Matías entrenaba todos los días, sin
importar el clima o su estado de ánimo, nada lo podía alejar del gimnasio que
tenía cerca de casa. Había empezado a ejercitarse durante sus años de
universidad y ya hacía mucho había logrado todos sus objetivos. El primero
había sido perder peso y lo había logrado en un tiempo menor al pensado. La
verdad era que Martín jamás había sido gordo ni había tenido ningún tipo de
problema de peso, solo tenía los mismos rollitos que todo el mundo.
En todo caso, unos seis meses después de
entrenamiento intensivo, toda esa grasa se había esfumado gracias a la ayuda de
su entrenador, un hombre un poco mayor que él que recibía un pago aparte de la
tarifa normal del gimnasio para que lo dirigiera y trazara para él un plan de
ejercicio y una dieta acorde. Matías trabajaba en una oficina como mensajero y,
en parte, había sido contratado por su físico: lo hacía ágil en la motocicleta
y nadie podía negarse a recibir nada de un tipo de un metro ochenta de altura.
Sin embargo, Matías nunca se había fijado en
esas características de sí mismo. O bueno, sí que se había fijado pero no las
tomaba como ventajas en ningún sentido. Pensaba que esas eran cosas con las que
había nacido y que, al final de cuentas, no importaban mucho a la hora de definir
su futuro en diferentes ámbitos. La verdad era que Matías sí sufría de un mal
pero no era algo físico sino sicológico, algo que él no había querido enfrentar
pero había estado allí siempre.
Él nunca lo contaba. No era algo de lo cual
estar orgulloso. El hecho era que en la escuela, con unos dieciséis años, había
tenido graves problemas de bulimia. Tan grave había sido el lío que sus padres
habían tenido que ser llamados a la escuela para que explicaran el
comportamiento de su hijo. Las escuelas entonces no eran tan comprensivas pues
mucho ha cambiado en tan poco tiempo.
Ese día fue el peor de su vida pues tuvo que
decirles a sus padres, llorando, que todo lo que comía lo vomitaba porque se
sentía que había subido mucho de peso en los últimos meses. Además no le daba
ningún placer comer, no como antes. No sabía explicar la razón pero todo le
daba asco o simplemente no le atraía en lo más mínimo. Sus padres siguieron el
consejo de la escuela y lo enviaron a un sicólogo calificado.
En poco tiempo, el problema quedó solucionado.
Si bien Matías nunca arregló su problema respecto al gusto por la comida, no
volvió a vomitar su comida nunca más, optando mejor por el ejercicio unos años
después. Su entrenador le había confeccionado una dieta tan perfecta, que se
acoplaba de manera ideal con su apetito de siempre. Eran pequeñas porciones de
comida que nunca tenía mucho sabor. Perfecto para él.
Sin embargo, Matías renovó su membresía al
gimnasio después del primer año. No solo había perdido el peso que quería sino
que había ganado mucha masa muscular un poco por todo el cuerpo y había marcado
casi todo lo que se podía marcar en el cuerpo. Estaba tomando vitaminas y
muchas otras cosas para ayudar a que sus músculos crecieran un poco más, para
llegar siempre a un nivel más alto. Aunque trabajaba todo el día, de lunes a
viernes, siempre estaba a las ocho de la noche en punto en el gimnasio y no
salía sino hasta cuatro horas después.
El entrenador que tenía se convirtió en su
amigo y dejó de ser su entrenador pues ya no había necesidad. Él le había
insistido que quería seguir con él más tiempo, para aprender y saber como
manejar sus dietas y ejercicios y demás pero el tipo le dijo que él ya no lo
podía ayudar en nada pues Matías había pasado ya todo los niveles que él
consideraba necesarios y que él conocía. De ahora en adelante estaba por su
cuenta.
Se puso a leer entonces páginas de internet y
algunos libros y encontró recetas y rutinas para seguir trabajando su cuerpo.
No le decía a nadie pero la verdad era que todavía veía los rollitos de antes,
seguía viendo zonas de grasa en su cuerpo, parte de piel que no estaban
tensionadas y trabajaba en ellos todos los días, sin poner atención a nada más
en su vida sino a todo eso que no estaba allí.
En el gimnasio nadie se daba cuenta pues mucha
de la gente que iba tenía el mismo problema y los demás tenían los propios.
Nadie tenía tiempo de darse cuenta que algo podría estar realmente mal. En su
familia la cosa tampoco era muy distinta. Todos comentaban lo bien que se veía,
que parecía más alto y que sus brazos fornidos seguramente eran la sensación
entre las chicas.
Él era modesto y no
decía nada pero la verdad que, aunque sí se le acercaban muchas mujeres, la
mayoría salía corriendo apenas se daban cuenta de la personalidad que había
detrás de los músculos. Normalmente sus relaciones sentimentales no pasaban de
la primera semana porque Martín ya tenía sus prioridades y el gimnasio era una
de esas y no lo cambiaría, a pesar de que se cruzaba con las horas perfectas
para salir a comer, bailar, tomar algo y hasta tener sexo.
Algunas chicas lograron meterse en su cama
pero, como nunca habían planeado ir más allá, les daba igual la personalidad de
Matías y la hora a la que se metieran en su cama. Lo hacían más porque era como
un reto, como algo nuevo en su lista de ligues. No era todos los días que se
estaba con un hombre con un cuerpo así.
Con el tiempo, esos momentos fueron siendo
cada vez menos hasta que Matías dejó de lado por completo su vida sentimental y
se dedicó casi al cien por ciento al gimnasio. Aunque sus padres no supieron,
dejó su trabajo de mensajero que le había dado el dinero para salir de casa y
vivir solo, y decidió entrenar para un concurso de fisicoculturismo. Esa era su
meta ahora, estar entre hombres que la gente consideraba dioses vivientes. Él
quería estar entre ellos y sentirse por fin realizado.
El concurso estaba a siete meses y por eso
aumentó su régimen de entrenamiento y su dieta. Lo hizo todo solo, sin ayuda de
nadie. Al comienzo los cambios no parecían ser muy efectivos. Matías se
desesperó y no era extraño ver en su casa marcas en las paredes de cuando las
había golpeado con fuerza, dejando la silueta de su puño o al menos algo de
sangre sobre el blanco del muro.
Pero con el tiempo se empezaron a ver los
resultados y entonces fue cuando en verdad Matías perdió todo contacto con la
realidad. No tenía más vida sino esa: de la casa al gimnasio y del gimnasio a
la casa. La falta de dinero no era problema pues no gastaba en casi nada, solo
en la nueva dieta y ya. Caminaba al gimnasio y su membresía estaba paga por un
buen tiempo. Su cabeza solo servía para entrenar, comer y dormir. Había dejado
todo lo demás de lado, incluidos sus amigos y su familia.
Sus padres lo llamaban a veces preguntado que
pasaba. Lo hacían al celular porque la línea de teléfono fijo había sido
cortada. Era un gasto que no necesitaba ahora. Él apenas les hablaba,
contestando con monosílabos y sin el menor interés por saber como estaban
ellos, que pasaba con sus vidas ni nada de eso. Ellos se preocuparon pero al
mismo tiempo pensaron que tal vez era ese momento de la vida cuando los hijos
ya toman vuelo y no tiene caso seguir encima de ellos.
El día del concurso, Matías preparó todo él
solo. Era el único concursante que venía sin una comitiva. Algunos de los otros
hombres trataron de hablarle, de crear una amistad basada en sus gustos, pero
no sirvió de nada. En persona era igual que por teléfono. El concurso prosiguió
todo ese día con diferentes tipos de desfiles y actividades hasta que, al
final, Matías quedó segundo, después de un tipo que apenas ganó corrió a su
esposa e hijos y los abrazó.
Matías no sintió nada en ese momento más que
pena por si mismo. Un segundo lugar no era lo que quería. Recogió todo lo suyo
y salió del sitio corriendo, sin esperar un segundo más. En su mente, ya
pensaba como ganar otros concursos. Estaba tan metido en eso que no vio el
camión al cruzar la calle frente al recinto de espectáculos. Matías no pensó en
nada, nunca más.