El calor del sol no podía evitarse. Había árboles
y palmeras cerca, pero ninguno de ellos podía acercarse a ellos. Tenían que
seguir trabajando con sus picas y palas, buscando por minerales que otros
aprovechaban para hacerse ricos. Había un montón cercano, con toda la ropa
apiñada en un mismo lugar. Los prisioneros debían de trabajar casi desnudos, algunos
lo hacían si así lo preferían, pero la mayoría tenía envueltos trapos alrededor
de sus partes intimas, a manera de ropa interior. En ese calor, entre menos
ropa mejor.
Había un hombre con un arma que los veía desde
un punto más alto, listo para disparar si alguno de los hombres empezaba a
hacer algo que no debía, como descansar por mucho tiempo o meterse en el
bolsillo algún pedazo de algo valioso. Ni se pensaba en que pudieran escapar,
pues la isla estaba separada del continente por un brazo de aguas violentas, en
el que se formaban con frecuencias enormes remolinos que podían destruir
embarcaciones. Era una de las razones por las que la prisión podía pasar meses
sin comida fresca, incluso para quienes no estaban allí como prisioneros. Era
un lugar completamente hostil.
Por eso era utilizado como el lugar al que se
enviaban las almas que nunca más volverían a ver la civilización. Todos esos
hombres que se quemaban la piel bajo el sol, habían cometido los crímenes más
horribles que alguien pudiese imaginar. Eran asesinos, violadores y sádicos,
con todas las variaciones posibles viviendo allí, sobre una roca enorme que
apenas podía resistir las embestidas de las olas del mar. Por eso no había
mucho lugar para la compasión. Los trabajadores no podían sentir pena por ellos
y sabían que, en la mayoría de los casos, también habían sido enviado allí como
castigo y no por nada más.
Tenían una gran habitación en la parte más
alta de la prisión, donde se reunían por las noches para jugar cartas y hablar,
como lo hacían las personas en el continente.
Trataban de hacer que sus vidas siguieran su curso normal, a pesar de
estar lejos de sus familiares y de todas las personas y cosas que les
interesaba. No era extraño que algunos de ellos resultaran tener las mismas
tendencias de algunos de los prisioneros y se aprovecharan de su poder para
obtener lo que querían. Aunque eran quienes representaban a la ley en ese
lugar, la verdad era que la ley no exista en esa enorme roca. Era algo que no
significaba nada.
Cuando había cambio de personal, se hacía por
mitades: una mitad del equipo se iba y otra llegaba y después la mitad con más
tiempo se iba y llegaba una nueva y así por años y años. Ya nadie recordaba muy
bien desde cuándo se había utilizado ese lugar como prisión, pero todos conocían
bien las ruinas que existían al norte de la isla, restos de cabañas de madera e
incluso algunas trampas mortales para quienes trataban de escapar. Eran otros
tiempos, en los que las personas que enviaban allí no eran más que ladrones y
gente sin fortuna.
Los prisioneros trataban de hacer pasar los días,
pero casi siempre sucedía que no podían resistir más y simplemente corrían en
un momento en el que los guardias estuviesen distraídos y se lanzaban al agua.
No lo hacían para nadar a la libertad sino porque era la manera más rápida en la
podían morir. No había manera de suicidarse en sus celdas, pues no existían
sabanas ni nada por el estilo. Eran espacios estériles, apenas con un colchón
delgado y viejo para dormir encima. Y las comidas se consumían con las manos,
sin ningún tipo de cubierto. No había un solo cuchillo en toda la superficie de
la isla.
Los tiburones hacían una parte del trabajo en
el mar, aunque los remolinos y el agua violenta también destruían los cuerpos y
ahogaban a todos los que caían en ella. No se sabía de nadie que sobreviviera a
semejante experiencia y por eso cuando se lanzaban, sabían muy bien que su vida
terminaría allí. Los que no querían morir, simplemente trabajaban lejos del
mar, pues podían sacar piedra y minerales en el lugar que ellos eligieran
dentro del rango de visión del vigilante de turno. La gran mayoría moría de
vejez o por alguna enfermedad, que casi nunca era algo que se pudiese contagiar
con facilidad.
Hacía muchos años se tuvo que desocupar la
isla por un brote de una enfermedad horriblemente tóxica, pero con el tiempo se
entendió que el asunto había terminado por si mismo y que volver no dañaría a
nadie de ninguna manera. Por eso había ruinas y un edificio más o menos nuevo
que era en el que vivían todos los habitantes permanentes de la isla. Casi
todas las celdas tenían vista al mar, con la sal entrando a raudales en los
pequeños espacios, oxidándolo todo lentamente y consumiendo incluso las telas
de las ropas y parte de sus cuerpos, que se secaban lentamente entre esas
cuatro paredes.
Fuera de las celdas, que se contaban en los
dos centenares distribuidos en dos niveles, existía un patio central enorme,
bajo techo, y un espacio con mesas de metal oxidado para las comidas. Se
utilizaba solo dos veces al día, pues no daban comida antes de dormir ni nada
parecido. No solo porque no tenían la responsabilidad de hacerlo sino porque la
comida debía ser racionada para que alcanzara el mayor tiempo posible. Incluso
el cocinero y sus ayudantes debían de ser prisioneros, pues nadie querría ese
trabajo tan horrible. Los guardias estaban allí porque no podían elegir otra
cosa.
Nadie en esa isla estaba allí por placer y jamás
nadie lo estaría. Todos sabían exactamente lo que habían hecho para llegar a
semejante lugar y hacían lo que tenían que hacer con tal de sobrevivir un día más.
No era porque quisieran vivir de verdad sino porque no tenían opción para nada
más. No querían morir tampoco y por eso esa extraña existencia era mejor que
nada. Vivían entre el sol abrasador, el dolor corporal y los castigos, sus pensamientos
retorcidos, el anhelo de hacerlos realidad y los sueños, que son los únicos de
verdad libres.