y tenía como encargo reclutar gente para la causa. Había escuchado de nosotros y había pensado que éramos los candidatos perfectos.

Yo iba a hablar pero Eric me interrumpió. Al parecer ya habían discutido el asunto afuera. Él decía que apoyaba a la resistencia pero que solo dejaría Islandia si hubiera razones de peso para irse. Le decía a la mujer que las noticias no eran alentadoras y que no quería arriesgar lo que había logrado por algo sin futuro.

Tengo que decir que su pequeño discurso me alegró. Tanto así que le tomé la mano sobre la mesa y se disipó cualquier rastro de las discusiones que habíamos tenido. No en vano habíamos hecho tanto para venir hasta allí y era feliz sabiendo que él pensaba igual que yo.

La mujer nos dijo que las noticias no eran tan malas: los chinos habían derrotado a la Confederación un par de veces y otros países también resistían con fuerza. Les contaba que Alemania estaba ocupada por ellos y que la central de la resistencia estaba en Donetsk, en territorio todavía en disputa.

Dijo que la Confederación estaba debilitada ya que en su mismo territorio habían surgido varios movimientos rebeldes y, en su opinión, era imposible extinguirlos todos. Era inevitable la caída del imperio. Les dijo que volvería al continente en cuatro días. Les dijo el lugar donde atracaría el barco si querían ir con ella y se fue, sin decir más.

Esa noche, no hablé con Eric aunque nuestras manos se mantuvieron unidas casi todo el tiempo. Al día siguiente me sorprendió ver que no estaba en el huerto sino en la cocina. Había cocinado el desayuno para ambos y cuando lo comimos solo hubo sonrisas y bonitos recuerdos e historias cómicas.

Me acompañó a pasear al rebaño y el la colina más alta me dio un beso como hacía mucho no lo hacía y me pidió perdón por pelear y por buscar más de lo que ya tenía. Le dije que no debía pedirme disculpas. Yo tampoco había sabido manejar la situación.

Entre las ovejas comimos algo y vimos el atardecer y al bajar a la casa bailamos recordando música de nuestra juventud y cantando alegremente. En la noche hicimos el amor y recordé porque lo amaba tanto.

El día siguiente fue igual de perfecto y el día después de ese tuvimos que hablar de lo que urgía: o nos íbamos con la mujer extranjera y peleábamos por nuestro país o nos quedábamos allí y veíamos como sucedían las cosas a una distancia prudente.

Había argumentos en pro y en contra de cada opción y las contemplamos todas, juntos, queriéndonos más que nunca. Llegada la noche, me acerqué a Eric y le dije:

 - Te acuerdas de como nos conocimos?

Claro que se acordaba. Eramos terroristas en ese momento y nos habíamos conocido al tener una causa en común. Queríamos libertad. Queríamos vivir en nuestra tierra, juntos, libres de verdad. Eramos más jóvenes, de hecho parecían recuerdos remotos, y teníamos una visión más esperanzadora que la que teníamos en Islandia.

Al otro día alistamos todo con rapidez. Eric habló con un granjero que vivía cerca y le confío nuestras ovejas. La casa la cerramos con llave y, en silencio, nos tomamos de la mano y nos despedimos de ella. Había sido nuestro pequeño paraíso y jamás podría retribuirle a esta tierra lo que había hecho por mi.

En el pueblo pedimos prestada una moto a un amigo de Eric quien la dio sin preguntas y llegamos a la zona acordada tras una hora de viaje. Dejamos la moto en la carretera y bajamos a la rocosa playa a pie. Allí había un barco pesquero viejo y nos reímos. La ironía de la vida: salir como llegamos.

Abordo había un hombre grande y gordo que nos saludó con gracia. También estaba la mujer rubia y dos personas que había podido reclutar, ambas mujeres. Según nos contaba, les habían quitado a sus hijos para ponerlos a luchar lejos y querían venganza. Solo les sonreí porque no quería involucrarme en eso. Yo no quería venganza, quería paz en mi vida.

Y así zarpó el barco, cobijado por la neblina de la noche. Lo que pasó el siguiente año cambió mi vida para siempre y me haría pensar mucho en el poder que tienen las decisiones, tanto las que tomamos como las que toman por nosotros.