Era precisamente por el sonido del mar que
había viajado tantos kilómetros. Las ciudades con sus coches y bocinas y ruidos
incesantes había sido suficiente para ella. Diana quería descansar de todo eso
y alejarse, retraerse a un lugar en el que se sintiese más cómoda. Fue cuando
pensó en su pueblo, en el que había nacido hacía muchos años y que había dejado
atrás cuando era una niña pequeña. La idea se le había ocurrido en un momento y
no la había dejado hasta que tomó la decisión.
En principio, estaría fuera de casa por una
semana pero la verdad, muy adentro de sí misma, sabía que estaría mucho más
tiempo afuera. El trabajo la tenía cansada y le debían tantas vacaciones que no
tenían opción de negarse a lo que ella dijera. La ley la protegía. Había estado
trabajando como loca desde que había ingresado a ese puesto de trabajo y no
había descansado sino los fines de semanas y eso que a veces también debía de
trabajar esos días. Era un cambio sustancial a su rutina.
Tomar el avión fue extrañamente liberador.
Sabía que antes de llegar a cualquier lado, debía de viajar varios kilómetros y
usar varios tipos de transporte. El lugar de su nacimiento, y el de sus padres,
era un sitio remoto al que ellos jamás quisieron volver. Ella nunca preguntó
mucho pero lo que entendió desde joven es que habían sufrido mucho, y el
esfuerzo que habían hecho para salir adelante no podía deshacerse volviendo y
siendo sentimentales después de tanto tiempo.
Diana habló con ellos antes de salir de viaje,
pero no quisieron hablar mucho del tema. Solo mencionar que iba a ir al pueblo,
era como si fuese de nuevo una niña pequeña y no tuviese permitido hablar de
ciertos temas. Su madre la cortó, recordándole que debía comer mejor pues
estaba muy delgada. Con su padre fue lo mismo, aunque su manera de interrumpir
fue un tosido extraño y luego un silencio muy tenso que parecía poderse cortar
con un cuchillo. Era extraño pero decidió respetar la situación.
El vuelo duró unas dos horas. Cuando bajó del
aparato, por aquellas escalerillas que solo ponen en los aeropuertos pequeños,
Diana fue golpeada por un calor sofocante y una humedad relativa que en pocos
minutos la tuvo sudando la gota gorda. Sentía que respirar se le hacía un poco
más difícil de lo normal pero tuvo que proseguir, yendo a buscar su maleta y
luego buscando un taxi, que sería el encargado de llevarla a la ciudad más
cercana. El corto viaje fue peor que en el avión, pues el hombre no tenía aire
acondicionado y había un olor extraño pegado al cuero del automóvil.
Cuando se bajó en la plaza principal de la
pequeña ciudad, Diana miró a un lado y otro. Se aseguró de tener su maleta bien
cogida de la manija y empezó a caminar por todo la plaza, por donde niños
corrían de un lado a otro y había algunos puestos vendiendo comidas típicas de
la región. Los hombres y las mujeres mayores sentados en las bancas de la
plaza, típicos de las ciudades como esa, la miraban detenidamente pero sin
preguntar nada ni ayudarla, porque era evidente que estaba un poco perdida.
Sabía que debía
tomar otro transporte, una especie de taxi pero compartido, que era lo único
que podía llevarla hasta su pueblo. Era un lugar muy pequeño, metido entre
manglares y marismas. Por el olor del aire, sabía que el mar estaba muy cerca
pero la ciudad por la que pasaba estaba encerrada en medio de la tierra y por
eso el calor se sentía como si se lo echaran encima por baldadas. Era tan
insoportable, que Diana tuvo que interrumpir su búsqueda un segundo para
comprar un raspado de limón.
Cuando lo terminó, pidió otro más y emprendió
su búsqueda, que fue corta porque ya estaba al otro lado de la plaza, donde
pequeños vehículos estaban estacionados. Tenían letreros encima de ellos, con
el destino que servían. Eran un cruce entre una moto, una bicicleta y uno de
esos automóviles que solo sirven para una persona. Normalmente Diana no se
hubiese subido a algo tan obviamente peligroso pero la verdad era que el calor
hacía que las cosas importaran un poquito menos.
En minutos, estuvo sentada en la única silla
con su maleta entre las piernas y tres personas más a su lado. Eligió uno de
los bordes para no tener que sentirse como un emparedado entre dos personas,
cada una con sus olores particulares. De verdad que no quería comportarse como
una esnob, pero es que no estaba acostumbrada a que sus sentidos estuviesen tan
alerta como durante ese viaje. El gusto, el tacto, el oído y el olfato estaban
todos en constante alerta, como si no supieran que percibir primero.
La vista, sin embargo, iba y venía. Empezaba a
sentirse cansada. En el trayecto al pueblo cabeceó casi todo el camino y solo
vio la carretera por momentos. No era pavimentada y estaba cubierta, en tramos,
por árboles altos que hacían una sombra bastante agradable. Cuando por fin
llegaron, tras casi dos horas más de travesía, Diana tuvo que abrir bien los
ojos y quedó fascinada con lo que se encontró. Era el mar, tan azul y tan
perfecto como muchos lo habían soñado, y nubes blancas como algodón flotando
pesadamente sobre él. Todo era increíble y hermoso.
Estuvo un buen rato mirando para arriba,
parada en el mismo lugar donde se había bajado del vehículo que la había traído.
Ya no había nadie alrededor y fue el sonido de una gaviota lo que la despertó
de su trance y le recordó que debía buscar el sitio donde había reservado su
habitación. Según tenía entendido, era el único hotel o similar que había en
todo el pueblo. Había intentado llamar varias veces para reservar hasta que un
día por fin pudo hacerlo con buena señal, por el tiempo suficiente.
Caminando por la calle hecha de tierra, miraba
a un lado y al otro. Había casitas modestas al comienzo y después unas más
bonitas, con colores varios y de mejor construcción. Como en el otro pueblo,
había también una placita pero esta era más pequeña y no tenía sino dos bancos
algo desvencijados y muy poca gente alrededor, aunque seguramente serían muchos
para la cantidad de personas que vivían en el pueblo. El hotel estaba justo en
el marco de la placita, era una casa de dos pisos de color azul con rojo.
La mujer que atendía era grande y un poco
atemorizante. No decía más que un par de palabras pero con el pasar de los días
Diana entendió que era solo su manera de ser. Así pasaba cuando se estaba mucho
tiempo detrás de un mostrador, esperando a ver si alguien se aparecía. Ella le
mostró la habitación a la joven, que lo primero que hizo fue desempacar,
ponerse el traje de baño y salir directamente a la playa, sin pensar en mucho
más. La orilla no estaba muy lejos de las casas.
La arena era muy blanca, como si fuera falsa
pero no lo era. Y el agua no estaba ni caliente ni fría, sino perfecta. Todo
era ideal, por lo que se echó sobre una toalla que había traído y cerró los
ojos durante un buen rato. Pero no durmió sino que pensó y pensó en lo que
hacía, en sus padres y en su vida hasta ahora. Después, de manera inevitable,
pensó en las personas que la rodeaban, en los habitantes de ese pueblo que tal
vez recordaran a sus padres o tal vez quisieran conocerla a ella.
Caminó mucho ese día y habló con vendedores de
pescado, de mariscos, otro vendedor de raspados y la enérgica mujer que atendía
la tienda del pueblo. Así como ellos preguntaban de su vida, ella preguntaba de
la de ellos. Los días pasaron y la semana se convirtió en dos y luego en tres.
Regresó a casa, casi un mes después de haber
partido con conocimiento nuevo, sintiendo que era una persona distinta por
atreverse a dar el paso de tener una aventura por sí sola, una travesía que la
ayudaría a encontrarse a sí misma, para así saber cual sería el siguiente gran
paso.