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miércoles, 5 de diciembre de 2018

Gato de ciudad


   La noche caía y el ruido en toda la ciudad aumentaba, sobre todo cerca de las grandes avenidas y de los centros de entretenimiento que empezaban a llenarse con más y más gente que iban y venían, riendo y hablando, gastando y comiendo. El viernes era siempre lo mismo, un caos con una resolución siempre igual. Era parte del alma de la ciudad y casi no había manera de cambiarlo. Era una de sus realidades y tal vez una de las más conocidas pero ciertamente no la única.

 En un barrio cerca de uno de los distritos de entretenimiento, un gato de color gris con rayas negras cruzaba las calles de un andén al otro, mirando con detenimiento cualquier ser humano o automóvil que pudiese cruzársele. Para poder pasar de un lado a otro de una calle más transitada, tuvo que esperar un buen rato hasta que por fin no hubo vehículos y pudo pasar moviendo su cola de un lado al otro. Llegó a su destino muy pronto: un puente que unía dos colinas por encima de un pequeño valle de casas.

Normalmente, la zona se llenaba de seres humanos que tomaban fotos del puente y desde él, pero a esas horas del viernes, cuando la noche empezaba, por esos lados no había ni un alma. Solo estaba el gato que se subió a la baranda del puente y se sentó allí, a mirar hacia lo lejos. Para él, tanto como para los seres humanos, la vista desde el lugar era simplemente hermosa. No solo por el impacto visual de ver casa justo debajo, sino porque más allá había un hermoso parque verde y luego un río de aguas potentes.

 El gato había recorrido la ciudad de cabo a rabo, a través de su vida como gato de la calle. A veces se quedaba en las casas de algunos humanos, pero no soportaba el hecho de estar encerrado por cuatro paredes. Le parecía una limitación ridícula y el hecho de que algunos de sus compañeros felinos les gustara esa idea, le parecía casi un insulto. En su mente, los gatos tenían que ser libres, para poder hacer lo que más les gustara sin tener que justificarse ante nadie, sin importar cuanta comida recibieran por el cautiverio.

 Mientras movía la cola con suavidad, sintió la presencia de algunos humanos. Estuvo listo para salir corriendo pero no hubo necesidad. Solo rieron, tomaron algunas fotos, rieron más y se fueron hablando de cosas de humanos. Normalmente siempre había uno que decía algo más o que se acercaba a intentar acariciarlo y, dependiendo del momento, el gato podía aceptar la interacción o simplemente irse. Pero fue una fortuna que no pasara nada esa vez porque ese día tenía que quedarse allí, mirando y mirando hasta que lo que iba a pasar tuviese lugar, no importaba el momento.

 Casi se lo pierde por culpa de los humanos y sus cámaras. Cuando volteó a mirar el parque y el río, vio con placer un destello algo débil que indicaba precisamente lo que estaba buscando. El destello fue permanente y luego se apagó para encenderse una vez más. Parecía que algo andaba mal pero no demasiado como para el destello se detuviera del todo. Observó la luz por un buen rato, hasta que por fin se apagó y no volvió a encenderse. La duración era la adecuada y el momento justo, debía proseguir.

 Bajó de la baranda del puente y caminó presuroso hasta una de la calles más cercanas. Esa calle bajaba de manera brusca haciendo un ligero giro, hacia la parte baja, un poco más allá del puente y muy cerca del parque. El gato aceleró el paso, aprovechando la completa ausencia de ruidos provenientes de la humanidad. Era un poco extraño que ninguno de ellos se hiciese notar, pero había ocasiones en que los seres humanos hacían cosas que a los gatos podían parecerles como magia o algo por el estilo.

 Cuando llegó al final de la calle, no se detuvo sino que enfiló directamente hacia la espesura del parque. No era el lugar más alegre del mundo para meterse de noche, pero había que cortar por allí para poder llegar hasta el río. Lo malo del parque de noche no era solo la presencia de seres humanos más insoportables que otros, sino que con frecuencia existía la posibilidad de encontrarse con criaturas que no tenían nada que ver con la vida en la ciudad. Era un poco insultante que invadieran todo, sin más.

 Una vez, el gato había tenido que luchar por un pedazo de comida que había encontrado por sí mismo con una cosa que parecía gato pero era más grande y peludo. Tenía como manchas en los ojos y unas manitas que le recordaban a las manos de los seres humanos pequeños. Era una criatura increíblemente rápida y agresiva, tanto que logró rasgar el pelaje del pobre gato varias veces. Por fortuna, una de los humanos buenos lo había curado pues lo encontró en el parque al día siguiente de la pelea.

 Además estaban las palomas, de los seres más tontos que el gato hubiese jamás encontrado. Había muchos compañeros suyos que las perseguían e incluso se las comían pero él las encontraba simplemente asquerosas. Eran criaturas sucias, que no tenían ningún problema en comer cualquier cosa que se les pusiera enfrente, incluyendo a otras palomas. Eran seres tan tontos que huían siempre de los humanos a pesar de que estos casi siempre solo querían alimentarlas. Le parecía que seres tan tontos como esos no tenían lugar en un lugar tan hermoso como el parque y tampoco en su estomago.

 Sin embargo, esa noche el parque estaba bastante solo y en calma. No había bestias locas tratando de robarles a otras ni las palomas parecían tener mucho interés en hacer nada más sino buscar semillas aquí y allá. Cuando estuvo del otro lado de la zona verde, el gato se dio cuenta que primero debía cruzar una avenida enorme antes de poder llegar hasta el río. Tuvo que esperar mucho tiempo para poder hacerlo, habiendo intentado en varias ocasiones pero teniendo que devolverse cada vez por el paso de algún vehiculo.

 Cuando por fin estuvo del otro lado, vio que había otro parque cerca del agua, como hundido junto a la avenida. Pero no era un parque bonito, como el que había cruzado hacía un rato. Era uno de esos hechos por humanos, con un montón de cosas que no eran naturales. De hecho, era obvio que era entretenimiento exclusivo para ellos, porque de una parte de ese sector provenía un ruido estridente al que el gato que no quería acercarse ni por error. Por eso siguió la avenida hasta un puente.

 Era la única manera de cruzar el río, por lo que subió al borde del puente y caminó cuidadosamente. No era como el del barrio en el que vivía sino más grande y más grueso. Lo que pisaba al caminar eran grandes rocas frías y lo que iluminaba el sector eran lámparas de un color bastante extraño, apagado, casi triste. Sin embargo, el puente no era muy largo y su recorrido terminó muy pronto. Miró hacia atrás, para ver cómo se movía el agua en la oscuridad. No le gustaba mucho la idea de caer allí algún día.

 Se detuvo un momento y comprendió que la luz había venido de un lugar muy cercano al puente, por la calle lateral que bordeaba el río. Era un barrio muy silencioso, con casitas y no edificios como al otro lado del agua. Se sentía como un lugar diferente, casi como si hubiese cambiado de ciudades para llegar hasta allí. Era agradable sentir que se estaba en un lugar nuevo, algún sitio en el que pudiese intentar nuevas cosas y vivir de una nueva manera. Había mucho por hacer en el mundo y muy poco tiempo para hacerlo.

 Pasados unos minutos, vio que de ese lado no había parque, solo un viejo muelle casi desmantelado. Con cuidado, caminó por la madera vieja y se encontró, a medio camino de la punta, con una linterna de mano, muy pequeña, tirada en ese preciso lugar. La olió y la tocó: estaba caliente.

 Cuando se dio la vuelta, una gata blanca lo miraba desde la calle. No lo llamó ni hizo ningún gesto, solo corrió hacia el otro lado de la calle y de pronto se detuvo, mirándolo de nuevo. No tenía que hacerlo dos veces para que él entendiera. La aventura apenas empezaba.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Decisión


   Estaba decidido. Apenas me desperté ese día, supe que lo tenía que hacer. Ya no había sombra de dudas, ya no había razón para seguir postergándolo o para pensarlo más de lo que ya lo había hecho. Nada me detenía. Por mucho tiempo había sentido una molestia por todo el cuerpo, dentro de mi cerebro, pero como iba y venía solo le ponía atención cuando de verdad me hacía sentir muy mal, cuando ya no la podía aguantar y debía quitármela de encima, como una manta que se aferra al cuerpo, como algo invasivo.

 Pero ya no la sentía así. Esa mañana, les plantee a mi padres un paseo al que iría yo solo. Argumenté que quería ir a ver unas señales pictóricas talladas en piedra para tomarles fotos. No sé porqué me inventé semejante excusa, pues era demasiado elaborada y daba demasiadas pistas. Ellos se alegraron al oír mi idea y pensaron que los estaba invitando. Rápidamente, tuve que decirles que iría con mi amigo, aquel que me había inventado hacía tanto años y que no era más real que Harry Potter o que Cthulhu.

 Preparé ese día lo necesario y me mantuve lo más normal que pude durante todo el día. No quería atraer la atención hacia a mi ni que notaran lo tensionado que estaba a veces, al pensar en lo que iba a hacer. Dicen que si tienes dudas no deberías hacer algo pero solo lo dicen cuando es algo considerado “malo”. Si las dudas son sobre algo “bueno”, te dirán que te lances y que, termine como termine, será una buena experiencia. Es la típica doble moral de la humanidad, que sirve en todos los casos.

 Esa noche casi no pude dormir. El dolor de espalda que tenía era monumental y la cara me había empezado a picar como si hubiese metido de lleno en un matorral lleno de ortiga. Di vueltas y vueltas, pensando mucho. Cada cosa en la que podía pensar apareció en mi mente como si se colara por entre un pequeño huequito. No recuerdo ya si solté algunas lágrimas, si grité en mi almohada o si me levanté en algún momento a lavarme la cara en el baño. Solo sé que por fin me quedé dormido, no sé a que hora.

 Soñé con un campo enorme, verde como nada que hubiese visto en la vida real. El cielo no se veía. Había una capa gruesa de neblina que lo cubría todo y no dejaba ver nada. Yo caminaba dando pasos lentos, tratando de ver lo que no había manera de ver. En algún momento, escuché ruidos que venían del otro lado de la neblina. Al comienzo no supe que era, pero entre más me acercaba, más evidente se volvía de que se trataba de gritos. La piel se me erizó y creo que lo mismo ocurrió con mi piel real. Creo que el sueño duró más tiempo pero ya no recuerdo qué era lo que pasaba o cómo terminó.

 Al día siguiente, me levanté temprano y revisé mi mochila. Tenía todo listo.  Solo me la eché a la espalda y salí de casa. El camino iba a ser largo pero mis pasos no eran los de alguien que duda de lo que va a hacer. Eran pasos seguros, que daba a un ritmo constante, sin un momento de duda. Cuando llegué a la parada de los buses, pedí en mi cabeza que no tomara mucho tiempo para pasar el que me servía. No quería esperar más de lo necesario, no tendría sentido en una situación como en la que estaba.

 No se demoró mucho ni poco, lo normal para una ciudad tan caótica como en la que vivía. La ruta del bus me llevaba directo hacia el borde norte, donde tendría que tomar otro transporte para poder llegar a mi destino final. Todo esto estaba planeado y lo había tenido en cuenta antes. Mientras el bus paraba para dejar o recoger más pasajeros, yo solo miraba por la ventana para apreciar el color azul que tenían las mañanas por allí. Fue entonces que me di cuenta que había llovido y todo parecía tener colores más brillantes.

 Vi subirse ancianos y niños, mujeres solas que iban a trabajos mal pagados y hombres que no parecían muy contentos. Algunos hablaban en voz demasiado alta y otros no tenían a nadie con quien hablar, aunque se les notaba que querían. Me pregunté entonces si todos ellos, no solo los solitarios sino todos, habían pensado alguna vez en lo que yo iba a hacer. ¿Serían sus vidas muy diferentes a la mía y nunca pensarían en algo así? ¿Se los prohibiría su religión, su código moral o sus reglas sociales?

 Hacía mucho frío cuando me bajé para tomar el segundo bus. Ya estaba allí cuando llegué, esperando a llenar su cupo con las personas que llegaran a ese punto de la ciudad. Cuando subí, solo habían unos cuatro asientos ocupados. Me senté por la mitad del bus y esperé, como todos los demás, a que el conductor decidiera que ya había esperado demasiado. No sé cuanto tiempo estuvimos allí, solo sé que al rato estábamos yendo a toda velocidad por la carretera, esta vez sin las limitaciones del tráfico.

 La vista cambió por completo. Antes veía solo edificios y casas, torres de oficinas y comercio. Ahora eran las montañas, verdes y marrones, así como algunas casitas pobres y fábricas que habían expulsado lo más lejos posible para evitar contaminar los pulmones de millones de personas. Estuve una hora allí hasta que por fin llegamos a la parada que me servía y me bajé antes que nadie. Era un camino de tierra solitario el que partía desde la carretera principal y se adentraba en el monte, hacia el bosque y el sitio donde de verdad sí había antiguas rocas talladas por indígenas que ya no existían.

 En mi celular tenía un mapa de toda la zona y solo tuve que mirarlo para saber por donde ir. Primero había que caminar a lo largo del camino de tierra por un buen rato. Así que eso hice, pisando charcos y barro en el recorrido. Hacía mucho frío y pensé entonces que era el día y el lugar perfecto para hacer lo que tenía que hacer. No tenía ni una sola duda en la mente, al contrario. Ese clima y el panorama parecían haber despejado cualquier duda que pudiese haber tenido en ese momento o antes.

 Cuando llegue a la entrada del lugar, vi un letrero y senderos mejor cuidados que partían en diferentes direcciones. Yo debía de tomar el de la izquierda y seguirlo hasta lo más profundo del parque. Tengo que decir que me fastidiaba un poco la idea de hacer todo ese esfuerzo, porque caminar por el sendero podía cansar muy rápido, pero traté de no pensar demasiado en ello. Solo debía seguir y seguir, sin pensar en nada ni tomarme las cosas demasiado personales. Así tenían que ser las cosas, sin importar nada más.

Al final del camino había un hermoso lago cuya superficie parecía casi plana y era oscura como nada. Imaginé que la temperatura del agua debía ser horriblemente fría. Me dieron nervios de solo pensar en caer allí y, solo esa idea en mi cabeza, hizo que empezara a reír de manera estridente. No me tapé la boca ni hice nada para detener las carcajadas, las ganas que tenía de reírme de verdad. Se sentía como algo que había querido salir hacía muchísimo tiempo pero que simplemente no había tenido la oportunidad.

 Caminé un poco más, hacia un grupo de árboles que había a un lado del lago, y allí me senté, quitándome la mochila de la espalda. Inhalé el impecable aire de la zona y miré a mi alrededor. No había ni rastro de seres humanos y los únicos animales presentes eran algunas moscas. Inhalé de nuevo, la sonrisa desdibujándose de mi cara, y fue entonces que decidí abrir mi mochila y sacar lo que había traído. Un frasco, una barra de mi chocolate favorito y mi portátil. Tenía claro el orden de las cosas.

 Las pastillas actuarían en cinco minutos, así que las tomé primero. Se recomendaban sin agua, aunque su sabor era un poco como a tiza o a hierro. Acto seguido, tomé mi portátil y lo lancé al lago con fuerza. Mi como se hundió rápidamente, causando movimiento con algunas burbujas.

 Lo último fue morder la barra de chocolate y probarla por última vez. El sabor se combinaba con el de las pastillas, cosa que no había pensado, pero no importaba ya. Me eché a un lado del lago, saboree el chocolate y cerré lo ojos, esperando que todo terminara lo más pronto posible.

lunes, 29 de octubre de 2018

Allá


   Escondido debajo del vehículo, Juan trataba de controlar su respiración. Era una tarea casi imposible, un reto demasiado grande en semejante situación. Seguía escuchando disparos a un lado y al otro, los gritos se habían apagado hacía tiempo. Parecía que todos se alejaban, pero él no podía moverse de allí. No porque no quisiera, sino porque sus piernas y sus brazos no parecían querer responder. Era el miedo que lo tenía allí, contra el suelo, temblando ligeramente, con sudor frío mojando su ropa.

 Estuvo allí durante varios minutos más, hasta que de verdad se sintió lo suficientemente a salvo como para luchar contra su cuerpo y moverse. No fue fácil, el dolor parecía querer romperle el alma. Sus huesos y cada uno de los ligamentos que los unía lo hacían gemir de dolor. Pero se tragó ese trago amargo y se arrastró de donde estaba hacia la débil luz de la tarde.  No se había dado cuenta de que pronto caería la noche y con ella regresarían los peligros. En ese lugar no era saludable pasear a la luz de la Luna.

 Se recostó un momento en el carro e iba a empezar a alejarse cuando recordó que tenía su chaqueta adentro y, en ella, su billetera con todos los papeles para identificarse. Se volteó a abrir y a coger la chaqueta. Cuando la tuvo en la mano giró la cabeza a un lado y el instinto de vomitar lo asaltó sin que tuviese tiempo de pensar. Lo hizo allí en el coche y luego afuera. Su conductor, con el que había hablado durante un buen tramo del viaje, yacía muerto en su asiento, parte de su cabeza esparcida por el asiento del copiloto.

 No era una imagen fácil de quitarse de la mente y tal vez por eso Juan se alejó con más rapidez de la que hubiese pensado. Sabía que había más cuerpos por allí, de pronto los de las otras personas que habían estado a su lado durante el viaje desde la capital del departamentos hasta el sector donde iban a tener unas charlas de convivencia. Es raro, pero sonrió al pensar en esa palabra porque parecía ser la más inconveniente después de lo sucedido. Solo caminó, sin mirar atrás o a sus pies sino solo de frente.

 Pronto le dolieron los pies. A pesar de tener un calzado apropiado para caminar sobre una carretera sin pavimentar, el estrés durante el tiroteo lo había dejado demasiado cansado. Quiso descansar pero sabía que debía caminar hasta llegar a un lugar seguro. No podía dejarse liquidar tanto tiempo después, de una manera tan estúpida. Caminó como pudo, dando traspiés, con sudor marcado por todas partes y con lágrimas secas en su rostro. Olía el vómito y sabía que probablemente estaba también manchado de sangre. Pero todo eso podía esperar hasta que llegara a alguna parte.

 Tal vez fue dos horas después, o tal vez más, cuando dio una vuelta la carretera y pudo divisar algunas luces a lo lejos. Era un pueblo pequeño, un caserío, pero eso era mejor que nada. Incluso si estaba bajo control de quienes los habían atacado, podría tener tiempo de llamar por teléfono o contactar con su oficina de alguna manera. El celular no lo tenía, pues se lo había dado a una de sus compañeros justo antes del ataque. Ella quería ver si en realidad no había señal y él le había dado el aparato para que se diera cuenta por ella misma.

 Fueron otros quince minutos hasta que se acercó a las casas más cercanas. Pero no golpeó en ninguna de ellas. Tenía que saber elegir, no podía simplemente tocar en cualquier parte pues de pronto podía caer de vuelta en las garras de quienes habían querido matarlo o llevárselo al monte. Caminó hasta escuchar el sonido de gente, en la plaza principal. Era un pueblo horrible, de esos que aparecen de la nada sin razón aparente. Allí no llegaba la civilización y tampoco parecía que les hiciera mucha falta.

 Trató de pasar desapercibido pero la gente de pueblo siempre se fija en los que no pertenecen al lugar. Lo vieron moverse como fantasma y adentrarse en la tienda del lugar. Por suerte, tenía algunas monedas en la billetera y tenían allí un teléfono, de esos viejos, que podía usar para contactarse con su gente. Las monedas apenas alcanzaron para que su secretaria contestara. La había llamado a su casa, porque sabría que no estaría ya en la oficina. Acababa de llegar del trabajo y se mostró asustada de oír la voz de su jefe.

 Sin embargo, puso atención a lo que él pudo decirle en el par de minutos que duró la llamada antes de cortarse. Le preguntó a la mujer de la tienda el nombre del pueblo y ella se lo dio: Pueblo Nuevo. Típico nombre de un moridero. La secretaria tuvo todo anotado y la llamada terminó justo cuando tenía que terminarse. El hombre agradeció a la mujer de la tienda y preguntó que si tenía un baño para que él usara. La mujer lo miró raro pero lo hizo pasar a la trastienda. Al fondo de un largo pasillo había un baño sucio y brillante

   Juan se lavó la cara y tomó un poco de agua. Seguramente no era potable pero eso no podía importar en semejante momento. Enfrentar un mal de estomago parecía algo mínimo después de todo lo que había vivido. Se revisó el cuerpo, mirando si estaba herido de alguna manera, pero no tenía más que raspones y morados por todos lados. La ropa olía horrible pero no tenía con que cambiársela, así que la dejó como estaba, después de tratar de limpiar las manchas más grandes con un poco de agua de la llave. Era inútil pero hacerlo lo hacía sentirse menos mal.

 Como tendría que esperar, salió de la tienda, no sin antes agradecerle a la mujer. Cuando él estuvo en el marco de la puerta, la mujer le ofreció una cerveza, sin costo alguno, para que pudiera recuperar algo de energía. Él sonrió y agradeció el gesto. Se sentó frente a una mesita de metal barato y tomó más de la mitad de su cerveza de un solo golpe. No se había dado cuenta de cuanta sed tenía. Una bebida fría se sentía como un pequeño pedazo de salvación convertido en liquido. Era maravilloso.

 Miró a la gente en el parque, hablando casi a oscuras, a los niños que corrían por un lado y otro, y a la señora de la tienda que limpiaba una y otra vez el mostrador al lado de la caja registradora. Era uno de esos pueblos, en los que la vida parece enfrascada en un eterno repetir, en un rito rutinario que solo se ve interrumpido cuando se les recuerda en qué parte del mundo viven. Porque seguramente muchas de esas personas conocían a los bandidos que habían matado a unos y secuestrado a otros, unas horas antes.

 De pronto eran sus esposos e hijos, sobrinos y tíos. De pronto eran madres o abuelas, o incluso huérfanos. El caso es que todos se conocían o se habían conocido en algún momento de sus vidas. Y ahora vivían en ese mundo que no era sostenible, un mundo en el que no existe la ley y el orden sino que se confía en que las cosas estén bien solo por el hecho de que deben de estarlo. Sí, es gente simple pero eso no significa que sus vidas lo sean. Solo significa que es su manera de enfrentar sus circunstancias.

 Ellos sabían, en el fondo, que vivían en un pueblo condenado con personas que serían su fin. Pero pensar en eso en cada momento de sus días sería un desperdicio de tiempo y de energía. En sus mentes, no había nada que pudiesen hacer para remediar el caos en el que vivían y por eso era que preferían esa existencia pausada, como suspendida en el aire, casi como si quisieran que el tiempo se moviera de una manera distinta. Eran gente extraordinaria pues eran simples y esa era su fortaleza.

 El sonido de un helicóptero se empezó a escuchar a lo lejos y luego se sintió sobre las cabezas de todos. Juan tomó la botella de cerveza y tomó lo último que había en ella de un sorbo. Se puso de pie y salió al parque, viendo como el aparato sacudía los arbolitos que había por todos lados.

 Se posó como si nada en un sitio sin cables ni plantas. Juan se acercó y lo identificaron al instante. Sin cruzar más palabras, el hombre se subió y pronto el aparato volvió al oscuro cielo del fin del mundo, para encaminarse de vuelta a una realidad que estaba tan lejos, que parecía imposible entenderla.

viernes, 5 de octubre de 2018

La ceremonia de Manuk


   El hombre tenía la piel azul, como el color del cielo. Era un poco inquietante, sobre todo porque la mitad de su cara estaba cubierta de pintura negra. Esto era simplemente un maquillaje ceremonial que debían usar todos los hombres de cierta edad. Dejaban atrás los años de la juventud y entraban a los de la adultez, con todas las responsabilidades y deberes que eso conllevaba. Y el primer paso para pasar a esa nueva etapa era ejecutar una de las ceremonias más antiguas de ese pueblo, pasada por generaciones de padres a hijos.

 Las mujeres tenían el suyo propio pero era diferente y los hombres nunca habían sabido de que se trataba. Para ser claros, los hombres no se interesaban por eso ya que en aquella comunidad nadie se metía en los asuntos de los demás, a menos que esos otros lo pidieran de manera expresa. Así que las ceremonias eran casi secretas, aún más cuando se desarrollaban casi en completa soledad. Solo asistían el involucrado y un chamán que, guiado por las estrellas y los animales, llegaba adónde fuera necesitado.

 El joven que cruzaba la selva en ese momento se hacía llamar Manuk, y desde ese momento sabía que se convertiría en el más importante y notable cazador de toda su tribu. Había practicado en secreto, cosa que estaba prohibida, y tenía claro que no había otro futuro para él. Incluso ya tenía sus armas favoritas e incluso había aprendido de las matronas algunas recetas y técnicas para cocinar los animales. No era suficiente para él dar el siguiente paso natural en su vida. Tenía que hacerlo mejor que los demás.

 Como todos los de su tipo, Manuk se había adentrado a la selva con la intención de buscar el lugar donde tendría lugar la ceremonia. Ningún hombre sabía nunca como sería todo el asunto, ni siquiera el lugar o el chamán que estaría presente. Casi todo era un misterio, excepto el hecho de que debían pasar por ese acontecimiento para en verdad ser considerado hombres con una profesión clara. Algunos decían que los dioses eran los que susurraban todos los detalles al oído, pero Manuk de eso no sabía nada.

 Las gruesas y grandes hojas amarillas y purpuras de los árboles bajos se cruzaban por el camino, pero Manuk sabía por donde iba. A diferencia de otros de su tribu, él ya había estado en aquellos parajes. Se escapa en las noches y cazabas serpientes de diez metros y gruesas como un árbol, así como los increíbles conejos, que eran capaces de usar sus orejas para volar lejos de quienes quisieran comerlos. Lo que lo diferenciaba a él de otros era que de verdad le tenía respeto a aquellas criaturas, le fauna original y salvaje de su mundo, los cuidadores originales de su tierra.

 Tuvo que caminar dos días enteros por la selva, sintiendo y escuchando con cuidado todo lo que ocurría alrededor. Recordaba los cuentos de las matronas, en los que varios de los hombres que habían partido a su ceremonia jamás regresaban. Hay que decir que era normal partir luego y empezar una familia lejos de la comunidad central, pero también era una posibilidad la de desaparecer por completo sin dejar rastro. Había algunos que simplemente no estaban hecho para la tarea.

 Manuk sintió, de un momento a otro, un vacío increíble en su interior. Era una sensación preocupante, que lo hacía pensar en mil cosas a la vez. Era como si su cerebro se volviera loco y empezara a mostrarle todos sus recuerdos al mismo tiempo, casi impidiendo el uso de sus ojos o de sus piernas. Cuando se dio cuenta, estaba tirado en la tierra, siendo observado por criaturas peludas desde lo más alto de los árboles.  Los hubiera cazado de la rabia, pero sabía que era necesario seguir.

 Esa extraña sensación había causado en él un efecto bastante extraño: sentía que podía detectar el movimiento de todo lo que lo rodeaba. No se trataba nada más de los animales y el viento, sino del planeta mismo. Era como si ese dolor, esa agonía inexplicable, lo hubiese conectado de manera increíblemente profunda con todo lo que existía a su alrededor. Se sentía raro pero Manuk supo que ese era el punto de todo el viaje. Debía confiar en lo que sucediera, así como en sus más básicos instintos.

 La nueva sensación le hizo ver que había estado caminado en el sentido contrario al que debía dirigirse. Sin tomar descanso, casi corrió por horas, compensando una distancia increíble que había desperdiciado durante los últimos días. No paraba. No le daban ganas de detenerse a descansar, ni tenía hambre ni sed. Solo miraba hacia delante y seguía y seguía, puesto que la meta para él estaba demasiado cercana y no tenía sentido alguno bajar la guardia faltando tan poco y con semejante nueva herramienta a la mano.

 Al siguiente amanecer, Manuk surgió de la selva y fue a dar a una inmensa playa. Él jamás había visto tanta agua junta y sobre todo tan clara y hermosa. La arena del lugar era del negro más profundo y los pies del joven se marcaban con suavidad a cada paso que daba. A lo lejos, pudo divisar unas rocas enormes, tal vez tres veces más grandes que el propio Manuk. Supo que era hacia allí que debía dirigirse, que ese era su destino final y que su vida cambiaría en cuestión de momentos. Su corazón latía muy deprisa, pero no sabía si era por la emoción o por no parar desde hacia horas.

 Cuando llegó a las rocas, se detuvo en seco. El sentimiento extraño que le había llegado en la selva, desapareció sin dejar rastro. La ausencia causó algo de mareó en el pobre Manuk, que cayó de rodillas sobre la arena, a poca distancia del agua. Tuvo ganas de vomitar, pero no tenía nada en el estomago para vomitar. Todo su cuerpo estuvo en pánico y dolor por un momento, esperando que pudiese retomar la misión que había comenzado. Alzó como pudo la cabeza y miró hacia un lado, hacia la piedra más grande.

 De pie, justo al lado de la roca, estaba un hombre muy delgado. El color azul de su piel se había vuelto más intenso, cosa normal en los adultos mayores de la especie. Tenía rayas dibujadas por todo su cuerpo con una tinta amarilla intensa: eso significaba que era el chamán para la ceremonia. No dio ni una sola palabra mientras Manuk se puso de pie como pudo, se acercó al hombre, y agachó su cabeza frente a él en señal de respeto. El hombre, como previsto, puso una mano sobre la cabeza de Manuk y rezó en voz baja.

 Según la tradición, la ceremonia debía tener lugar en el mismo sitio donde se encontraran el chamán y el joven. Así que esa playa de arena oscura y la enorme roca harían de templo por un día. Manuk se arrodilló, como intuyó que debía hacer, y el chamán entonces empezó a invocar a las fuerzas de la naturaleza, pero sobre todo al mar mismo. No siempre se elige el mismo elemento pero estando en la playa era obvio que el mar debía de ser una parte importante de la ceremonia del chico.

 El agua empezó entonces a moverse, a retorcerse casi, estirándose desde la playa hasta acercarse a los dos personajes. Lentamente y como una serpiente, el agua empezó a apretar a Manuk hasta tenerlo por completo en una burbuja a la que le rezaba el chamán. El hombre no parecía impresionado por lo sucedido. Solo seguía con sus oraciones y hacía algunos movimientos extraños, como dirigiendo al agua pero ella ya no se movía. La burbuja envolvía a Manuk y, dentro de ella, él abrió los ojos y la boca.

 Pero no se ahogó. Respiró como el más común de los peces. Irguió bien la cabeza y pareció feliz, como si algo de verdad importante hubiese cambiado en su interior. Su expresión era casi eufórica. Se levantó y la burbuja creció, ajustándose a su talla ahora que miraba de frente al chamán.

 Hubo más rezos y Manuk respondía, en un idioma que ya nadie usaba. Poco después, el agua empezó a retirarse y pronto el joven descubrió que ya no era un niño sino un hombre. El chamán lo bendijo una última vez y se despidió con una sonrisa. Manuk hizo lo mismo, todo el tiempo, de regreso a casa.