La fila daba varias vueltas y yo solo miraba
a un lado y al otro, pues no tenía idea de donde debía pararme o que era lo que
debía de hacer. No había buena señalización en el lugar y me tomó un buen rato
darme cuenta que quienes estaban haciendo fila allí querían tomar trenes de
larga distancia a diferentes ciudades en Francia y en otros países cercanos.
Entonces, como pude, encontré internet gratis para mi teléfono y pude concluir
que debía caminar un poco hacia la estación del tren del aeropuerto que me
llevaría hasta la terminal T3. Allí, después de enredarme un poco pues no sabía
hasta que estación iba, tomé un tren que me llevaría a la ciudad. El vagón en
el que entré era viejo y parecía sacado de una película. Incluso había madera
adentro. Me acomodé junto a la ventana y el tren arrancó.
Saliendo del túnel, vi lo primero de París que
recuerdo: campos y edificios industriales y luego barrios que parecían haber
quedado congelados en el peor momento de la posguerra. Parecía también salidos
de películas pero de aquellas que buscan mostrar solo lo malo y no precisamente
el lado romántico de la ciudad. De pronto era porque el invierno había empezado
hacía poco, pero la verdad no estaba nada impresionado con lo que veía. El tren
entró a un túnel de nuevo y eventualmente tuve que hacer cambio en la estación
Gare du Nord. La impresión entonces fue decayendo aún más, pues siempre había
escuchado de los grandes transportes franceses y era difícil respetarlos con el
olor tan fuerte que emanaba de todos lados.
El siguiente tren fue rápido pero me bajé en
la estación equivocada y tuve que esperar largo rato para que pasara un tren en
dirección contraria. Entender los códigos de estos trenes me tomó un tiempo y
la verdad todavía no sé si los terminé comprendiendo. En todo caso llegué sano
y salvo con mi pequeña maleta al hotel que había elegido hacía unos meses. El
barrio era uno de clase trabajadora en el norte de París y el hotel no tenía
ningún atractivo excepto su precio. Esa tarde decidí no salir sino hasta la
tarde pues quería descansar un poco. Dormí largo y tendido y me levanté antes
de oscurecer. El barrio ciertamente era poco acogedor pero el metro estaba
cerca y en unos minutos me acercó al río Sena.
El caudal estaba furioso, probablemente había
estado lloviendo. El agua rugía al lado de los coches que pasaban rápidamente
por un lado y otro. El viento frío me acariciaba la cara y lo único que yo
hacía era tomar una y otra foto para registrar mi llegada a una de las ciudades
más emblemáticas del mundo. En el colegio, que era francés, había oído todas
las historias habidas y por haber y siempre sentí la urgencia de conocer París
de una vez y saber si todo lo que se decía era cierto. No sé si era por el
vuelo o por haber dormido después de llegar, pero todo parecía como sumergido
en una nube. Todo se sentía algo irreal pero a la vez no había duda de que sí
estaba allí.
Caminé hasta la isla de Saint Louis y luego
pasé a la isla de la Cité, donde se alza la catedral de Notre Dame. Siempre
pensé que sería más grande pero es que por detrás la sensación es diferente.
Las mil caras y gárgolas que salen por todos lados son únicas y ver a la gente
subir las torres es bastante entretenido. Creo que en ese entonces el sitio
estaba de cumpleaños pues había una plataforma enorme frente al edificio desde
donde se podían tomar fotos. Tomé varias, también pensando en mi familia, que
vería las fotos tan pronto las pudiese enviar. Entré a la catedral e imaginé
como sería vivir en esos tiempo y agradecí haber nacido en estos. Cuando salí,
una mujer de algún país de los Balcanes me pidió dinero en su idioma, que no sé
cual era. Yo le di una moneda de un euro y ella se fue feliz. Después pensé que
le había dado demasiado.
Según recuerdo, ese día no hice mucho más sino
caminar por esas emblemáticas calles. Al rato sentí ganas de comer algo y creo
que me alimenté, y esto fue durante todo el viaje, de algo comprado en una de
esas máquina del metro. Era más barato que uno de esos café que podía lucir muy
bonito pero tenía precios diseñados para los turistas. Volví al hotel y allí
traté de pensar en mi estrategia para los siguientes días. Había tomado mapas
del lobby y tenía mejor idea de cómo llegar más rápido a los sitios. Creo que
esa noche hablé con mi familia o al menos les escribí algo y me fui a dormir.
Para ser un hotel económico, la cama era estupenda y dormí como un bebé hasta
que la alarma que había puesto me despertó al día siguiente. La idea era no
perder tiempo.
Me vestí rápido, desayuné de nuevo en la
estación del metro y en minutos salía de la boca del metro ubicado en una
pequeña placita a un lado del Museo del Louvre. Estaba lloviznando y, con otros
turistas, hubo que moverse rápido para evitar mojarse demasiado. Cruzando la
calle y un pasaje peatonal, se llega a la majestuosa pirámide que recuerda
tantas películas más. Es una entrada genial a un edificio bastante único, no
solo por lo que tiene dentro sino por su forma. Me sorprendí a mi mismo al
saber que por mi estatus de estudiante no debía pagar nada. Pasé por los
controles y comencé mi aventura por el Louvre que duraría todo ese día. Así es,
vi todas las exhibiciones y todas las salas, sin excepción. Lo malo fue que volví
a comer hasta las seis de la tarde pero lo bueno era mucho más.
Ver tanta historia, tantos elementos
representativos de la humanidad como la conocemos, ciertamente es algo que
llena el alma y da un sentimiento enorme de pertenencia. De pronto por eso es
que tanta gente se enamora de París, porque allí hay tanto de todas partes y de
lo que todos conocemos, que es difícil no quererla de una manera o de otra. Los
días siguientes visité muchos museos más y seguí dándome cuenta que sin lugar a
dudas era un sitio único para la humanidad. No he visitado todo el mundo pero
creo que es de los pocos lugares en los que uno se siente más ciudadano del
mundo que turista.
Visité el Museo de Orsay, también el del Quai
de Branly, el de la Armada (con la tumba de Napoleón) y otros que no recuerdo
ahora pero que seguramente me sacaron una o varias sonrisas. Tomé fotos de
todo, porque uno nunca sabe cuando volverá y comí mejor algunos días que otros.
Una noche, y nunca se me va a olvidar, mi hambre fue bendecida por un pequeño
restaurante japonés que servía arroz con curry. La sopa de ramen estaba
deliciosa pero el acompañamiento de arroz la hacía verdaderamente única. Estaba
todo picante y temí por las consecuencias en mi estómago, pero tenía tanta
hambre y estaba tan rico, que no importó. Otro días comprobaría la superioridad
de los baguettes franceses y de sus quesos, fuesen comprados en supermercados o
en una tienda en el Palacio de Versailles.
Ah sí… Se me olvidaba contarles mi día en
Versailles, un pueblo no muy lejos de París para el que también me levanté
temprano. El palacio, sí o sí, es impactante para cualquiera que lo recorra.
Ver los objetos y recorrer los mismos cuartos que tanta gente poderosa recorrió
siglos atrás, lo hace a uno sentirse especial de una forma extraña. El frío ese
día era aún más fuerte que otros días pero igual recorrí alegremente los
jardines que son enormes y tienen varias estatuas y formas. Algunos estaban
cerrados pero la mayoría se prestaban para la contemplación en silencio y para
las fotografías más artísticas. El recorrido hacia los Trianon, el grande y el
pequeño, es una caminata de las románticas. Casi pude sentir la mano de alguien
que no tenía a mi lado.
Lloré como un tonto cuando me di cuenta que
estaba solo y no tenía a mi familia ni a nadie al lado. Lloré junto a la granja
que Maria Antonieta se construyó y me pregunté si ella alguna vez lloró en ese
mismo lugar. Ese día fue simplemente mágico. La estación de tren para volver
estaba a reventar y no recuerdo que comí ese día. Solo sé que dormí
tranquilamente. Otro día visité el Sacré Coeur y una prostituta en la calle
Blanche me arrastró a su lugar de trabajo pensando que yo tendría dinero. Fue
una escena graciosa que nadie conoce de mi visita a París. Como pude, tuve que
decir que no sin recurrir a desilusionar con la frase “Es que las chicas no son
lo mío”. Aunque a veces me pregunto que hubiese pasado si lo hubiese dicho.
En París me quedé tres semanas. De pronto
mucho o de pronto muy poco pero todos los días excepto el 1 de enero, salí a
caminar. Fuese por las calles de Ivry, por el Sena o por Bercy, fuera para
recorrer el infame Bois de Boulogne, el divertido parque de Disney o los
lujosos barrios del distrito dieciséis, siempre disfrutaba salir a caminar y simplemente
sentir que no era un turista sino que, de alguna manera pertenecía a París y,
en secreto, París me pertenecía a mi. En los más alto de la Torre Eiffel, me
sentí como en un globo aerostático, sobre las nubes y más allá de todo, sin
importar la cantidad de gente que tenía alrededor.
Fueron un poco más de tres semanas de gastar
los zapatos caminando por aquí y por allá, de tratar de descubrir que era lo
que tenía esa ciudad para que todo el mundo, sin exageración, se hubiese
enamorado de ella. Y la razón, simple y llana, es que tiene una partecita de
todos nosotros. Sea cual sea el aspecto que llame de nuestro ser, París lo tiene
en algún lado. Si es el hambre por descubrir, el placer, la diversión, el
romance, la aventura, el volver a ser niño o simplemente ese gusto por abrir
los ojos y asombrarnos con todo. París está ahí y necesita que todos la
visitemos al menos una vez para que podamos respirar mejor y recordar que nos
enamora de este mundo.