Para Mateo lo peor que le podía haber pasado
era fracturarse el tobillo. Había sido un tropezón tan ridículo que le daba
rabia pensar que por semejante accidente tan estúpido se fuese a perder tantos
juegos importantes. Había entrenado todos los días, casi sin descanso. Llegaba
a casa rendido y no le dirigía la palabra a su novio, que no le gustaba que se
esforzara tanto pero había aprendido a no decirle nada para que no reaccionara
de mala manera. Mateo era jugador de fútbol y lo había sido desde que tenía unos
cinco años. Su padre lo llevaba a entrenamientos y cuando no había lo llevaba
al parque a jugar por horas con una pelota. El padre había tenido el sueño de
ser futbolista pero un accidente se lo había impedido.
Y ahora Mateo también había tenido un accidente
pero menos grave. El doctor del equipo le había asegurado que volvería a jugar
después de algo de terapia intensiva pero eso no aminoraba la frustración del
hombre de 29 años que deseaba con toda su alma jugar y llevar a su equipo a la
victoria. El accidente había sido uno relacionado a otro deporte: la
equitación. Una amiga de él y de su novio los había invitado a su casa de campo
y habían montado a caballo. Fue solo bajando del animal que Mateo dio un mal
paso y se fracturó su pierna. Fue de esos accidentes idiotas que nadie entiende
pero son casi graves y muy trascendentales. Ahora Mateo tenía que quedarse en
casa un mes entero, perdiéndose el las eliminatorias para el campeonato en las
que tanto deseaba participar.
Su novio trabajaba todo el día en una compañía
de química por lo que no podía cuidarlo como quisiera. Algunos días salía
temprano y estaba con él pero no era lo
mismo. Sin embargo, el primer fin de semana después del accidente fue uno de
los mejores de la vida de ambos. Esto porque su relación se había ido
estancando poco a poco y ya ni se veían después de trabajar, tan solo para
dormir y llegaban tan cansados que no había energía ni para sexo, ni para
conversaciones ni para nada. Se habían ido alejando lentamente y con el accidente
se dieron cuenta de cuan extraños se sentían el uno frente al otro. Pero la
realidad era que se amaban como siempre solo que habían olvidado expresarlo.
Ese fin de semana el novio de Mateo, cuyo
nombre era Fer, decidió hacer una cena para los dos. La cocinó el mismo y le
propuso a Mateo que se arreglaran, como jugando a la cita a ciegas. Cuando
Mateo vio a Fer y viceversa, fue como si se volvieran a ver después de años de
separación. Se volvieron a enamorar, si es que se puede decir algo así. La cena
estuvo deliciosa y conversaron de sus vidas y rieron de cosas que hacía tiempo
no recordaban. Compartieron sus opiniones y tuvieron el mejor sexo de sus
vidas, eso a pesar del yeso de Mateo. Al otro día fue igual y se dieron cuenta
de lo que cada uno se había perdido al irse alejando por culpa del trabajo y
las obligaciones.
La semana siguiente,
Fer trató de venir temprano del trabajo pero tuvieron que pedirle a la hermana
de Mateo que viniese a quedarse con su hermano en las tardes, mientras se
mejoraba y para que no estuviera solo. El inconveniente era que ella tenía un
niño pequeño y a Mateo nunca le habían gustado los niños. A Fer sí pero no era una necesidad ni nada
para él así que nunca habían tenido que hablar de adoptar en un futuro ni nada
parecido. Y era que también el hijo de la hermana de Fer no era la mejor
referencia en cuanto a niños. De hecho Mateo creía que esa criatura podía ser
calificada por cualquiera como un demonio, que iba de aquí para allá sin ningún
orden ni contemplación, tumbando cosas y dañando otras.
Tuvo que soportar esos días con el niño, que
no hacía sino preguntarle sobre su pierna y si dolía. Mateo siempre respondía
que sí y trataba de alejarse lo que más pudiera con sus muletas pero era inútil
tratar de hacerlo. En la primera semana, el demonio aquel lo pateó al menos dos
veces por día y lo hizo caer una vez. Cuando la hermana de Mateo vino a
recogerlo lo regañó a él y le dije que tenía que aprender a caminar a menos que
quisiera romperse las piernas todos los días. Estaba comprobado que el niño era
el mismo diablo, convertido en una criatura pequeña y rastrera. Le sonría a
Mateo de manera pícara y siempre estaba al acecho, como si fuese un pequeño
león o algo por el estilo.
La manera que tenía Mateo de alejarse de todo
era encerrándose en su cuarto. Allí podía ver todos los partidos de fútbol que
quisiese y también leer libros que nunca había terminado. Durante un tiempo,
Mateo había soñado con escribir una novela de fantasía, como aquellas que había
leído en su niñez, ahora las releía para descubrir de nuevo eso que había
sentido cuando era pequeño. Tanta era su adoración por aquellos temas, que cada
de podía le pedía a Fer que le leyera y él solo lo abrazaba y escuchaba cada
palabra. Nunca escribió nada y sus ganas se desvanecieron cuando el fútbol se
convirtió en una opción viable para vivir pero de todas maneras extrañaba la
fantasía y por eso volvía a ella con el accidente.
Pero incluso hacer algo tan simple como leer
podía constituir un reto. El niño demonio hacía de las suyas por todos lados y
Mateo había tenido que decirle a su hermana que lo controlara o simplemente no
podían volver de visita. El ultimátum no le sintió bien a la pobre mujer que
casi nunca veía a su hermano y quería compensar este hecho con ayuda en casa y
compañía pero por fin se daba cuenta del verdadero problema: Mateo no soportaba
los niños. Lo que hizo entonces fue hablar con su hermano y decirle que quería
estar allí para él pero tenía que traer al niño también pues no tenía a nadie
que lo cuidara. Estaba en la misma posición con él que con Mateo.
Por los días siguiente, el niño calmó sus
acciones. Ya no pintaba las paredes y no lo acosaba en su camino al baño o a
comer algo. Casi todo el tiempo se la pasaba dibujando y fue entonces que Mateo
se dio cuenta que jamás lo había visto como a un ni ño
de verdad. Decir algo así sonaba
horrible pero era porque para Mateo, su sobrino siempre había sido más una
molestia que cualquier otra cosa. Fue un día que lo vio dibujando, concentrado
y en paz, en el que se dio cuenta que los niños podían no ser tan malos. Pero
eso no fue lo que más le interesó sino lo que estaba dibujando el niño como
tal. Eran princesas y dragones y castillos y cosas por el estilo. Los dibujos
le gustaron al tío Mateo y, como quien no quiere la cosa, empezó a preguntar
por ellos y el niño le explicó cada uno.
Al día siguiente, Mateo se sentó en el sofá,
donde el niño dibujaba, y empezó a leer de uno de sus libros favoritos. El año
inmediatamente quedó prendado de la historia y, cuando Mateo quiso ir al baño,
le rogó que siguiera sin interrupciones pues la historia se ponía cada vez más
interesante. Así siguieron por los días siguiente, en los que Mateo le leyó
varias historias a su sobrino, para alegría de su hermana que nunca antes había
visto que el niño y su hermano se llevaran bien. Era bonito verlos juntos en el sofá, al niño
con la boca abierta mientras oía las palabras de Mateo y este último concentrado
en cada palabra, casi como si estuviese actuando cada escena.
Esto lo pudo ver Fer un viernes que pudo venir
temprano del trabajo. Él y la hermana de Mateo los miraron desde la cocina y
sonrieron al ver lo mucho que había cambiado el accidente a un hombre que nunca
antes había querido compartir nada de sus gustos personales y mucho menos con
un niño. Ese día, mientras Mateo y el niño leían, Fer y la hermana hicieron la
comida. Fue uno de los mejores días pues por primera vez se sentía como si
fuesen una familia verdaderamente unida. No había discusiones, solo
conversación y alegría y nada más. Cuando se fueron a acostar ese día, Mateo le
confesó a Fer que nunca antes se había sentido tan cercano a miembros de su
familia. Había decidido que quería ver a su padre.
Lo que pasaba con ellos era que el padre
estaba orgulloso de Mateo pero nunca había aceptado por completo que a él, a su
hijo lleno de testosterona, le gustaran los hombres y especialmente uno que no
tenía nada que ver con el deporte. Siempre había sido algo difícil, sobre todo
en las festividades de fin de año, cuando la familia siempre había acostumbrado
reunirse para festejar. Decidieron ir todos: el niño, Mateo, su hermana y Fer.
Los padres de Mateo vivían en una casa de campo muy alejada, pequeña y llena de
animales. Fue un poco difícil cuando llegaron, pues no habían avisado pero la madre
se encargó de que el padre no fuese un muro de concreto. Y por lo que parecía,
los años lo habían ablandado.
Días después, Mateo estaba jugando su primer
partido y con su energía y decisión, el equipo ganó fácilmente. La celebración
en el estadio fue monumental y lo primero que hizo el jugador fue besar a su
novio, alzar en brazos a su sobrino y abrazar a su hermana, en ese orden. Su
visión de la vida había cambiado a partir de lo que él siempre había sido, y
todo por un estúpido accidente.