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miércoles, 22 de junio de 2016

Vigorexia y otros males

   Matías entrenaba todos los días, sin importar el clima o su estado de ánimo, nada lo podía alejar del gimnasio que tenía cerca de casa. Había empezado a ejercitarse durante sus años de universidad y ya hacía mucho había logrado todos sus objetivos. El primero había sido perder peso y lo había logrado en un tiempo menor al pensado. La verdad era que Martín jamás había sido gordo ni había tenido ningún tipo de problema de peso, solo tenía los mismos rollitos que todo el mundo.

 En todo caso, unos seis meses después de entrenamiento intensivo, toda esa grasa se había esfumado gracias a la ayuda de su entrenador, un hombre un poco mayor que él que recibía un pago aparte de la tarifa normal del gimnasio para que lo dirigiera y trazara para él un plan de ejercicio y una dieta acorde. Matías trabajaba en una oficina como mensajero y, en parte, había sido contratado por su físico: lo hacía ágil en la motocicleta y nadie podía negarse a recibir nada de un tipo de un metro ochenta de altura.

 Sin embargo, Matías nunca se había fijado en esas características de sí mismo. O bueno, sí que se había fijado pero no las tomaba como ventajas en ningún sentido. Pensaba que esas eran cosas con las que había nacido y que, al final de cuentas, no importaban mucho a la hora de definir su futuro en diferentes ámbitos. La verdad era que Matías sí sufría de un mal pero no era algo físico sino sicológico, algo que él no había querido enfrentar pero había estado allí siempre.

 Él nunca lo contaba. No era algo de lo cual estar orgulloso. El hecho era que en la escuela, con unos dieciséis años, había tenido graves problemas de bulimia. Tan grave había sido el lío que sus padres habían tenido que ser llamados a la escuela para que explicaran el comportamiento de su hijo. Las escuelas entonces no eran tan comprensivas pues mucho ha cambiado en tan poco tiempo.

 Ese día fue el peor de su vida pues tuvo que decirles a sus padres, llorando, que todo lo que comía lo vomitaba porque se sentía que había subido mucho de peso en los últimos meses. Además no le daba ningún placer comer, no como antes. No sabía explicar la razón pero todo le daba asco o simplemente no le atraía en lo más mínimo. Sus padres siguieron el consejo de la escuela y lo enviaron a un sicólogo calificado.

 En poco tiempo, el problema quedó solucionado. Si bien Matías nunca arregló su problema respecto al gusto por la comida, no volvió a vomitar su comida nunca más, optando mejor por el ejercicio unos años después. Su entrenador le había confeccionado una dieta tan perfecta, que se acoplaba de manera ideal con su apetito de siempre. Eran pequeñas porciones de comida que nunca tenía mucho sabor. Perfecto para él.

 Sin embargo, Matías renovó su membresía al gimnasio después del primer año. No solo había perdido el peso que quería sino que había ganado mucha masa muscular un poco por todo el cuerpo y había marcado casi todo lo que se podía marcar en el cuerpo. Estaba tomando vitaminas y muchas otras cosas para ayudar a que sus músculos crecieran un poco más, para llegar siempre a un nivel más alto. Aunque trabajaba todo el día, de lunes a viernes, siempre estaba a las ocho de la noche en punto en el gimnasio y no salía sino hasta cuatro horas después.

 El entrenador que tenía se convirtió en su amigo y dejó de ser su entrenador pues ya no había necesidad. Él le había insistido que quería seguir con él más tiempo, para aprender y saber como manejar sus dietas y ejercicios y demás pero el tipo le dijo que él ya no lo podía ayudar en nada pues Matías había pasado ya todo los niveles que él consideraba necesarios y que él conocía. De ahora en adelante estaba por su cuenta.

 Se puso a leer entonces páginas de internet y algunos libros y encontró recetas y rutinas para seguir trabajando su cuerpo. No le decía a nadie pero la verdad era que todavía veía los rollitos de antes, seguía viendo zonas de grasa en su cuerpo, parte de piel que no estaban tensionadas y trabajaba en ellos todos los días, sin poner atención a nada más en su vida sino a todo eso que no estaba allí.

 En el gimnasio nadie se daba cuenta pues mucha de la gente que iba tenía el mismo problema y los demás tenían los propios. Nadie tenía tiempo de darse cuenta que algo podría estar realmente mal. En su familia la cosa tampoco era muy distinta. Todos comentaban lo bien que se veía, que parecía más alto y que sus brazos fornidos seguramente eran la sensación entre las chicas.

Él era modesto y no decía nada pero la verdad que, aunque sí se le acercaban muchas mujeres, la mayoría salía corriendo apenas se daban cuenta de la personalidad que había detrás de los músculos. Normalmente sus relaciones sentimentales no pasaban de la primera semana porque Martín ya tenía sus prioridades y el gimnasio era una de esas y no lo cambiaría, a pesar de que se cruzaba con las horas perfectas para salir a comer, bailar, tomar algo y hasta tener sexo.

 Algunas chicas lograron meterse en su cama pero, como nunca habían planeado ir más allá, les daba igual la personalidad de Matías y la hora a la que se metieran en su cama. Lo hacían más porque era como un reto, como algo nuevo en su lista de ligues. No era todos los días que se estaba con un hombre con un cuerpo así.

 Con el tiempo, esos momentos fueron siendo cada vez menos hasta que Matías dejó de lado por completo su vida sentimental y se dedicó casi al cien por ciento al gimnasio. Aunque sus padres no supieron, dejó su trabajo de mensajero que le había dado el dinero para salir de casa y vivir solo, y decidió entrenar para un concurso de fisicoculturismo. Esa era su meta ahora, estar entre hombres que la gente consideraba dioses vivientes. Él quería estar entre ellos y sentirse por fin realizado.

 El concurso estaba a siete meses y por eso aumentó su régimen de entrenamiento y su dieta. Lo hizo todo solo, sin ayuda de nadie. Al comienzo los cambios no parecían ser muy efectivos. Matías se desesperó y no era extraño ver en su casa marcas en las paredes de cuando las había golpeado con fuerza, dejando la silueta de su puño o al menos algo de sangre sobre el blanco del muro.

 Pero con el tiempo se empezaron a ver los resultados y entonces fue cuando en verdad Matías perdió todo contacto con la realidad. No tenía más vida sino esa: de la casa al gimnasio y del gimnasio a la casa. La falta de dinero no era problema pues no gastaba en casi nada, solo en la nueva dieta y ya. Caminaba al gimnasio y su membresía estaba paga por un buen tiempo. Su cabeza solo servía para entrenar, comer y dormir. Había dejado todo lo demás de lado, incluidos sus amigos y su familia.

 Sus padres lo llamaban a veces preguntado que pasaba. Lo hacían al celular porque la línea de teléfono fijo había sido cortada. Era un gasto que no necesitaba ahora. Él apenas les hablaba, contestando con monosílabos y sin el menor interés por saber como estaban ellos, que pasaba con sus vidas ni nada de eso. Ellos se preocuparon pero al mismo tiempo pensaron que tal vez era ese momento de la vida cuando los hijos ya toman vuelo y no tiene caso seguir encima de ellos.

 El día del concurso, Matías preparó todo él solo. Era el único concursante que venía sin una comitiva. Algunos de los otros hombres trataron de hablarle, de crear una amistad basada en sus gustos, pero no sirvió de nada. En persona era igual que por teléfono. El concurso prosiguió todo ese día con diferentes tipos de desfiles y actividades hasta que, al final, Matías quedó segundo, después de un tipo que apenas ganó corrió a su esposa e hijos y los abrazó.


 Matías no sintió nada en ese momento más que pena por si mismo. Un segundo lugar no era lo que quería. Recogió todo lo suyo y salió del sitio corriendo, sin esperar un segundo más. En su mente, ya pensaba como ganar otros concursos. Estaba tan metido en eso que no vio el camión al cruzar la calle frente al recinto de espectáculos. Matías no pensó en nada, nunca más.