Lo primero que hizo Román al abrir la puerta
de su apartamento fue, cuidadosamente, quitarse los zapatos en el tapete de la
entrada para no ensuciar el interior de su hogar. Siempre le gustaba tener todo
lo más limpio posible y, con la tormenta
que se había desatado afuera, no había manera de entrar muy limpio que digamos.
Dejó los zapatos sobre el tapete y, sin mayor inconveniente, se quitó las
medias y los pantalones al mismo tiempo, doblando todo sobre los zapatos.
Cogió todo en sus brazos y entró por fin al
apartamento, cerrando la puerta con un pie pues no tenía ninguna mano libre
para hacerlo. Su camisa y chaqueta también estaban empapadas pero no goteaban
así que no era necesario quitárselas. Caminó derecho a la lavadora y echó todo
lo que tenía en los brazos allí dentro. Acto seguido, se quitó la mochila de la
espalda, la dejó en el suelo y se quitó el resto de ropa para quedar solamente
en calzoncillos, que terminó quitándose también.
Cerró la tapa de la lavadora y se alejó de
allí, después de levantar la mochila del
suelo y dejarla en una de las cuatro sillas de su pequeña mesa de comedor.
Estaba mojada pero nada de lo de adentro se había perjudicado con el agua, lo
que era un milagro porque la lluvia había empezado a caer con mucha abundancia,
y el viento huracanado no había ayudado en nada. Sonrió al recordarse a si
mismo luchando contra los elementos para caminar desde la parada del bus hasta
la casa.
Desnudo como estaba, se echó en el sofá y se
cubrió con una manta que tenía doblada a un lado, para ocasiones como esa. Al
fin y al cabo que era la época más fría y lluviosa del año en la ciudad, con
pocos días de solo y muchas tormentas que incluso traían granizo. Se cubrió con
cuidado, se aseguró de prender el televisor para tener algo de sonido de
ambiente y se quedó dormido en pocos minutos. El calor de la manta era tal, que
no sintió la ráfagas de viento que golpeaban las ventanas.
Se despertó un par de horas después, cuando ya
estaba oscureciendo o al menos eso parecía. Y no se había despertado por si
mismo sino que había sido el sonido del intercomunicador el que había
interrumpido su descanso. Medio dormido todavía, se puso de pie y caminó casi a
oscuras hacia la pared de la cocina para contestar. El recepcionista del
edificio le anunciaba que alguien preguntaba por él. Al comienzo Román no
entendió el nombre que el recepcionista decía. Pero cuando lo escuchó bien, sus
ojos quedaron abiertos de golpe.
Ese nombre era uno que no había escuchado en
muchos años. Eran el nombre y apellidos de su primer novio, un chico que había
conocido en la escuela gracias a esos intercambios deportivos que hacen algunos
colegios para promover la amistad y ese tipo de cosas. Román solo había estado
en el equipo de futbol del colegio un año y era solo un suplente. Había tenido
que aceptar pues la mayoría de estudiantes eran mujeres y ellas tenían su
propio equipo. Era casi su deber aceptar el puesto.
Federico, el que estaba en la entrada de su
edificio, era el goleador estrella del equipo de uno de los colegios contra los
que se enfrentaban a menudo. Román no jugó en el partido definitivo pero si
estuvo allí para ver como Federico goleaba a su equipo, casi sin ayuda de
nadie. Por alguna razón, en esa felicitación que se dan los equipos al final de
un partido, los dos empezaron a hablar más de la cuenta. En los días
siguientes, se encontraron en alguna red social y empezaron a hablar más.
Román le dijo al recepcionista que le dijera a
Federico que bajaría enseguida. Estuvo tentado a decirle que le preguntase la
razón de su visita, pero la verdad era que el celador era tan chismoso que lo
mejor era no darle más información de la necesaria. Después de colgar, Román
casi corrió a la habitación y se pudo algo de ropa informal. Por un momento
pensó en vestirse bien pero recordó que estaba en casa y que había tormenta y
no había razón para que estuviese bien vestido viendo televisión.
Se puso un pantalón que usaba para hacer
deporte cuando podía, unas medias gruesas, una camiseta cualquiera y una
chaqueta de esas como infladas porque de seguro el frío sería más potente en el
primer piso. Cuando se puso unos zapatos viejos, se detuvo por un momento a
pensar en el Federico que recordaba, con el que se había dado su primer beso en
la vida, a los quince años de edad. Había sido en una calle algo oscura,
después de haber comido un helado de varios sabores.
Sacudió la cabeza y enfiló hacia la puerta,
tomó las llaves y cerró por fuera, aunque no sabía muy bien porqué. No pensaba
demorarse. En el ascensor, jugó con las llaves pasándoselas de una mano a la
otra y luego se miró detenidamente en el espejo, dándose cuenta que tenía un
peinado gracioso por haberse quedado dormido en el sofá. Trató de aplastárselo
lo mejor que pudo pero no fue mucho lo que hizo. Cuando se abrió la puerta del
ascensor sintió un vacío extraño en el estomago. Se sintió tonto por sentirse
así pero no era algo fácil de controlar.
En la recepción había dos grandes sofás y dos
sillones, como una pequeña sala de estar para las personas que esperaban a que
llegara a alguien o que, como Román, no querían que nadie subiera a su
apartamento así no más. En uno de los sillones estaba Federico, de espalda.
Román lo reconoció al instante por el cabello que era entre castaño y rubio.
Era un color muy bonito y que siempre había lucido muy bien con sus ojos color
miel, que eran uno de sus atributos físicos más hermosos.
De nuevo, Román sacudió la cabeza y se acercó
caminando como un robot. Federico se dio la vuelta y sonrió. No había cambiado
mucho, aunque en su cara se le veían algunas arrugas prematuras y sus ojos no
eran tan brillantes como en el colegio. Se saludaron de mano y se quedaron allí
de pie, observándose el uno al otro sin decir mucho. Solo hablaron del clima y
tonterías del pasado que no eran las que los dos estaban pensando. Pero así son
las personas.
Por fin, Román pudo preguntarle a Federico a
que debía su visita. Federico se puso muy serio de repente, parecía que lo que
iba a decir no era algo muy sencillo. Suspiró y dejó salir todo lo que tenía
adentro. Le confesó a Román que había sido alcohólico y luego había entrado en
las drogas. Según él, lo echaron de la universidad por su comportamiento y por
vender sustancias prohibidas. Estuvo así unos cinco años hasta que su madre
intervino y lo ayudó a internarse en una clínica especializada.
Había estado allí hacía casi dos años y ya
estaba en las últimas etapas para poder terminar su tratamiento. Había dejado
el alcohol en los primeros meses y lo de las drogas había sido más complicado,
por la respuesta física a la ausencia de las sustancias. Pero ya casi estaba
bien, finalmente. Sin embargo, para poder terminar por completo, debía de
contactar personas a las que les hubiese mentido o hecho daño de alguna manera
en su vida y por eso había buscado a Román. Venía a disculparse.
Román, sin embargo, no entendía muy bien. No
recordaba nada con alcohol y mucho menos con drogas cuando ellos habían salido,
algo que solo duró algunos meses. Pero Federico confesó que por ese entonces
había comenzado a beber, a los diecisiete años. Culpaba a “malas influencias”.
Le confesó a Román que había dejado de verlo
porque prefería seguir tomando y estar con personas que le permitieran ese vicio.
No lo pensó mucho, solo lo dejó. Y Román lo recordaba. No supo qué decir. Lo
tomó por sorpresa cuando Federico empezó a llorar y se le echó encima a
abrazarlo. Román estaba perdido.