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miércoles, 26 de julio de 2017

Un día más

   Al caer, las bombas levantaban del suelo la delgada capa de tierra y suciedad que había ido cubriendo la ciudad durante los últimos meses. Ya no había servicio de recolección de basuras. Ya no había electricidad y el servicio de agua en los domicilios se veía interrumpido durante varias horas todos los días. La calidad del liquido había decaído tanto que no se recomendaba beberla y siempre hervirla antes de usarla para cocinar. Pequeños tanques de gas se repartían para esto pero eran cada vez más escasos.

 Durante un año, el asedio a las fronteras y la destrucción de varias ciudades lejanas habían hecho que la capital se hubiera ido cerrando poco a poco sobre si misma. Ya nadie trabajaba en nada, a menos que fuese para el gobierno. Se pagaba en comida a quienes ayudaran a instalar y construir murallas y equipamiento militar para la defensa y si la gente se enlistaba su familia recibía un trato preferencial, siendo traslada a una casa especial con todo lo necesario en el mundo anterior.

 Claro que esto había hecho que convertirse en soldado no fuese tan fácil como antes. Solo alguien perfectas condiciones físicas era aceptado y si era muy viejo, lo echaban sin dudarlo. Mujeres y hombres hacían filas muy largas para obtener la oportunidad pero muy pocos lo hacían. Cuando la oportunidad llegaba, venía un camión por sus cosas y se los llevaban en la noche, sin escandalo ni espectáculo. Todo en silencio, como si estuviesen haciendo algo malo.

 Sin embargo, el ejercito era lo único que le quedaba al país. No era oficial, pero el gobierno existía ahora solo en papel. El presidente no tenía ningún poder real. Había sido reemplazado por una junta de jefes militares que se pasaban los días construyendo estrategias para poder repeler al enemigo cuando este llegara. Y es que todos esperaban ese día, el día en que los pájaros de acero aparecerían en el cielo y harían caer sobre sus cabezas toneladas de bombas que barrerían el pasado de un solo golpe.

 Cada persona, cada familia, se preparaba para ese destino final. Los más jóvenes a veces fantaseaban con un salvador inesperado que vendría a defenderlos a todos de los enemigos. Pero incluso los más pequeños terminaban dándose cuenta que eso jamás ocurriría. Todavía existía la radio y el internet. Ambos confirmaban, en mensajes poco elaborados pero muy claros, que el mundo estaba en las manos de aquellos que ahora eran los propietarios del mundo. Se habían arriesgado en una jugada magistral y habían resultado vencedores.

 Los vencidos hacían lo que podían para vivir un día más, siempre un solo día más. No pretendían encerrarse en un mundo propio y que los enemigos simplemente no reconocieran su presencia. Eso había sido posible muchos siglos atrás pero no ahora. Con la tecnología a su disposición, el enemigo había ocupado cada rincón de la tierra. Si no enviaban soldados o gente para reconstruir ciudades, era porque el lugar simplemente no les interesaba. Pero no era algo común.

 En los territorios ocupados, los pobladores originales eran sometidos al trato más inhumano. Al fin y al cabo eran los derrotados y sus nuevos maestros querían que lo recordaran cada día de sus vidas. No se usaban las palabras “esclavo” o “esclavitud” pero era bastante claro que la situación era muy similar. No tenían salarios y los hacían trabajar hasta el borde de sus capacidades, sin importar la edad o la capacidad física. Para ellos nada impedía su capacidad de trabajar.

 Fue así como las minas nunca cerraron, lo mismo que los aserraderos y todas las industrias que producían algo de valor. Lo único que había ocurrido era una breve pausa en operaciones, mientras todo pasaba de las manos de unos a otros. De resto todo era como siempre, a excepción de que las riquezas no se extraían de la tierra o se creaban para el comercio. Se enviaban a otros rincones del nuevo imperio y el mismo gobierno, omnipresente en todo el globo, los usaba a su parecer.

 Cada vez había menos lugares a los que llegaran. Si no lo hacían era por falta de recursos, porque no les gustaba darle oportunidad a nadie de escapar o de hacer algún último movimiento desesperado. Si se detectaban células rebeldes en las colonias, se exterminaban desde la raíz, sin piedad ni contemplación. Era la única manera de garantizar, en su opinión, que nunca nadie pensara en enfrentárseles. Y la verdad era que esa técnica funcionaba porque cada vez menos personas levantaban la voz.

 Cuando ocupaban un territorio, usaban todo su poder militar de un solo golpe, sin dar un solo respiro para que el enemigo pensara. Sus famosos aviones eran los primeros en llegar y luego la artillería pesada. El fuego que creaban sus armas era el que derretía las ciudades y las personas hasta que se convertían en cenizas irreconocibles. Sin gobiernos ni resistencia militar alguna, los territorios se ocupaban en días. Todo era una gran y majestuosa maquinaria bien engrasada para concentrar el poder de la mejor manera posible, usándolo siempre a favor del imperio.

 Cuando en la capital sonaron las alarmas, la oscuridad de la noche cubría el país. Las alarmas despertaron a la población y, la mayoría, fue a refugiarse a algún lugar subterráneo para protegerse de las bombas. Los que no lo hacían era porque aceptaban la muerte o tal vez incluso porque querían un cambio, como sea que este viniera. El caso es que la mayoría de personas se agolparon en lugares resguardados a esperar a que pasara el peligro que consideraban mayor.

 Las bombas incendiarias se encargaron primero de los edificios del gobierno. No querían nada que ver con los gobernantes del pasado en sus colonias, así que eliminaban lo más rápido que se pudiera todo lo que tenía que ver con un pasado que no les servía tener a la mano. Los soldados defendieron como pudieron sus ciudad pero no eran suficientes y la verdad era que incluso ellos, beneficiados sobre los demás, no estaban ni bien alimentados ni en condición de pelear con fuerza contra nadie.

 A la vez que los incendios reducían todo a cenizas, las tropas del enemigo golpearon con fuerza el cerco que los ciudadanos habían construido por tanto tiempo. Cayó como una torre de naipes, de manera trágica, casi poética. El ejercito enemigo se movía casi como si fuera una sola entidad, dando golpes certeros en uno y otro lado. El débil ejercito local se extinguió tan rápidamente que la ciudad había sido ya colonizada a la mañana siguiente. Ya no quedaba nada. O casi nada.

 Los ciudadanos fueron encontrados por los soldados enemigos y procesados rápidamente por ellos, con todos los datos necesarios. Pronto fueron ellos mismos usados para reconstruir la ciudad y aprovechar lo que hubiera en las cercanías. Se convirtieron en otro grupo de esclavos, en un mundo en el que ahora había más hombres y mujeres con dueños que personas realmente libres. La libertad ya no existía y muchos se preguntaban si había existido alguna vez fuera de sus mentes idealistas.

 Años después, quedaban pocos que recordaran la ocupación, mucho menos la guerra. Los centro de información eran solo para la clase dominante, a la que se podía acceder a través de largos procesos que muchas veces no terminaban en nada bueno para los aspirantes.


 Pero la gente ya no se quejaba, ya no luchaba ni pensaba en rebeliones. La mayor preocupación era vivir un solo día más. Eso sí que lo conocían y lo seguirían conociendo por mucho tiempo más, hasta el día en el que todo terminó, esta vez para todos.

miércoles, 1 de marzo de 2017

La misión

   Al guardar las cosas en mi mochila, vi de nuevo su camiseta y decidí ponérmela para el gran día. Me quité la que tenía puesta, me puse la otra y doblé la que no iba a usar lo más rápido que pude. En la mochila solo me cabían unas cuatro camisetas, un par de pantalones, tres pares de medias, mis sandalias, cuatro pares de calzoncillos y otro par de objetos que tenía que llevar para todos lados. Usaba los mismos zapatos deportivos todos los días. Alguna vez tendría que lavarlos.

 Pero no sería ese día, no sería pronto. Tenía que mantenerme en movimiento si quería llegar algún día a mi destino. Me dirigí a la recepción del hotel, entregué la llave de mi habitación y dejé atrás el edificio, después de dejar todo en orden. Lo siguiente por hacer era conseguir transporte para la siguiente gran ciudad y para eso haría falta dinero. Así que antes que nada debía pasar por un cajero electrónico para sacar un poco de dinero, lo suficiente para sobrevivir unos días pero no demasiados.

 Caminé algunas calles hasta que llegué a un cajero que no quedaba sobre la calle sino que era de esos que quedan dentro de un cuarto aislado. Los prefería pues no quería que nadie me viera con una tarjeta que no era mía. Técnicamente no era robada pero tampoco era mía, así que lo mejor era evitar preguntas o momentos incomodos. Entré en el cajero e hice todo lo que había que hacer, lo que había hecho durante los últimos dos meses. Pero esta vez hubo un cambio: el retiro no se efectuó.

 En la pantalla apareció un aviso que pronto desapareció. No lo pude leer completo pero, al parecer, la tarjeta había sido bloqueada. Esperaba que algo así sucediera en algún momento pero ciertamente ese no era el mejor para que eso sucediera. En verdad no tenía nada de dinero, solo un billete que había reservado para comprar algo de comer, lo del día y nada más. Salí del cajero, pues había recordado las cámaras de seguridad, y empecé a caminar sin pensar mucho.

 No tenía dinero para el autobús que necesitaba abordar. Y no había una sola moneda en mi cuenta personal. Allí hacía mucho tiempo que no había un solo centavo, así que no era una opción. La cuenta de la tarjeta que utilizaba era la de Marco y sabía muy bien que solo una persona podía haberla bloqueado: su madre. Era lo obvio después de lo que había sucedido. Me arrepentí de no haber sacado todo el dinero antes de irme, para así no tener que preocuparme, pero él mismo me lo había desaconsejado. Porque todo esto era idea de él. Pero ya no estaba para solucionarme los problemas.

 Decidí concentrarme en lo urgente: pagar el billete de autobús. Decidí ir a la estación de buses y allí averiguar cuanto costaba el billete que necesitaba. Lo siguiente era ingeniármelas para conseguir el dinero, esperando que no fuese demasiado. Y no lo era, lo que había guardado para comer era una buena ayuda pero necesitaba el triple. Pregunté si no había boletos más económicos y me dijeron que no. Así que puse manos a la obra y me pasee por todo el terminal ofreciendo mis servicios en todos los comercios.

 Como vendedor, cocinero, limpiador de platos, barrendero,… Cualquier cosa con tal de ganar el dinero suficiente. En algunos lugares me ayudaron y otros me echaron. El caso es que estuve en ese terminal por dos semanas, yendo y viniendo por todas partes, casi mendigando por el dinero. De comer casi no había nada, solo el agua gratis de los lavabos del baño y algún pan duro que me daban por física lástima. De resto, había que aguantar lo más posible y me era fácil hacerlo.

 Cuando por fin tuve lo suficiente para el boleto, me lavé la cara lo mejor posible y fui a comprarlo. Me di cuenta que la vendedora me miraba mucho pues sabía quién era yo, el que pedía trabajo por todos lados, y seguramente pensaba de mí muchas cosas que yo ignoraba y que, francamente, me importaban un rábano. Por fin me dio un boleto. Estuve allí en la hora exacta y abordé el bendito bus de primero. Ese día de nuevo me puse su camiseta, para la buena suerte.

 El viaje era de varias horas, unas doce. El camino era largo y sinuoso. No había contado con marearme, así que cuando empecé a sentirme mal, hice un esfuerzo sobrehumano para quedarme dormido. Era lo mejor pues tener mareo sin nada en el estomago siempre parece doler el triple. Cuando me desperté era de noche y supe que íbamos por la mitad del recorrido. Allí, en mi destino, tendría otra misión asignada por alguien ya muerto. Por un momento, dude en seguir.

 Pero al llegar allí a la mañana siguiente, no había sombra de duda en mi mente. Como no tenía dinero para alojamiento o comida, lo primero que hice fue hacer lo que Marcos me había encomendado hacía mucho tiempo. Caminé como por una hora desde la estación de autobuses hasta que llegué a la playa. Era hermosa, con el mar de un azul casi irreal, las nubes blancas flotando en el cielo y la arena muy blanca y suave. Yo nunca antes había estado allí pero Marcos sí y por eso me había pedido viajar hasta ese lugar, hogar de uno de sus más queridos recuerdos.

 Sin demora, saqué la bolsita de plástico que llevaba en el bolsillo frontal de la mochila y me lo puse entre las manos. Quería sentirlo una última vez antes de dejarlo ir. Hacerlo era una tontería pero al fin y al cabo ese era Marcos o al menos había sido parte de él. De repente me acerqué más al agua, aproveché una ráfaga de viento y dejé ir en él todo el contenido de la bolsa. Una nube gris oscura flota frente a mi por varios segundo y, con cierta gracia, voló mar adentro, dispersándose sobre el agua.

 Me quedé con la bolsa en la mano durante varios minutos, lo que me demoré en procesar todo lo que había estado haciendo. Desde la muerte de Marcos todo había ido de mal en peor. Mejor dicho, todo había vuelto al estado anterior de las cosas, todo era malo y estaba vuelto mierda. Mi vida era un infierno de nuevo y esa misión que me había encomendado era el clavo final en mi vida. Para mí no había nada más allá, no había nada mejor ni peor. Nada de nada en mi futuro, porque no existía.

 Tiré la bolsa en un bote de la basura y caminé por el borde de la playa pensando en él. Recordé su sonrisa y el sonido que hacía cuando algo le gustaba. Tenía registrado en mi mente el olor de su cuello cuando despertaba y el de las salchichas que le gustaba cocinar. Recordé sus zapatos viejos, los que usaba para correr, y también el sabor de su boca que jamás podría olvidar, incluso si lo intentara. Por supuesto, también recordé la razón de porqué había tenido que ir hasta allí.

 Esa playa había sido el escenario del recuerdo más feliz de la infancia de Marcos. Me había contado una y otra vez como su madre y su padre estaban todavía juntos en ese entonces y como, para sorpresa de todos, ellos eran muy felices y cariñosos el uno con el otro. Había jugado correr, a hacer castillos de arena y muchas cosas más. Ese recuerdo tan simple era el que más lo acosaba, pues era el de algo que había durado muy poco. Antes de morir, me hizo prometer que haría lo que acababa de hacer.

 Me dolió no ser su mejor recuerdo y ahora me dolía más estar allí, solo y desamparado, sin saber que hacer. No tenía dinero ni posibilidad alguna de dormir en un lugar limpio esa noche. Tal vez lo mejor sería quedarme en la playa y luego caminar de vuelta, sin importar cuanto me tomara.


 Pero el problema era que en casa, o mejor dicho en mi ciudad, tampoco había nada que me esperara. Tampoco tenía nada que me moviera hacia delante, que me impulsara para seguir viviendo una vida que jamás había sido mucho. No estaba él.