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miércoles, 27 de febrero de 2019

Gorgona


   El calor del sol no podía evitarse. Había árboles y palmeras cerca, pero ninguno de ellos podía acercarse a ellos. Tenían que seguir trabajando con sus picas y palas, buscando por minerales que otros aprovechaban para hacerse ricos. Había un montón cercano, con toda la ropa apiñada en un mismo lugar. Los prisioneros debían de trabajar casi desnudos, algunos lo hacían si así lo preferían, pero la mayoría tenía envueltos trapos alrededor de sus partes intimas, a manera de ropa interior. En ese calor, entre menos ropa mejor.

 Había un hombre con un arma que los veía desde un punto más alto, listo para disparar si alguno de los hombres empezaba a hacer algo que no debía, como descansar por mucho tiempo o meterse en el bolsillo algún pedazo de algo valioso. Ni se pensaba en que pudieran escapar, pues la isla estaba separada del continente por un brazo de aguas violentas, en el que se formaban con frecuencias enormes remolinos que podían destruir embarcaciones. Era una de las razones por las que la prisión podía pasar meses sin comida fresca, incluso para quienes no estaban allí como prisioneros. Era un lugar completamente hostil.

 Por eso era utilizado como el lugar al que se enviaban las almas que nunca más volverían a ver la civilización. Todos esos hombres que se quemaban la piel bajo el sol, habían cometido los crímenes más horribles que alguien pudiese imaginar. Eran asesinos, violadores y sádicos, con todas las variaciones posibles viviendo allí, sobre una roca enorme que apenas podía resistir las embestidas de las olas del mar. Por eso no había mucho lugar para la compasión. Los trabajadores no podían sentir pena por ellos y sabían que, en la mayoría de los casos, también habían sido enviado allí como castigo y no por nada más.

 Tenían una gran habitación en la parte más alta de la prisión, donde se reunían por las noches para jugar cartas y hablar, como lo hacían las personas en el continente.  Trataban de hacer que sus vidas siguieran su curso normal, a pesar de estar lejos de sus familiares y de todas las personas y cosas que les interesaba. No era extraño que algunos de ellos resultaran tener las mismas tendencias de algunos de los prisioneros y se aprovecharan de su poder para obtener lo que querían. Aunque eran quienes representaban a la ley en ese lugar, la verdad era que la ley no exista en esa enorme roca. Era algo que no significaba nada.

 Cuando había cambio de personal, se hacía por mitades: una mitad del equipo se iba y otra llegaba y después la mitad con más tiempo se iba y llegaba una nueva y así por años y años. Ya nadie recordaba muy bien desde cuándo se había utilizado ese lugar como prisión, pero todos conocían bien las ruinas que existían al norte de la isla, restos de cabañas de madera e incluso algunas trampas mortales para quienes trataban de escapar. Eran otros tiempos, en los que las personas que enviaban allí no eran más que ladrones y gente sin fortuna.

 Los prisioneros trataban de hacer pasar los días, pero casi siempre sucedía que no podían resistir más y simplemente corrían en un momento en el que los guardias estuviesen distraídos y se lanzaban al agua. No lo hacían para nadar a la libertad sino porque era la manera más rápida en la podían morir. No había manera de suicidarse en sus celdas, pues no existían sabanas ni nada por el estilo. Eran espacios estériles, apenas con un colchón delgado y viejo para dormir encima. Y las comidas se consumían con las manos, sin ningún tipo de cubierto. No había un solo cuchillo en toda la superficie de la isla.

 Los tiburones hacían una parte del trabajo en el mar, aunque los remolinos y el agua violenta también destruían los cuerpos y ahogaban a todos los que caían en ella. No se sabía de nadie que sobreviviera a semejante experiencia y por eso cuando se lanzaban, sabían muy bien que su vida terminaría allí. Los que no querían morir, simplemente trabajaban lejos del mar, pues podían sacar piedra y minerales en el lugar que ellos eligieran dentro del rango de visión del vigilante de turno. La gran mayoría moría de vejez o por alguna enfermedad, que casi nunca era algo que se pudiese contagiar con facilidad.

 Hacía muchos años se tuvo que desocupar la isla por un brote de una enfermedad horriblemente tóxica, pero con el tiempo se entendió que el asunto había terminado por si mismo y que volver no dañaría a nadie de ninguna manera. Por eso había ruinas y un edificio más o menos nuevo que era en el que vivían todos los habitantes permanentes de la isla. Casi todas las celdas tenían vista al mar, con la sal entrando a raudales en los pequeños espacios, oxidándolo todo lentamente y consumiendo incluso las telas de las ropas y parte de sus cuerpos, que se secaban lentamente entre esas cuatro paredes.

 Fuera de las celdas, que se contaban en los dos centenares distribuidos en dos niveles, existía un patio central enorme, bajo techo, y un espacio con mesas de metal oxidado para las comidas. Se utilizaba solo dos veces al día, pues no daban comida antes de dormir ni nada parecido. No solo porque no tenían la responsabilidad de hacerlo sino porque la comida debía ser racionada para que alcanzara el mayor tiempo posible. Incluso el cocinero y sus ayudantes debían de ser prisioneros, pues nadie querría ese trabajo tan horrible. Los guardias estaban allí porque no podían elegir otra cosa.

 Nadie en esa isla estaba allí por placer y jamás nadie lo estaría. Todos sabían exactamente lo que habían hecho para llegar a semejante lugar y hacían lo que tenían que hacer con tal de sobrevivir un día más. No era porque quisieran vivir de verdad sino porque no tenían opción para nada más. No querían morir tampoco y por eso esa extraña existencia era mejor que nada. Vivían entre el sol abrasador, el dolor corporal y los castigos, sus pensamientos retorcidos, el anhelo de hacerlos realidad y los sueños, que son los únicos de verdad libres.

viernes, 22 de febrero de 2019

No más


   Mis pies estaban muy mal, estaban abiertos en ciertas partes y muy sucios después de haber caminado descalzo por tanto tiempo. Me tuve que detener en un pequeño claro del bosque por donde pasaba un arroyo completamente transparente, que apenas hacía ruido bajando hacia las zonas más planas de la región, aquellos lugares que yo estaba tratando de evitar. Metí los pies en el agua y sentí un punzón horrible cuando lo hice, fue como si miles de pequeños cuchillos se insertaran en las plantas de mis pies y lentamente se fueran hundiendo en la carne, haciendo que viera el infierno de muy cerca.

 El dolor era normal después de tanto tiempo. No tenía ni idea cuánto había pasado desde que había entrado al bosque. Me había estado ocultando allí durante mucho tiempo, caminando por todas partes, recorriendo kilómetros de bosque y zonas que parecían imposibles de explorar por parte de los seres humanos. El resultado había sido una disminución de la masa corporal, una dieta algo restringida y la destrucción de sus pies y sus manos. Su piel estaba seca, pero se mantenía moviéndose por el bosque lentamente, por eso el agua se sentía así, tan agresiva y dolorosa cuando en verdad era algo suave y calmo.

 Después de un rato, el dolor pasó y pudo sentir algo de lo que hubiese sentido si sus pies no estuviesen destrozados. Algunas lagrimas rodaron por sus mejillas, pero no les puso atención. Solo se limpió y se miró los pies entre el agua. Pero en verdad no estaba mirando sus pies, sino que estaba recordando mejores ocasiones en las que había estado en o cerca del agua. Como cuando era niño y chapoteaba en alguna plaza, jugando en la arena con baldes y rastrillos de plástico. No sabía dónde había sido eso o cuando, pero estaba claro que no era algo que su cerebro se había inventado. Estaba seguro de que se trataba de verdaderos recuerdos.

El fondo del arroyo estaba cubierto de musgo, lo que lo hacía un terreno poco agradable para caminar. Pero yo me puse de pie y caminé río arriba, con mi pequeña mochila a un lado y mis pantalones subidos hasta las rodillas. Los mojé un poco pero eso no me importó. La idea era alcanzar un terreno más alto y encontrar algún sitio apropiado para dormir en la noche. Por raro que pudiese parecer, las rocas grandes eran siempre un lugar fresco y extrañamente cómodo para descansar, si es que lograba encontrar una. Y los ríos eran siempre buenos lugares para encontrar rocas y cosas parecidas.

 En otros momentos había intentado dormir sobre el suelo del bosque y también apoyado en troncos o subido en árboles y la verdad era que nunca había podido dormir demasiado en ninguno de ellos. Y ese era uno de sus más grandes problemas: la falta de sueño podía hacer que todo un día fuese un infierno y si se le sumaba a la falta de comida, podía convertirse en toda una pesadilla sin fin a la vista, cosa que nadie quería que ocurriera.

 Así que caminé hasta que lo único que encontré fue frío y piedras pequeñas que nunca me servirían para dormir. Pero gracias a la naturaleza, una gran cantidad de musgo había crecido a un lado y al otro del arroyo y algunas partes se extendía como un colchón muy suave. Era algo que no había intentado y, a pesar de lo húmedo, valía la pena probar al menos una vez. Así que dejé mi mochila allí y, sin sacar los pies del agua, miré a mi alrededor. Lo que faltaba era encontrar algo que comer y por allí no parecía haber mucho más que piñas duras de los pinos y una que otra fruta podrida que los animales no habían consumido.

 Lo mejor sería subir más, y encontrar algunos arbustos con frutos del bosque o algo por el estilo. De la mochila saqué una bolsa de plástico, de esas con cierre, y empecé a caminar, eventualmente dejando de pisar el fondo del arroyo. Pisar la tierra seca del bosque no era muy agradable, pero ya me había acostumbrado así que no lo pensé demasiado. Caminé y caminé hasta encontrar los arbustos que sabía que debían existir a esas alturas. Sin dudarlo, empecé a tomar frutas y a ponerlas en mi bolsita de plástico. Las olí antes, claro y pude comprobar que no eran venenosas. Comía un poco y echaba otras en la bolsa.

 Así estuve un buen rato hasta que oí ese horrible sonido, que hizo que la tierra misma temblara y que tuviese que echarme al suelo por temor a perder lo poco que me quedaba en la vida. El sonido pareció más como una ola que recorre todo, haciéndose sentir con fuerza. Yo pude resistirla estando en el suelo, pero algunos de los arbustos de los que había recogido fruta fueron arrancados de raíz de la tierra y lo mismo ocurrió con muchos árboles, que caían haciendo un ruido que no creo poder olvidar jamás. Cuando todo pasó, noté también un olor en el ambiente que no era difícil de distinguir. Era humo, espeso e invasivo.

 Como mi vista había sido despejada por la caída de los árboles, pude ver sin problema de dónde había venido la ola de ruido. A mucho kilómetros, se había una gran cantidad de humo que subía con rapidez hacia lo más alto del cielo. Era humo negro y marrón, que parecía crecer como espuma. No se detenía y lo hacía casi sin ruido. Pude ver que el estallido se había originado en las planicies que yo tanto evitaba y que los pocos árboles que allí habían ya no estaban. Si mi bosque había sido destruido, pues a la planicie no lo había ido nada mejor. Todo había sido arrasado por completo, ya no había nada.

 La vista era extrañamente atractiva y tengo que confesar que me quedé viéndolo todo por un largo rato. La nube seguía creciendo y yo esperaba que, de algún lado, me cayera la explicación de todo lo que había ocurrido. Pero no, nada venía y estaba claro que tendría que acercarme mucho más para entender qué era lo que había ocurrido. Me di la vuelta por fin, tomé mi bolsita de frutos del bosque del suelo, y volví a mi cama de musgo junto al arroyo.

 Para el atardecer, ya había consumido la mitad de la bolsa de frutas. El plan era ir allí a la mañana siguiente para recoger más y luego continuar hacia otro lugar. No podía quedarme en el mismo sitio mucho tiempo, pero estaba seguro que recordaría el lugar para próximas ocasiones. Me eché en el suelo de musgo cuando estuvo oscuro y miré hacia arriba, hacia las estrellas. Estaba claro que la explosión había tenido sus efectos, pues el cielo parecía ocultarse detrás de una capa de tierra. Pero pude reconocer las estrellas con facilidad, incluso detrás de toda esa basura. Fue entonces que pensé aún más en la explosión y en ellos.

 Los otros seres humanos, estaba claro, todavía tenían muchos ases bajo sus mangas. Era apenas obvio que poseían armas pero jamás se me hubiera ocurrido que tendrían la capacidad para algo de ese tamaño y de ese poder. Me había ido de su lado hacia mucho porque no podía soportar más esas ideas estúpidas que tenían de conquistarlo todo, a pesar de que ya no había mucho que conquistar ni porque pelear. Pero casi todos estaban de acuerdo con ese proceder y yo simplemente opté por salir de ese maldito mundo de los seres humanos donde todo es siempre una lucha constante y nunca hay un solo momento de calma.

 Mirando a las estrellas, estoy seguro que jamás entenderán lo que significa mirar hacia arriba por un solo momento. Solo quieren tener más y más y más y yo no necesito nada. Es cierto que tengo el cuerpo destrozado por el esfuerzo, pero prefiero estar así a tener la mente llena de estupideces que no sirven para nada. Yo nunca tuve intenciones de lastimar a nada ni a nadie ni nunca las tendré. No tengo las horribles ambiciones que los consumen a ellos y por eso decidí salir corriendo de allí, antes de que ellos tomaran medidas por su propia cuenta, como yo sabía muy bien que iban a hacer. Eran predecibles.

 Me fui con las pocas cosas que me pertenecían en mi pequeña mochila y me perdí para siempre en el bosque, uno de los lugares a los que ellos jamás irían. Estaban demasiado ocupados pensando en grandes ciudades y en todas las riquezas que podían obtener de una cosa o de otra. Además, yo no tenía familia de ningún tipo y todos mis presuntos amigos habían ido a dar al bando contrario, creyendo que era la única manera en la que podrían salvar a sus familias de morir de hambre en pocos meses. Tal vez tenían razón, la verdad no lo sé. Pero yo no quería seguir esos pasos de muerto en vida y por eso decidí irme sin decir nada.

 Mi vida ahora está en el bosque y mi muerte también. No tengo porqué tener miedo de nada aquí adentro, pues nada tiene tanta maldad como un ser humano. Y lo digo siendo uno. Con esa explosión y ese hongo de humo negro y marrón subiendo cada vez más, me di cuenta de que mi elección fue la correcta y de que no hay nada que temer pues cualquier destino es mejor que el de la sangre y el odio. Estoy en paz, a pesar del dolor que pueda seguir sintiendo.

lunes, 4 de febrero de 2019

Gente del mar


   Cuando se dieron cuenta, el faro ya no estaba ahí.  Había sido destruido  por los vientos del huracán que había barrido la zona durante al menos dos días completos. El faro  era uno de los edificios más importantes de toda la zona:  había sido allí que había empezado el comercio de pescado. Durante al menos tres siglos los pescadores habían obtenido todo lo necesario para sus vidas en el fondo del mar: ostras, peces, langostas, cangrejos y otros muchos animales. Las perlas eran vendidas en los mercados cercanos.

 Las mujeres ricas de las grandes ciudades se habían ataviado durante generaciones con las hermosas perlas pescadas en esa región. Ellas solo preguntaban el nombre del sitio, les parecía muy exótico y luego  lo olvidaban  para siempre. A nadie le importaba recordar el nombre o el aspecto de las personas que vivían allí. A la larga, no eran nada importante para ellos. Lo único que querían saber eran cuantas perlas podían pescarse el año. Todas las otras consideraciones eran irrelevantes.

 Claro que no era así para la gente de la región, para ellos las ostras y sus perlas no eran sino una de las riquezas del mar. Lo que más les gustaba a los hombres era desafiar su fuerza pescando algún gran pez como un atún o un tiburón pequeño. No eran los presas más recurrentes pero eran aquellos que garantizaban un gran reconocimiento por parte de la comunidad. Lo que más anhelaban las mujeres eran las conchas diferentes tamaños y formas. Las usaban para crear artesanías que usaban en sus propios cuerpos.

 El evento más grande en la comunidad era el festival honrando a los dioses  del mar. Armaban barcos enormes adornados con flores y conchas del mar. Quienes remaban hacia el interior del océano en los botes eran las mujeres, los hombres en cambio tenían el deber de construir las barcas.  Su tarea consistía en hacerlas resistentes a todo:  el mar,  su sal y los vientos fuertes que castigaban la región constantemente.  La idea era que los hombres garantizaran el retorno de sus mujeres a  casa, a ellos y a sus hijos.

 El festival podía durar una semana, dos e incluso se había sabido que podía durar incluso un mes. Todo dependía del mar, de lo que estuviera dispuesto a dar y recibir de la gente. A veces las tormentas impedían cualquier interacción con  el agua. En cambio, otros días el sol brillaba en lo alto y el mar era calmo, como un animal que quiere que lo acaricien. Era una relación particular entre los seres de la tierra y aquellos que vivían en el océano. Por generaciones se cultivó esa relación, se hizo más fuerte y se garantizó su existencia, a través de ritos, supersticiones y diferentes medios religiosos.

 Sin embargo, el mundo había cambiado de manera drástica. Después de tantos años, las cosas habían cambiado para siempre. El clima allí siempre había sido variado, pero lo conocían y sabían predecirlo, a pesar de todo. Ya no es así.  La naturaleza ya poco quería tener algo que ver con el hombre. La destrucción es clara y ya no hay manera de echar para atrás. Muchos creen que todavía había tiempo pero ese tiempo ya se acabó. O mejor dicho, se acabó hace ya mucho rato sin que nadie se diera cuenta.

 Los hombres de las ciudades quisieron ayudar a las comunidades de esa remota región pero su misión fue un fracaso. Único que podían hacer era remediar algunos pocos daños ya hechos. Se podían plantar arboles, se podía detener a los pescadores que trabajaban en zonas prohibidas e incluso se podía ayudar a algunas especies a no morir inmediatamente.  Pero para aquellos que ya no existían, ya no había ninguna salvación. Pasarían a ser una hoja más en la larga lista de especies desaparecidas para siempre.

 Muchas de esas especies habían sido compañeras por generaciones de los hombres y las mujeres de esa región. Habían estado allí con ellos cuando su modo de vida apareció por primera vez. La leyenda decía que habían venido del otro lado del mar, de un lugar lejano bañado por el sol, lleno de arena blanca y frutos del mar abundantes. Pero un cataclismo los hizo salir de sus tierras para siempre buscando un nuevo lugar donde asentarse. Esa era la región que ahora muere, lentamente.

 De alguna manera los hombres y las mujeres sabiendo que iba suceder. Sabían que en algún momento la naturaleza se cansaría de ellos o que ellos si cansarían de ella. Algo pasaría que cambiaría por completo su concepción de la vida misma y qué haría qué todo lo que habían conocido, sus ancestros y ellos mismos,  se convirtieran en puros recuerdos. Cosas bonitas en el cerebro pero inútiles a la hora de salvarse.  Era una relación hermosa pero condenada al más grande fracaso. Lo habían esperado así.

 Con el tiempo fueron dejando que hombres y mujeres de otros lugares vinieran a ayudar e Incluso que vinieran a disfrutar de lugar como si fuera un patio de recreo. Tenían que sobrevivir de alguna manera y si la naturaleza iba a cambiar, ellos tendrían que cambiar con ella.  No había manera de que las cosas quedaran como siempre habían sido pues ese mundo ya no existía.  El mundo que veían ahora era uno muy diferente, uno que ninguno de sus ancestros podía haber imaginado jamás. Pero allí estaban y tenían que sobrevivir, era su obligación con los espíritus que los protegían.

 Con el tiempo fue imposible seguir viviendo allí. Uno de los huracanes más potentes de la historia de la humanidad arrasó con fuerza la costa, arrancando árboles, levantando piedras y destruyendo todos los edificios que aún quedaban por ahí. Quienes no murieron,  le exigieron al gobierno,  por primera vez en sus vidas, que les ayudara de alguna manera.  Esto por supuesto tuvo una larga demora. Al fin y al cabo, los hombres de las ciudades no eran conocidos por su rapidez. Pero el caso es que ayudaron.

 Fue así que la gran comunidad del mar, como se había nombrado a si mismos durante generaciones, se fue dispersando por un lado y por el otro. Algunos habían ido dar a la capital,  otros a ciudades mucho más pequeñas y algunos, incluso, nunca volvieron a ver el mar salvo en la televisión y en las películas. La relación que habían tenido con este aspecto de la naturaleza desapareció para siempre al mismo tiempo que sus casas y sus creencias más profundas. A todo se lo fue comiendo la arena empujada por el viento.

 Sin embargo,  los más ancianos trataban de ir una vez más en la región que los había visto nacer antes de morir. Sentían que era su deber pedirle perdón al mar así como a la naturaleza para haber salido corriendo de allí, por haber dejado que otros hicieran con ella lo que quisieran.  Se sentían culpables pues creían que podían haber hecho algo para detenerlos, para aconsejarles que dejaran sus fábricas, que dejaran en paz a la naturaleza. Era muy tarde para lamentarse pero aún así lo hacían, al menos por un tiempo.

 Los hombres de las ciudades trataron de convertir el lugar en uno de sus centros de entretenimiento falso, de esas que están llenos de hoteles, de juego, de placeres sexuales y de todo lo que pudiera querer una persona. Pero no les funcionó por mucho tiempo: las tormentas parecieron quedarse allí para siempre, a pesar de que había algunos días soleados y todavía amables. Era muy caro mantener esas construcciones con tanto viento y tanta lluvia atacándolos a diario.  Pronto sólo hubo ruinas.

 Lo mismo pasó con el resto del mundo. Todo fue desapareciendo, cambiando o evolucionando hacia algo que el ser humano jamás había visto. Eran los resultados de sus acciones, los resultados de no haber querido ver la realidad que nuestra relación con nuestra verdadera creadora.