El jarabe que me había dado el doctor tenía
un sabor horrible. No era algo sorprendente ya que prácticamente todos los
jarabes sabían horrible, no importa de que sabor se supone que sea. Este era
para mi garganta, pues la tenía bastante gastada por culpa de la gripa. Por un
par de días no había podido hablar del dolor y el jarabe fue como magia para mi
cuerpo, pues ya al otro día podía hablar con normalidad. Decidí ser juicioso y
tomarme la cucharada que debía tomarme cada tantas horas sin falta. No deseaba
quedarme con ese horrible dolor toda la vida.
Lo malo de todo era que tenía que seguir
trabajando, haciendo cosas para ganar al menos un poco de dinero para seguir
viviendo. Mi trabajo consistía en moverme de un lado al otro de la ciudad,
vendiendo productos por catalogo a quienes lo solicitaran. Internet hacía la
mayoría del trabajo pero había quienes preferían hacerlo con un ser humano
porque así podían hacer preguntas que serían respondidas al instante. Y la
gente siempre tenía muchas preguntas.
Cuando iba por la mitad del jarabe, tuvo que
visitar a una señora mayor al otro lado de la ciudad. La casita en la que vivía
no era nada muy especial por fuera. Sin embargo por dentro era como entrar en
un museo de hace cincuenta años. Todo estaba perfectamente conservado pero nada
de lo que había por ahí era actual. Lo único que contrastaba con el diseño
general era el celular que la mujer cargaba en la mano.
Tuve que llevar mi tableta electrónica para
mostrarle a la mujer los productos. Mientras ella veía lo que había, me contaba
de su hija la psicóloga, quien era la persona que le había recomendado el
servicio. Me hablaba de ella como si yo la conociera y francamente no tenía
idea de quién me estaba hablando. Debía ser que otro vendedor se había encargado
de ella o que pedía por internet y la señora no entendía muy bien lo que eso
significaba.
Le tuve mucha paciencia. De hecho, estuve toda
la tarde allí, esperando a que mirara cada una de las secciones del catalogo,
incluso aquellas que obviamente a ella no le interesaban, como la de los
juguetes o la de aparatos electrónicos. Me sirvió leche entera, que no puedo
tomar porque soy intolerante a la lactosa, y varias galletas de avena que
parecían hechas por ella misma.
Las galletas me las comí despacio pues estaban
algo secas y tuve que pedirle agua para poder comerlas. Le expliqué lo de la
leche pero la señora no entendía nada de la lactosa y de las horribles cosas
que me pasarían si me ponía a tomar leche. El caso es que me dejó servirme un
vaso de agua en la cocina. Aprovechando, me tomé mi cucharada de jarabe ahí
mismo.
Esa jugada no fue la más inteligente. Siempre
se me olvidaba que el medicamento me daba un sueño tremendo, una sensación
debilitante bastante desagradable. Era como si me curar a partir de la
destrucción de todo lo que era mi ser. Cuando me preguntó sobre el tipo de
madera que habían usado para la tapa de un piano, yo ya estaba medio dormido,
con la sensación de tener la cabeza inflada y llena de humo. Le respondí a
partir de mi memoria y miré el reloj. No era tan tarde como creía pero tampoco
tan temprano como para no irme.
Le pregunté a la mujer si podíamos seguir otro
día y ella me dijo que le parecía lo mejor. Sin embargo, me pidió que le
repitiera lo que había pedido para asegurarse de no haber pedido algo
innecesario y también para saber si se le había olvidado algo. Fue el momento
más complicado de mi vida. Me sentía peor que borracho, me sentía a la merced
de cualquier persona. Como pude, fui diciendo uno a uno los nombres de los
productos que había ido anotando.
Me esforzaba por pronunciar bien cada nombre,
por no equivocarme y parecer un idiota. Sentí que el tiempo se dilataba y que
cada palabra que salía de mi boca tomaba años para salir en verdad, como si
fuera un truco de magia muy lento. Al terminar miré a la mujer y, como yo la
veía, parecía calmada y no del todo extrañada por mi comportamiento. Mientras
ella pensaba si faltaba algo, tomé más agua.
Cinco minutos después estaba en la puerta,
despidiéndome con un apretón de manos que de pronto fue muy fuerte. No se me
podía pedir que controlara la fuerza en ese caso. Me sentía muy extraño y lo
único que quería era volver a mi casa. Creo que tuve un ataque de pánico apenas
estuve en la calle y tuve la suerte de no estar en un sitio concurrido ni nada
por el estilo. Sentía mis dientes castañar y el sonido de mis rodillas al
temblar.
Decidí respirar profundo y caminar hacia la
avenida, que no quedaba muy lejos de allí. Eran solo dos calles. Esa era mi
primera misión. Ya después habría otras pero lo importante era ir paso a paso.
Así que puse un pie frente al otro y empecé a caminar hacia la avenida. El
mundo no se quedaba quieto, me daba vueltas y tenía unas ganas terrible de
vomitar. Era la primera vez que el jarabe me sentaba así de mal.
Tal vez había sido la mezcla con la galletas
de avena viejas o ese sorbo que había tomado de la leche a petición de la
mujer. Era ofensivo cuando alguien no creía que uno supiera sus propios gustos.
Era algo insultante pero tuve que concederle el deseo a la anciana para que mi
tiempo allí terminara lo más rápido posible.
Cada paso lo daba como si sus pies fueran de
plomo. Los exageraba mucho para poder sentir que estaba avanzando. Muchas veces
me pasaba que creía haber caminado y de verdad no me había movido del mismo
sitio. Era algo horrible pero eso al menos me había pasado en casa un domingo,
cuando había tomado el jarabe y me habían dado ganas de ir al baño. Lo único
terrible de esa historia es que tuve que cambiar las sabanas cuando recobré mi
estado mental normal.
Cuando por fin llegué a la avenida, tomé aire
y respiré intranquilo. Sentía que sudaba frío, que las gotas me resbalaban por
la nuca y por las sienes. Traté de no mirar a nadie a los ojos pero fracasé
olímpicamente. Caminé hacia una parada de bus cercana y sentí como todo el
mundo me miraba a mi. Me miraban de arriba abajo como si fuera un monstruo
caminando suelto por ahí. Yo no mantenía la mirada con nadie y solo miré la
calle, esperando que apareciera un taxi pronto.
Jamás me subía a los taxis en mi ciudad. Los
conductores eran groseros y no tenían ni idea de manejar. Además, cobraban como
si estuviesen llevando a la reina de Inglaterra y no a mí, un pobre diablo que
apenas y tenía un trabajo con el cual poder seguir viviendo de manera más o
menos decente. Mantuve la mano arriba mientras pasaban los carros y por fin
paró uno. Lo miré y, aunque la imagen era brillante, supo que sí era un taxi.
Me subí con torpeza a la parte trasera y el conductor arrancó.
Me preguntó para donde iba pero yo no podía
hablar de inmediato. Necesitaba recuperar mis fuerzas. Sin embargo hice el
mayor esfuerzo y dije algo que no supe que fue pero al parecer sí había sido mi
dirección porque el hombre no volvió a preguntarme nada. Sin embargo, no
confiaba en mí mismo así que saqué mi celular y busqué mi nombre. Tenía escrita
mi dirección por si se me perdía el aparato alguna vez, aunque ningún ladrón
devuelve nada en estos tiempos.
Le mostré la dirección al hombre y creo que
asintió. En el asiento trasero de ese taxi me sentí morir. Quería llorar y
gritar y patear y hacer otro montón de cosas porque me sentía débil y a punto
de perder el conocimiento. El viaje parecía no parar y yo miraba por la ventana
y hacia delante moviendo las piernas con desespero, cruzando los dedos porque
parara ya.
Cuando por fin lo hizo, me enredé sacando
dinero y creo que le di más de lo que era. No me importó, no en ese momento.
Salí a la calle con mi maletín en una mano y mi celular en la otra. Caminé
derecho y descubrí que sí estaba en mi edificio. Minutos después la ropa estaba
por el piso y yo estaba metido en la cama temblando.
¡Maldita medicina! Y yo no decía nada porque la
porquería sirve y, ¿qué sentido tendría quejarse de lo que sirve?