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martes, 10 de febrero de 2015

Culpable

   El tren avanzaba tan lentamente, con un ritmo tan pausado y calmado, que no era extraño que Estela se hubiera dormido apenas quince minutos después de dejar la estación. Era de noche pero no se veían luces de ciudades ni de carreteras. Era como si los rieles penetraran una región de sombras y oscuridad eterna. Pero esto no asustaba a los pasajeros. De hecho casi los hacía sentir mejor porque la oscuridad exterior le daba un calor especial al interior del tren.

 Estela miró su reloj y se dio cuenta de que eran las diez de la noche. Como tenía hambre, se puso la mochila en la espalda y caminó hasta el coche restaurante. Allí encontró una mesa de dos sillas al lado de una ventana. Dejó la mochila en la otra silla y se sentó, empezando a ver lo que ofrecían para cenar. Al parecer había elegido un buen momento para venir porque no había mucha gente y porque el coche cerraría en una hora.

 Eligió comer una hamburguesa con papas fritas y un jugo de naranja bien helado. No había comido nada desde el mediodía y hasta ahora su estomago se había molestado en decir algo. Mientras esperaba, se dio cuenta de que varias personas parecían también haber caído en cuenta de que el coche restaurante iba a cerrar ya que casi todas las mesas se llenaron rápidamente. Para cuando el mesero llegó con su pedido, todas las mesas estaban ocupadas. Se dispuso entonces a comer las papas mientras miraba a los demás pasajeros.

 La mayoría era gente que prefería el tren al avión, que obviamente llegaría más rápido al destino. Muchos querían ahorrarse ese dinero o simplemente le tenían pánico a los cielos. Estela lo había elegido porque pensó que así no perdería ningún tiempo real. El tren había salido antes de las nueve de la noche y llegaría bastante temprano, alrededor de las seis de la mañana del otro día. En avión, en cambio, se perdería mucho tiempo haciendo filas y además los horarios cortarían su horario de trabajo y eso no se lo podía permitir.

 Recordando su trabajo, Estela abrió su mochila de la que sacó su celular y empezó a revisar sus correos electrónicos. Fue pasados unos minutos cuando alguien le tocó el hombro y ella, tontamente, soltó el celular que cayó con un golpe sordo sobre la mesa. Quién la había tocado era una mujer, muy hermosa por cierto. Se disculpó por haberla asustado y le preguntó si podría sentarse con ella para cenar. No había más lugar en el coche y tenía ganas de comer algo antes de dormir.

 Estela le sonrió y asintió, cogiendo su mochila y poniéndola entre su silla y la pared. El mesero vino con la carta pero la mujer no la recibió. Sin titubear ni en una silaba, pidió té negro con dos cucharaditas de azúcar blanco, tostadas francesas con bastante canela y fruta picada, de la que hubiera. El hombre asintió y se fue repitiendo la orden para sus adentros. La mujer lo miró con cierto desdén pero luego su rostro fue amable de nuevo y le preguntó a Estela si ella también iba hasta el final de la línea. Estela le respondió que sí ya que tenía asuntos relacionados al trabajo para estar allí. La mujer le respondió que ella no trabajaba pero que le hubiera gustado.

 Durante un silencio que duró algunos minutos, la mujer abrió un pequeño bolso que había traído con ella y de él sacó un cigarrillo y un encendedor. Pero antes de que pudiera hacer algo el mesero vino y le advirtió que el coche restaurante no era una zona para fumadores. De hecho, el tren no tenía ni un solo vagón en el que se pudiese fumar. La mujer no pareció recibir la noticia con mucho agrado pero tampoco dijo nada aunque por su rostro parecía haber sido capaz de estrangular con sus propias manos al pobre mesero.

 Entonces Estela y la mujer, llamada Gracia, empezaron a hablar animadamente. Hablaron de sus vidas, de lo que hacían y de lo que no y de lo interesante que podía ser viajar en un tren. Cuando el mesero trajo la cena de Gracia, ella le agradeció sin mirarlo. Luego, invitó a Estela a comer de su plata y ella hizo lo mismo. Fue bastante bueno, para las dos, encontrarse y tener una oportunidad para charlar relajadamente sin pensar en nada más sino en la comida y el ligero viaje que estaban realizando.

 Resultaba que Gracia había estudiado canto y música pero no había tenido mucho éxito con ello. Lo único medianamente bueno de todo eso, tal como ella decía, era que había conocido a su presente marido gracias a la música. Según Estela entendió, el tipo era representante de varios cantantes y grupos musicales que le propuso a Estela trabajar en el lado de la producción musical. Ella aceptó y, para cuando se casaron, se dio cuenta de que solo iba a ser un ama de casa.

 Decía que eso no tenía nada de malo porque ya se había acostumbrado. Aseguraba haber aprendido a cocinar y juró ser la autora de un pie de limón que encantaría a cualquiera. Pero mientras decía todo esto, Estela pudo notar una expresión muy parecida a la que había hecho mirando al mesero hacía un rato. Estela estaba seguro que esta mujer, bella pero sombría, no era feliz con ningún aspecto de su vida. Era evidente.

 Al poco tiempo se anunció el cierre del coche restaurante por lo que todos los comensales tuvieron que terminar sus comidas, pagar y caminar hacia sus respectivas sillas o literas. Estela y Gracia caminaron juntas, todavía hablando. Estela le contaba de su trabajo y familia a la otra mujer, cosas que la hacían feliz y la llenaban de expectativas pero estaba seguro de que Gracia no le estaba poniendo mucha atención. Todo el camino hasta la silla de Estela parecía estar distraída, como ida por alguna razón. Se despidieron en el vagón de Estela y esta vio a la otra seguir por el corredor y pasar al siguiente vagón.

 Estela aprovechó que no había nadie sentado junto a ella para poder estirarse y así tener un mejor sueño. A la medianoche se apagaron todas las luces del tren, a excepción de las débiles luces del suelo, que eran para las emergencias. Estela pensó en su trabajo una vez más y luego en su familia. Finalmente recurrió al pensamiento que más le gustaba: conocer a un hombre ideal para ella. Eso la llevó a dormirse rápidamente, cubierta con una manta especialmente abrigadora que había traído al tren.

 No podía haber pasado mucho tiempo cuando se despertó de golpe. Las luces se habían encendido pero afuera todavía era de noche y el tren parecía ir más despacio, como si fueran a detenerse pronto. Lo extraño era que estaba segura que no había ninguna parada después de la una de la madrugada. Lentamente y arreglando un poco el pelo, Estela se puso de pie y miró a su alrededor. Buscó su celular para saber la hora pero no lo pudo encontrar por ningún lado.

Otros pasajeros estaban igual de confundidos que ella pero lo más raro era que algunos puestos estaban vacíos, todavía con las pertenencias de la persona que había estado sentada allí hasta hacía algunos minutos. Entonces, se escucharon unos gritos y todos los pasajeros se agolparon contra la puerta del vagón, para poder pasar al siguiente. Allí también había gente asustada y recién levantada. Otra vez un grito pero esta vez nadie se movió sino que se quedaron quietos.

 El grito se había escuchado al tiempo que sentía que el tren se detenía. Más de uno miró instintivamente hacia fuera. Parecían haberse detenido en el medio de la nada pero pronto llegaron oficiales de la policía y, dentro del tren, varios empleados obligaron a los pasajeros a volver a sus asientos y a cerrar las cortinas. Pero antes de que pudieran obligar a todo el mundo a obedecer, los pasajeros vieron como, por un lado del tren, pasaban algunos hombres cargando una camilla y, en ella, un cuerpo cubierto.

 La gente hizo más escándalo entonces. Quien había muerto? Y como? Entonces a Estela el corazón le dio un salto al ver que, siguiendo la camilla, estaba Gracia. Tenía los ojos rojos, al parecer por el llanto. Lo más extraño de todo era que tenía las manos manchadas con sangre. Un hombre la sostenía, diciéndole algo que nadie pudo escuchar. Pero entonces los empleados cerraron las cortinas y todos tuvieron que volver a sus lugares. Pero nadie podía dormir.

 Estela no podía dejar de pensar: sería el cuerpo en la camilla el marido de Gracia? Que había pasado? Porque tenía Gracia las manos cubierta de sangre? Toda la noche Estela pensó en lo sucedido. Cuando bajó del tren en su destino, un hombre la esperaba con un letrero con su nombre.  Pero no era nadie de su empresa. Era un policía quien le dijo que estaba arrestada por el asesinato de un hombre del que ella nunca había oído hablar. El asesinato había ocurrido a bordo del tren y la esposa de la víctima la había denunciado como la asesina.


 Por supuesto Gracia lo negó todo pero entonces el policía sacó una bolsa plástica y la sostuvo frente a Estela: dentro de la bolsita estaba su celular, cubierto de sangre de un lado.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Celebración

Melissa entró a su hogar, cargando dos bolsas del supermercado en cada mano. Las dejó en en el mesón de la cocina y luego se dirigió a su cuarto. Se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes. Mientras lo hacía, pensaba en lo extraño que era que, después de la guerra, el frío se hubiera asentado casi en todas partes. Claro que se sentía calor en el verano pero no se parecía a lo que antes muchos habían conocido. Era como si hiciese falta energía.

La mujer, de unos 40 años, bajó a la cocina y empezó a sacar ingredientes y utensilios para hacer una lasaña de carne molida. Hirvió las capas de pasta, cortó las verduras, coció la carne,... Le tomó más tiempo de lo normal porque hacía años que no hacía nada parecido, pero la ocasión ciertamente valía la pena.

Hoy se cumplían diez años del fin de la guerra y era un día festivo en todo el mundo, sin excepción. Todos habían acordado que la paz se debería celebrar siempre, recordando a quienes habían muerto por culpa de la megalomanía de algunos y la terquedad de otros.

Melissa metió el recipiente con la lasagna en el horno y se propuso a esperar a que estuviera lista sirviéndose una copa de vino. Justo en ese momento, escuchó el timbre de la casa y sonrío. Caminó hasta la puerta, limpiándose las manos en el pantalón vaquero.

Apenas abrió la puerta, un perro le saltó encima, tan grande que casi la tumba. Su dueña lo calmó y le dio un beso en la mejilla a la asustada Melissa. Era Nina, con su perro Capitán. Era de raza gran danés y el tamaño intimidaba a cualquiera, antes de conocer su lado más pacifico.

Melissa llevó a sus invitados al patio, donde dejaron a Capitán para que jugara con varios objetos que la dueña de casa jamás usaba. No había nada peligroso, solo viejos juguetes.

Nina tomó algo de vino con Melissa antes de servir y, para entonces, ya había llegado el otro invitado. Era Clemente, un hombre más joven que ellas pero que apreciaban como... como a nadie.

Los tres se sentaron a la mesa y sirvieron generosas porciones de lasaña, ensalada que Melissa había comprado en el supermercado ya lista y rebosantes copas de vino.

Hablaron primero del clima. Clemente, que vivía a las afueras de la ciudad, decía que en su casa habían tenido que poner calefacción. De hecho, un amigo le había contado que ese era el negocio del año para muchos ya que mucha gente no soportaba el nuevo clima después de la guerra.

Nina estaba de acuerdo. Comentaba que había visto en la televisión niños en India cubiertos de pies a cabeza en bufandas, abrigos y demás. Al parecer, era la primera vez que nevaba en Delhi.

Luego, tras dejar de lado la ensalada y haber tomado al menos dos copas de vino cada uno, siguieron con la lasaña y las noticias recientes.

Melissa les preguntó si habían visto la primera nueva sesión de la ONU y ambos amigos le dijeron que sí. Nadie se lo había perdido. Nuevos países habían nacido y con ello la reconstrucción de un sistema decadente y anticuado. La nueva sesión auguraba buen futuro aunque con más de 230 miembros, era difícil saber como iban a resultar las cosas. Al menos, ya no existía el veto.

Luego hablaron de los documentales sobre la guerra y, por algunos minutos, ninguno dijo mucho. Clemente había participado en ella, combatiendo personas que no conocía. Había matado, de frente y por la espalda, y eso jamás podría olvidarlo. Cuando acabó la guerra, sin una pierna y con varias cicatrices, Clemente fue sentenciado a cinco años de prisión por crímenes de guerra. Y nunca se quejó porque tenían razón.

Melissa había perdido a su hijo y esto había causado el divorcio con el padre del niño. Su hijo, según reportes oficiales, había participado en la creación de una célula terrorista que contemplaba derrocar al demente que se había instalado en el poder. Después de la guerra, se atrevieron a llamarlo criminal y ella lo defendió, creando una asociación de padres y familiares de quienes habían luchado contra el regimen. Allí conoció a Nina.

Ella lo perdió todo: sus hijos, su marido e incluso su hogar, después de que bombardearan su casa durante la invasión. Una hija había sido terrorista y ella con orgullo le decía a todo el que la escuchara, que su hija había estado a segundos de asesinar al hombre más nefasto que había pisado este mundo.

Clemente rompió el hielo, elogiando el sabor de la lasagna. Nina lo secundó y Melissa les agradeció por los cumplidos y cambiaron el tema, esta vez sobre los planes que tenían para la próxima Navidad. La dueña de casa les propuso que se quedaran allí el día antes y el día después de Navidad y así podrían celebrar apropiadamente, adornando todo y cocinando y compartiendo momentos alegres, para no recordar los momentos dolorosos.

Para el postre, Nina había traído un pastel de queso con crema de limón y Clemente había horneado galletas de mantequilla, que su madre le había enseñado a hacer cuando era pequeño. Sirvieron tres platos llenos y comieron con ganas, mientras reían de anécdotas que recordaban, de los últimos días o de la vida.

Dejaron entrar a Capitán y compartieron con él la lasagna, que comió en segundos. Parecía muy contento y lo premiaron con algo de concentrado con sabor dulce, algo que Melissa no sabía que existía pero Nina vendía en su tienda. Después de la guerra, había decidido montar un negocio con gran variedad de productos para mascotas y le iba bastante bien.

A Clemente lo había conocido porque era un carpintero excelente y con tanta lluvia y frío, las reparaciones en casas eran cada vez más frecuentes.

Los tres amigos, que nunca se hubieran conocido si no hubiera sido por una tragedia en común, se despidieron al final de la noche después de haber comido bastante y de haber consumido casi cinco botellas de vino.

Melissa no tuvo que recoger mucho porque sus amigos le habían ayudado. Al rato subió a su cuarto y se acostó en la cama, mirando por la ventana que tenía más cercana. La luz de la luna entraba débilmente por entre las rendijas de la persiana pero ella no pensaba en eso. Pensaba en su hijo y en lo mucho que le dolía no haberlo conocido más, no haber estado con él. Había sido un luchador y lo mejor de todo es que ella sabía que había conocido el amor.

Y con ese último pensamiento, Melissa durmió en calma toda la noche.