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miércoles, 17 de enero de 2018

El reencuentro (Parte 2)

   Federico no había exagerado cuando había contado su historia de vida. En las semanas siguientes a la visita a Román, este se había involucrado lentamente pero de manera bastante profunda en la vida de su antiguo romance de colegio. Lo había acompañado a un par de reuniones de alcohólicos anónimos y se sorprendió al ver lo emocionalmente cargadas que podían ser esas reuniones. Muchas personas se desahogaban y terminaban llorando desconsoladas, otros contaban sus historias como si fueran de alguien más.

 Román trató de mantenerse al margen, sentándose casi en la penumbra y solo escuchando. Al fin y al cabo era un lugar para que se reunieran aquellos que de verdad tenían problema con la bebida. Él solo venía de apoyo, o al menos eso se decía a si mismo porque la verdad no sabía muy bien que pintaba él en todo el asunto y menos aún cual era su rol en la vida de Federico. Habían pasado mucho tiempo juntos, después de años de no verse, pero no era como en esas épocas pasadas.

 A veces había algo de tensión, unas veces romántica y otras claramente sexual. Había instantes en que se quedaban sin decir palabra y solo se miraban o, al contrario, dejaban de mirarse pero se tomaban de la mano o se abrazaban en silencio. No era una relación muy común que digamos, eso estaba claro, pero Román sentía que si se ponía a pensar mucho en el asunto, no llegaría a ningún lado y probablemente terminara insatisfecho con la situación actual de su vida, en todo el contexto de la palabra.

 Es que por estar detrás de Federico, salvándolo de botellas de alcohol y yendo a sus reuniones y estando con él para que no enloqueciera, Román había empezado a descuidar su trabajo y su jefe ya le había advertido que su bajo rendimiento no era algo aceptable y que si seguía igual no habría de otra sino despedirlo por sus malos resultados. Cuando lo citó en su oficina para decirle eso, Román no sabía si reír o llorar. Claro que perdería su salario, su modo de vida, pero es que odiaba su trabajo.

 Después del colegio no había encontrado nada, por lo que siguió estudiando y así varios años, buscando cosas que aprender y que explorar, hasta que su padre le consiguió ese puesto como para que tuviera un salario estable y no llegara a viejo con deudas y sin tener una responsabilidad clara en la vida. Había terminado en ese lugar por qué sí y no porque tuviese nada que aportar de valor en ese espacio. La verdad era que Román a veces se sentía igual o peor de perdido que el mismo Federico. Incluso hubo una noche en que se lo confesó y Federico le respondió con un abrazo.

 El fin de semana del día de San Valentín fue especialmente difícil para Federico. Cuando Román llegó casi corriendo a su apartamento, lo encontró cubierto en lágrimas y habiendo bebido media botella de vodka. Su aliento era horrible y era más que evidente que no había bebido solo eso. Román pensaba que Federico estaba mucho mejor pero resultaba que todo era una fachada hecha de papel, que se podía venir abajo con nada. En este caso, habían sido los recuerdos del pasado.

 Entre hipos, lágrimas y la resistencia de Federico a revelar la cantidad de botellas que tenía en la casa, él mismo le reveló a Román que había tenido una novia muy especial por algunos años. Ella también había tratado de mantenerlo alejado de la bebida pero no lo logró y salió de su vida de repente, si ningún tipo de aviso o de advertencia. Simplemente desapareció un día y Federico jamás supo de ella hasta que contrató un detective que pudo ubicarla. Pero el pasado dolía mucho así que dejó todo como estaba.

 Sin embargo, le contó a Román que ella había sido su momento más feliz en la vida. Con ella se había planteado incluso tener una familia, con hijos y toda la cosa, una casa grande y perro. Todo lo habían hablado y hubo un tiempo en el que estaban seguros de que podrían lograrlo. Tan hábil era ella, que logró hacerlo tener un trabajo estable por un tiempo hasta que todo se vino abajo y por eso desapareció la mujer entre la neblina que era la vida de Federico, perdido todavía.

 Román no sintió nada en especial cuando le contó esa historia. En parte porque no entendía él que tenía que ver con todo eso y en parte porque Federico vomitó el alcohol encima suyo y tuvo que quitarse la ropa y ponerla a lavar mientras obligaba al dueño del apartamento a entrar a la ducha y darse un baño de agua fría para aclarar la mente. Era como tratar con un niño y Román entendió porque esa mujer había elegido desaparecer: solo quería tener una vida normal y lidiar con sus propios demonios.

 Como pudo, ayudó a Federico a cambiarse y a acostarse en su cama. Había sido extraño verlo desnudo por un momento, pero luego Román se dio cuenta de que la situación no tenía nada que ver con el pasado, con nada de lo que había ocurrido entre ellos o entre Federico y nadie más. Cuando una persona está enferma como él, no importa nada más que hacer que vuelva a estar sano o al menos en un estado en el que pueda tomar algunas decisiones claras sobre lo que quiere hacer. Cuando la ropa terminó de lavar, Román la colgó y se acostó en el sofá.

 Esa noche no durmió nada bien. Cuando despertó de golpe, tras dormir apenas unas tres horas, se apuró a buscar su billetera y demás pertenencias pero entonces una voz le recordó que era sábado y que no tenía porque apurarse. La voz era la de Federico, que parecía mucho más calmado que durante la noche anterior. Tenía bolsas muy marcadas bajo los ojos y su piel era tan blanca que casi parecía ser transparente en algunas partes. Sin embargo, estaba allí de pie, haciendo el desayuno.

 Román se dijo que le había puesto una cobija encima por la noche y lo agradeció, porque el frío era mortal. Además, según el reloj de la cocina, no eran todavía las siete de la mañana. Jamás se despertaba tan temprano un fin de semana, ni siguiera estando enfermo. Pero como su sueño había sido tan intranquilo, no dudó en ponerse de pie y ayudar a Federico a poner todo en orden. Lo hicieron en silencio, sin decir nada sobre la noche anterior ni sobre nada de nada.

 Al sentarse a desayunar los huevos revueltos que habían cocinado, comieron también en silencio, lanzándose miradas cada cierto tiempo. De repente, Federico estiró la mano derecha y tomó la izquierda de Román. La apretó suavemente y así siguieron comiendo sin decir nada. Por supuesto, a Román le pasaron miles de cosas por la mente pero no quería enfocarse en ninguna de ellas. Estaba cansado y tenía hambre y solo quería reponer algo de fuerzas para no sentirse como una bolsa vacía.

 Cuando terminaron, lavaron los platos juntos y luego se miraron de nuevo, como si pudieran ver algo que nadie más podía en los ojos del otro. De nuevo, Federico le tomó la mano y llevó a Román hasta el sofá, donde se recostaron juntos y vieron la televisión hasta quedarse dormidos, abrazados. Se despertaron en la tarde, con el cuerpo algo menos adolorido y una sensación extraña, sentían que algo había pasado pero no estaban muy seguros de qué era o de cómo averiguarlo.

 Eventualmente, Román volvió a su casa y allí pudo pensar por un tiempo. Pero nada de lo que se le ocurría tenía sentido o simplemente le daba demasiados nervios concentrarse en cosas que no eran o que al menos él no sabía si eran o no eran realidad.


 Decidió simplemente hacer lo que se sentía correcto en cada momento y dejar de dudarlo todo. Tal vez era solo una necesidad que cada uno necesitaba satisfacer y pasaba que ambos estaban en el lugar y momento correctos. Román pensó que ciertamente había cosas peores que podían suceder.

viernes, 12 de enero de 2018

El reencuentro (Parte 1)

   Lo primero que hizo Román al abrir la puerta de su apartamento fue, cuidadosamente, quitarse los zapatos en el tapete de la entrada para no ensuciar el interior de su hogar. Siempre le gustaba tener todo lo más limpio posible y,  con la tormenta que se había desatado afuera, no había manera de entrar muy limpio que digamos. Dejó los zapatos sobre el tapete y, sin mayor inconveniente, se quitó las medias y los pantalones al mismo tiempo, doblando todo sobre los zapatos.

 Cogió todo en sus brazos y entró por fin al apartamento, cerrando la puerta con un pie pues no tenía ninguna mano libre para hacerlo. Su camisa y chaqueta también estaban empapadas pero no goteaban así que no era necesario quitárselas. Caminó derecho a la lavadora y echó todo lo que tenía en los brazos allí dentro. Acto seguido, se quitó la mochila de la espalda, la dejó en el suelo y se quitó el resto de ropa para quedar solamente en calzoncillos, que terminó quitándose también.

 Cerró la tapa de la lavadora y se alejó de allí,  después de levantar la mochila del suelo y dejarla en una de las cuatro sillas de su pequeña mesa de comedor. Estaba mojada pero nada de lo de adentro se había perjudicado con el agua, lo que era un milagro porque la lluvia había empezado a caer con mucha abundancia, y el viento huracanado no había ayudado en nada. Sonrió al recordarse a si mismo luchando contra los elementos para caminar desde la parada del bus hasta la casa.

 Desnudo como estaba, se echó en el sofá y se cubrió con una manta que tenía doblada a un lado, para ocasiones como esa. Al fin y al cabo que era la época más fría y lluviosa del año en la ciudad, con pocos días de solo y muchas tormentas que incluso traían granizo. Se cubrió con cuidado, se aseguró de prender el televisor para tener algo de sonido de ambiente y se quedó dormido en pocos minutos. El calor de la manta era tal, que no sintió la ráfagas de viento que golpeaban las ventanas.

 Se despertó un par de horas después, cuando ya estaba oscureciendo o al menos eso parecía. Y no se había despertado por si mismo sino que había sido el sonido del intercomunicador el que había interrumpido su descanso. Medio dormido todavía, se puso de pie y caminó casi a oscuras hacia la pared de la cocina para contestar. El recepcionista del edificio le anunciaba que alguien preguntaba por él. Al comienzo Román no entendió el nombre que el recepcionista decía. Pero cuando lo escuchó bien, sus ojos quedaron abiertos de golpe.

 Ese nombre era uno que no había escuchado en muchos años. Eran el nombre y apellidos de su primer novio, un chico que había conocido en la escuela gracias a esos intercambios deportivos que hacen algunos colegios para promover la amistad y ese tipo de cosas. Román solo había estado en el equipo de futbol del colegio un año y era solo un suplente. Había tenido que aceptar pues la mayoría de estudiantes eran mujeres y ellas tenían su propio equipo. Era casi su deber aceptar el puesto.

 Federico, el que estaba en la entrada de su edificio, era el goleador estrella del equipo de uno de los colegios contra los que se enfrentaban a menudo. Román no jugó en el partido definitivo pero si estuvo allí para ver como Federico goleaba a su equipo, casi sin ayuda de nadie. Por alguna razón, en esa felicitación que se dan los equipos al final de un partido, los dos empezaron a hablar más de la cuenta. En los días siguientes, se encontraron en alguna red social y empezaron a hablar más.

 Román le dijo al recepcionista que le dijera a Federico que bajaría enseguida. Estuvo tentado a decirle que le preguntase la razón de su visita, pero la verdad era que el celador era tan chismoso que lo mejor era no darle más información de la necesaria. Después de colgar, Román casi corrió a la habitación y se pudo algo de ropa informal. Por un momento pensó en vestirse bien pero recordó que estaba en casa y que había tormenta y no había razón para que estuviese bien vestido viendo televisión.

 Se puso un pantalón que usaba para hacer deporte cuando podía, unas medias gruesas, una camiseta cualquiera y una chaqueta de esas como infladas porque de seguro el frío sería más potente en el primer piso. Cuando se puso unos zapatos viejos, se detuvo por un momento a pensar en el Federico que recordaba, con el que se había dado su primer beso en la vida, a los quince años de edad. Había sido en una calle algo oscura, después de haber comido un helado de varios sabores.

 Sacudió la cabeza y enfiló hacia la puerta, tomó las llaves y cerró por fuera, aunque no sabía muy bien porqué. No pensaba demorarse. En el ascensor, jugó con las llaves pasándoselas de una mano a la otra y luego se miró detenidamente en el espejo, dándose cuenta que tenía un peinado gracioso por haberse quedado dormido en el sofá. Trató de aplastárselo lo mejor que pudo pero no fue mucho lo que hizo. Cuando se abrió la puerta del ascensor sintió un vacío extraño en el estomago. Se sintió tonto por sentirse así pero no era algo fácil de controlar.

 En la recepción había dos grandes sofás y dos sillones, como una pequeña sala de estar para las personas que esperaban a que llegara a alguien o que, como Román, no querían que nadie subiera a su apartamento así no más. En uno de los sillones estaba Federico, de espalda. Román lo reconoció al instante por el cabello que era entre castaño y rubio. Era un color muy bonito y que siempre había lucido muy bien con sus ojos color miel, que eran uno de sus atributos físicos más hermosos.

 De nuevo, Román sacudió la cabeza y se acercó caminando como un robot. Federico se dio la vuelta y sonrió. No había cambiado mucho, aunque en su cara se le veían algunas arrugas prematuras y sus ojos no eran tan brillantes como en el colegio. Se saludaron de mano y se quedaron allí de pie, observándose el uno al otro sin decir mucho. Solo hablaron del clima y tonterías del pasado que no eran las que los dos estaban pensando. Pero así son las personas.

 Por fin, Román pudo preguntarle a Federico a que debía su visita. Federico se puso muy serio de repente, parecía que lo que iba a decir no era algo muy sencillo. Suspiró y dejó salir todo lo que tenía adentro. Le confesó a Román que había sido alcohólico y luego había entrado en las drogas. Según él, lo echaron de la universidad por su comportamiento y por vender sustancias prohibidas. Estuvo así unos cinco años hasta que su madre intervino y lo ayudó a internarse en una clínica especializada.

 Había estado allí hacía casi dos años y ya estaba en las últimas etapas para poder terminar su tratamiento. Había dejado el alcohol en los primeros meses y lo de las drogas había sido más complicado, por la respuesta física a la ausencia de las sustancias. Pero ya casi estaba bien, finalmente. Sin embargo, para poder terminar por completo, debía de contactar personas a las que les hubiese mentido o hecho daño de alguna manera en su vida y por eso había buscado a Román. Venía a disculparse.

 Román, sin embargo, no entendía muy bien. No recordaba nada con alcohol y mucho menos con drogas cuando ellos habían salido, algo que solo duró algunos meses. Pero Federico confesó que por ese entonces había comenzado a beber, a los diecisiete años. Culpaba a “malas influencias”.


 Le confesó a Román que había dejado de verlo porque prefería seguir tomando y estar con personas que le permitieran ese vicio. No lo pensó mucho, solo lo dejó. Y Román lo recordaba. No supo qué decir. Lo tomó por sorpresa cuando Federico empezó a llorar y se le echó encima a abrazarlo. Román estaba perdido.

viernes, 6 de marzo de 2015

Ampollas y Libertad

     Ampollas. Al menos cinco que pueda ver en el pie derecho. En el izquierdo, solo unas tres. Con razón el dolor, casi infernal, al pisar con botas para escalar y medias gruesas. Quien lo diría, siendo ambos de la talla justa. Pero así son las cosas. Mientras tanto me siento aquí en esta roca y planeo mis siguientes movimientos. Podría seguir el río que corre por el cañón, lo que me llevaría, tarde o temprano, a algún punto poblado de la región. Pero no sé todavía si eso es lo que quiero, si quiero “interactuar” a estas alturas, cuando apenas siento que he empezado.

 Caminar, explorar, de verdad ver y sentir la Tierra en la que vivimos. Esa fue mi idea cuando lo empecé a planear todo, cuando mis padres me vieron con cara de preocupación, cuando toda persona a la que le contaba mi plan se me quedaba mirando como si tuviera una enfermedad contagiosa o como si me hubiera vuelto completamente loco. Pero no siento que así sea. Solo siento que necesito alejarme, necesito enfrentarme a mi mismo en un ambiente en el que no pueda dañar a nadie sino a mi mismo, si eso llegara a ocurrir.

 Aquí, entre los riachuelos, los bosques y las montañas silentes, he podido verme a mi mismo como nunca antes y no me arrepiento de nada. Todavía me falta mucho más que hacer y mucho más que caminar y explorar. No voy a dejar que esto me gane. Es como un reto, un desafío que me impongo para probarme y llevar mi cuerpo y mi mente a límites a los que jamás han ido antes. Después de todo, he vivido mi vida en la comodidad, nunca he hecho mucho ejercicio y, como seres humanos, estamos cada vez más enfocados en la tecnología y alejados de la realidad del mundo así que porque no acercarme más, porque no cambiar de perspectiva.

 He estado caminando por una semana y me parece que no ha pasado mucho tiempo todavía. Siento que podría quedarme aquí para siempre. Es imposible, claro está, porque las raciones no son para siempre y hay días en los que cazar y tomar agua del río no es suficiente. Además, sería interesante ver como he cambiado, si es que ha habido algún cambio a notar en estos días, respecto a mi interacción con otras personas.

 La verdad no creo que sea mucho el cambio. No soy alguien que guste de la gente así no más. De hecho muchas veces me aburro, sobre todo si son grupos de mucha gente. Las fiestas y aglomeraciones simplemente me cierran, me vuelven más hosco de lo que siempre he sido y me llevan a sitios de mi mente de los que no son particularmente fanático. En parte, por eso estoy aquí, para enfrentar esas sombras que no quiero ver a la cara en mi vida diaria. Muchos dicen que eso es normal y sano pero no me parece. Hay que afrontar las cosas y yo lo estoy tratando de hacer aquí, entre los árboles.

 Bajo al río para tomar algo de agua y meter los pies allí, a ver si siento menos el dolor. En el estado en el que están, no podré llegar muy lejos. Nada más caminar al río fue una prueba bastante dura de dolor y aguante, pero no creo que pueda prolongar eso por días, que sería lo que habría que caminar hasta un puesto de salud donde puedan ayudarme o un lugar donde pueda reposar más tranquilo. No, tendrá que ser aquí. Si me quedo un par de días a la orilla del río, nada malo podría pasarme.

 Lo bueno de aquí es que los seres humanos no han llegado o al menos no encontraron nada para quitarle a la Tierra. Es un páramo desolado y creo que eso es lo que más me gusta de todo: el sonido del silencio, de la paz, de la tranquilidad sin límites que puede haber aquí. Armar la carpa para dormir va a ser horrible pero sé que adentro me sentiré cómodo y que mañana podré pescar algo delicioso para comer, frito ligeramente en la pequeña cocina que traje.

 Al otro lado del riachuelo hay conejos. Puedo verlos moviéndose casi en círculos, como si esa fuera su forma de explorar cada centímetro del suelo, buscando comida para sus enormes familias. Su orejas a veces erguidas, a veces abajo, sobre sus pequeñas cabezas. Lo peor del momento es que sé que si me da mucha hambre, tendré que matar un pequeño conejo. Solo uno, ya que no soy una persona muy grande y estoy solo. Créanme que la culpa estará presente pero también el dolor de estomago por siempre comer lo mismo y la ansiedad de no tener que comer. En todo caso es una posibilidad, una que tendré en cuenta cuando no pueda encontrar buenos peces.

 Comí hace unas horas y la verdad no tengo nada de hambre. Tengo alguna barra energética para la noche y listo, no necesito más que eso. La noche, en todo caso, está hecha para pensar y reflexionar sobre mí mismo, para cogerme a puños si quiero o para llorar en silencio, sin nadie que pueda venir a ayudarme. Puede sonar terrible lo que digo pero así son las cosas. No podría decir que soy una persona totalmente estable pero tampoco soy un problema ambulante. Supongo que solo soy humano y eso no está mal o al menos no lo creo.

 Una vez me hice sangrar la frente y la nariz. Eso fue el segundo día. Me lavé en el río con agua fría y respiré pausadamente después de eso. Sorprendentemente, desde ese día, siento como si me hubiese quitado un peso de encima. Como si algo que me había estado apretándome el corazón hubiese de repente desaparecido. Muchos me preguntarían porque hacerlo aquí y no en un gimnasio o aprendiendo a boxear. La respuesta es fácil: lo que tengo adentro prefiero sacarlo a mi manera, dejarlo salir sea destructivamente o con calma. No necesito la disciplina del deporte sino el caos de la naturaleza, la falta de control.

 Toda la vida controlándolo todo y para que. Somos seres ordenados, incluso lo más distraídos. Se nos ha enseñado que es de mal gusto sentir emociones violentas cuando, lo más natural, es que así sea. Después de todo somos animales, evolucionados, pero animales en todo caso. Debemos dejar salir lo que tenemos adentro. Algunos lo hacen gritando, otros golpeando y otros prefieren consumirse lentamente en su propio odio y desdén. Obviamente, la última opción es demasiado destructiva y daña, no solo a nuestra mente, sino a las de los que nos rodean.

 Lo bueno de estar aquí, armando mi tienda de acampar sobre el prado algo húmedo al lado del riachuelo, es que no puedo dañar a nadie. Si dejo salir mi rabia, mis frustraciones, es imposible que afecten a nadie. Además, aquí entre nos, no soy alguien que grita mucho. Así que los animales tampoco se espantan mucho. De hecho, en las mañanas, suelo ser visitado por alguna criatura curiosa. Como no me comporto violentamente a esas horas, me miran con esos grandes ojos, sin miedo alguno.

 No hay nada en este mundo como ver los ojos de un animal. Puede que no reflexionen pero es imposible no creer que piensan, a su manera si es posible, pero lo hacen. Una mañana, un zorro había entrado a mi tienda y me despertó lamiéndome una herida que tenía en los nudillos. Lo hizo con delicadeza y soltó un sonido compasivo después. Se fue sin más pero me hizo sentir mejor de lo que ningún ser humano hubiese podido lograr. Y después me preguntan que porque me vine hasta aquí…

 La idea es volver a casa después de un mes. Cuando cumpla los treinta días ver ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽s. Cuando cumpla los treinta daqu soltsible, pero lo hacen. Una mañana, un zorro habposible no creer que piensan, asu é que hacer. Para entonces espero haber enfrentado todos mis demonios y haberlos derrotado o al menos, haber llegado a ciertos acuerdos con cada uno de ellos. Esa es la mejor forma de estar en paz, no solo con uno mismo sino con todos los que nos rodean. Hay que reconocernos y dejar de ignorar que unos u otros existen. Hay que tumbar esas fronteras imaginarias y acercarnos más, así sea solo para reconocer en el otro una humanidad que compartimos y nada más.

 Hace mucho frío aquí y los dedos se cansan rápido al escribir pero me gusta la idea de haber traído un diario. Mantiene mi mente despierta y consciente y me deja registrar cada estúpido pensamiento que pasa por mi mente. Espero que mañana pueda caminar mejor, aunque mis pies seguramente no quieran recibir más presión. Moveré la tienda al menos unos metros para no acostumbrar a nadie a mi presencia y para sentir que no desperdicio estos días de descanso que me doy.

 Me río de pensar en lo que muchos de mis amigos dirían: “Como descansar cuando te fuiste precisamente a eso”. Porque eso piensan que vine a hacer. A relajarme. Y, aunque lo estoy haciendo y no lo niego, no fue ese el punto de mi viaje. Como ya lo dije, tuve otras razones que prefiero no repetir para no aburrir a nadie ni a mi mismo. A veces los extraño, a mis amigos y a mi familia. Los quisiera tener cerca para contarles lo que he visto y lo que he sentido, lo que he aprendido de mi mismo y del mundo.


 Suena existencial y hasta místico y puede que lo sea pero el punto de todo es que me siento más libre aquí de lo que jamás me he sentido. Siento que puedo hacer lo que quiera y no hay quien me diga que no. Ahora me doy cuenta que esa es otra razón por la que quise venir aquí: porque quería ser libre y creo que lo estoy logrando.