Las llamas pastaban por la llanura, sin
importarles mucho lo que pasara a su alrededor. Bajaban la cabeza con calma y
mordían una buena cantidad de pasto. A veces masticaban con la cabeza baja,
otras veces lo hacían con la cabeza en alto, pero el caso es que comían y
comían sin que nada ni nadie las molestara. La llanura en la que vivían tenía
la más maravillosa vista, rodeada de montañas escarpadas con picos nevados y
cañones estrechos que se extendían por varios kilómetros. Y la gran mayoría de
los habitantes de la zona eran llamas.
Eso a excepción de quienes hacían pastar a las
llamas. Rascar era el nombre del pequeño niño indígena que debía cuidarlas
mientras comían. Él era también quien las llevaba hasta la alta llanura y el
que las tenía que dirigir hasta la finca una vez el día hubiese terminado. Era
un ciclo eterno que él había heredado de su hermano mayor, que ahora ayudaba al
padre a esquilar las llamas para vender sus preciosos pelajes en el mercado del
pueblo más cercano, a unos ciento veinte kilómetros de allí.
Rascar siempre había querido ayudar a su
padre, desde su más tierna edad, y sabía que tarde o temprano tendría que
hacerlo. No era inusual que en una familia dedicada a las llamas todo el mundo
cooperara. Su madre también hacía su parte, organizando los pelajes de manera
que se vieran bien al venderlos, así como limpiando sus impurezas antes de
llevarlos al pueblo. La única que no ayudaba era la bebé, que ya tendría su
momento en el futuro.
Lo que más le gustaba a Rascar de su trabajo
era el elemento de exploración que iba con él. Claro que su padre le había
indicado cuál era el campo donde las llamas debían alimentarse y también le
había dicho que caminos tomar para llegar allí y cuales debía evitar a toda
costa. Pero, en secreto, Rascar había empezado a explorar los alrededores del
campo favorito de las llamas para encontrar otros lugares que tuviesen
potencial para la misma actividad. Al fin y al cabo, su padre siempre hablaba
de tener más llamas.
Lamentablemente, las que tenían no parecían
estar muy interesadas en tener descendencia y hacía apenas un año el único
macho de la manada había muerto sin razón aparente. Sin él, era imposible
esperar pequeñas llamas en el futuro y comprar un macho se salía por completo
del presupuesto de la familia. Aunque ganaban bien con los pelajes, no era un
ingreso tan bueno como para ponerse a comprar una cosa y otra. Al fin y al cabo
había gastos que no se podían evitar, como la comida para la familia, la
gasolina para el vehículo todoterreno que tenían, las vacunas obligatorias para
las llamas y los demás animales de la granja y los gastos extra que pudiesen
surgir.
Y surgían siempre. Como aquella vez en que el
hermano de Rascar se hizo un corte profundo en la pierna un día que arreglaba
el vehículo de la familia. O siempre surgía algo con la bebé, que necesitaba de
atención constante que se traducía en visitas frecuentes al médico. Esas
visitas representaban gastos en más de una forma pero la familia hacía lo
posible para seguir adelante, a pesar de cualquier cosa que les pudiese pasar.
Ellos solo seguían sin ponerse a pensar que podría pasar más adelante. Dios
proveería.
Por eso Rascar pensaba que su ayuda era
simplemente fundamental para que todos pudiesen tener una vida mejor en un
futuro. Si él encontraba campos mejores para las llamas, las pieles serían de
mejor calidad y podrían venderlas más caras. Incluso, y esta idea la había dado
la madre en algún momento, podrían hacer negocio con alguna empresa o tienda de
las ciudades más grandes. Venderle solo a un cliente de manera exclusiva, con
un artículo de alta calidad, podría serles muy beneficioso.
Sin embargo, y como había dicho el padre
muchas veces, soñar nunca costaba nada excepto dolores de corazón y de cabeza.
A veces había que mantener la cabeza en la realidad, en lo que tenían enfrente.
Y la realidad era que todavía había muchas necesidades por cubrir y no había
una formula mágica para hacerlo. Así que, por ahora, debían seguir adelante sin
ponerse a soñar demasiado. Si alguna solución se presentaba frente a ellos, la
analizarían en el momento, si es que se ocurría.
Rascar se pasaba el rato allí en la llanura
alta, mirando las montañas y haciendo precisamente lo que se suponía que no
debía hacer: soñando. Sabía que existían muchas cosas más allá de las montañas,
incluso más allá de las nubes que cubrían toda la región, pero no sabía si
algún día podría conocer nada de eso. La verdad era que le gustaba mucho su
vida como era pero no creía que tuviese nada de malo aprender de otros en otras
partes, personas que tal vez vivieran
existencias parecidas a las de ellos.
En uno de esos días de análisis de la
existencia, Rascar decidió pasear por ahí, saltando sobre hilos de agua que
bajaban hacia los cañones. No había muchos árboles por ahí, así que no había
donde treparse a jugar. Pero sí podía saltar de piedra en piedra y tomar el
agua más fresca del mundo. Fue entonces cuando escuchó algo y subió la cabeza
de golpe. No era el sonido de un pájaro conocido ni los silbidos típicos del viento
entre las montañas. No era una voz ni nada parecido. Era algo que nunca había
escuchado.
Lo vio justo antes de que se estrellara contra
el piso. Se dio cuenta que el ruido había venido del objeto cayendo a toda
velocidad al suelo. Por un momento, pensó que era algo pequeño pero cuando se
acercó al lugar donde había dado a parar, se dio cuenta de que era algo grande.
Se echó a reír cuando vio que se trataba de un osito de peluche. Casi tenía la
cabeza arrancada del resto del cuerpo y parecía haberse quemado, tal vez por la
caída.
Estaba a punto de recogerlo del suelo cuando
más sonidos invadieron el lugar. Las llamas se pusieron nerviosas y se
agruparon todas en un mismo circulo compacto. Instintivamente, y recordando las
palabras de su padre, Rascar se alejó del oso de peluche y corrió con sus
animales. Se puso frente a ellas y miró al cielo, donde varias estelas de
colores cruzaban bajo las nubes. Era ya tarde y el efecto era simplemente
maravilloso. Al menos eso pensó el niño antes de darse cuenta de lo que pasaba.
Cayeron más objetos, cerca y también lejos.
Objetos de metal y objeto de plástico, más que nada. No todos eran tan lindos
como el osito: había pantallas como de computadora y también almohadas y
teléfonos. No tenían mucho de eso en la casa pero Rascar sabía como eran. Y
también supo que lo que más hizo ruido fueron las sillas y los pedazos de metal
más grandes. Tuvo que hacer que las llamas se retiraran hacia el camino, puesto
que algunos de los pedazos caían muy cerca de todos ellos.
Antes de emprender el camino de vuelta a casa,
para contarles a sus padres lo que había visto, Rascar se devolvió por última
vez. La verdad era que quería tomar el osito de peluche. Podría pedirle a su
madre que lo arreglara con alguno de sus hilos y podría entonces quedárselo o
compartirlo con su hermanita. Ellos no tenían muchos juguetes, o mejor dicho
ninguno, en casa. No era algo que fuese necesario. Pero ese estaba allí tirado
y no tenía ningún costo adicional para él. Sin embargo, cuando volvió, quiso no
haberlo hecho.
Había muchos más objetos tirados cerca del
oso. Y uno de ellos hizo que Rascar gritara y saliera corriendo para reunirse
con sus llamas. Estuve más rápido que nunca en casa, llorando cuando vio a su
madre en la puerta, abrazándola con fuerza para sentir que podía confiar en
ella.
Estuvo conmocionado hasta que llegó el padre.
Su mirada tenía un efecto particular, que calmaba al instante. El niño les
contó lo que había visto, los objetos caer y al osito. Y les contó también lo
que vio al volver por el muñeco. Era una cabeza humana con los ojos abiertos,
sin cuerpo a la vista.