jueves, 18 de diciembre de 2014

Pena de muerte

Fueron llegando de a poco. Algunos saludaban al guarda que estaba junto a la puerta o los funcionarios de la cárcel que estaban en la fila trasera, compuesta de cinco asientos, todos ya ocupados. Frente a ellos había dos grupos de sillas. El más cercano a la puerta consistía de quince sillas exclusivas para los familiares de las víctimas. El otro grupo, de apenas cinco asientos, era para los familiares del condenado. En frente, había una ventana, tapada del otro lado por una cortina blanca

El aspecto general del lugar era bastante apagado, casi hospitalario. La gente que venía en representación de las víctimas ya llenaban los asientos, incluso había gente de pie y un hombre discutía con un guarda que había llegado. Pedía que dejaran entrar a su hijo pero por lo que se podía entender, era un niño, un menor de edad. Su ingreso estaba prohibido. Pero el hombre seguía peleando, como si fuera un concepto muy difícil de entender el de no admitir un niño a la muerte de alguien.

De pronto se abrió otra puerta, del lado opuesto a la puerta por la que todos los demás habían ingresado. Una guarda entró primero, luego una mujer relativamente de lentes de marco grueso y, al final y con la cabeza agachada, una mujer de unos cincuenta años. Se veía bastante mal, algo verde, como si fuera a vomitar en cualquier momento. Las dos mujeres que habían entrado con ella la acompañaron a su asiento y le hablaban en voz baja. Se sentó en el asiento más alejado del grupo de sillas de los familiares de las víctimas. La sicóloga se le sentó al lado, todavía hablando de algo y cerraba la fila la guarda que saludaba con un gesto a sus jefes.

Uno de ellos se puso de pie y se le acercó. Saludó a las tres mujeres de la mano y le dijo algo más a la mujer. Esta vez, por alguna razón relacionada al sonido, todo el mundo escuchó lo que dijo:

 - Se siente bien?

Entonces el hombre que peleaba para que dejaran entrar a su hijo, se lanzó hacia el otro lado de la habitación. La guarda y el funcionario lo atajaron a tiempo. La mujer enfermiza ni lo miró, solo se dejó cubrir por la sicóloga que seguía hablándole al oído. La verdad era que ella no le estaba poniendo mucha atención. No había nada que pudiera decirle.

Pero el hombre sí parecía querer dejar por sentada su opinión. Le gritaba obscenidades a la mujer, y trataba de librarse de los que le impedían el paso. Al poco tiempo llegaron dos guardas más y se lo llevaron. Nunca volvió a la habitación.

El funcionario volvió a su asiento ya que las luces prendían y apagaban. Era hora. La cortina subió lentamente y todo el que estuviera hablando dejó de hacerlo.

Al otro lado no había nadie, solo las máquinas que servirían a cumplir con una sentencia impuesta hacía ya varios meses. Dos guardas quedaron en la sala de espectadores, cerrando la puerta de acceso.

La mujer, la madre del asesino, del hombre que había violado y asesinado a varias mujeres en la región, se incorporó y trató de inyectarse fuerza o coraje, pero su cuerpo no parecía interesado en cooperar. Se sentía a punto del desmayo, a punto de perder todo lo que era, más allá de perder a su propio hijo.

El amor que sentía por él solo puede ser entendido por otra madre y, aunque suene mal, no había dejado de quererlo. Por supuesto, lo odiaba también por hacer lo que había hecho y como lo había hecho. No sabía que había hecho ella para que él fuera así.

Al principio no quiso creer nada de lo que decían de él. Incluso lo defendió frente a cientos de periodistas. Pero eso pronto cayó en el olvido, al menos para ella. La evidencia, todas esas fotos y detalles, todo hablaba de él. En ese momento su corazón se rompió en mil pedazos. Casi no podía vivir sabiendo que odiaba profundamente a alguien que adoraba más que a nadie. Y no había alma que lo entendiera.

La mujer miró hacia el lado de las víctimas: madres, esposos, incluso hijos. Algunos lloraban, otros visiblemente furiosos, llenos de rabia. Ella sabía que ellos se sentían igual que ella, aunque por razones muy diferentes. No los culpaba por su actitud hacia ella, los entendía. Sabía que ella hubiera respondido igual si hubiera sido una hija de ella la que hubiera sido asesinada. Pero no, su hijo era el asesino.

Al cuarto del otro lado de la ventana, entraron primero dos enfermeros, que empezaron a prender máquinas y alistar la camilla y algunos instrumentos. Instintivamente, la mujer tomó la mano de la sicóloga con fuerza. Se sentía morir, más rápido de lo que moriría su hijo.

Entonces su corazón se partió en otros mil pedazos. Dos guardas entraron a la blanca habitación, seguidos de su hijo, escoltado por otro guarda más. Porque tanta seguridad? Porque no solo hacerlo y ya, pensaba ella? 

Del otro lado, algunos miembros de las familias, empezaron a gritar insultos, cosas horribles y detalles asquerosos de los crímenes. Era como ver la peor película de horror de la historia, en vivo y con los personajes más patéticos en existencia. Los guardan se les acercaron y les exigieron sentarse y callarse o los expulsarían. Los exaltados familiares hicieron caso, a regañadientes.

Miró la cara de su hijo y no pudo evitar llorar, gimiendo de la pena y el pesar que sentía al ver a su hijo mayor. El hombre estaba demacrado, con los ojos desorbitados y las venas muy fáciles de ver. Se sentó en la camilla con docilidad. Le tomaron la presión y le hicieron una revisión rutinaria, como si estuviera en la oficina de un médico cualquiera.

Era horrible, para todos, ver semejante escena. Era como una representación teatral macabra, solo entretenida para quienes gozaran viendo el sufrimiento de otros. Nadie se sentía feliz en esa habitación. El odio era palpable y la tristeza y pesar igual pero no había felicidad. Esa palabra no tenía cabida en esa pequeña habitación de la cárcel.

Entonces lo acostaron y lo amarraron con unas correas de cuero que tenía la camilla. La mujer seguía llorando, pero ahora en silencio. Empezaron a conectar todo lo indispensable para el procedimiento y, mientras lo hacían, el hombre miró de reojo hacia su madre.

Esa mirada no era la de él, al menos no como un hombre mayor. La mujer se tapó la boca al ver la mirada de su pequeño, la misma mirada que le hacía cuando lo regañaba por comer dulces antes de la cena o por sentarse muy cerca del televisor. Era su hijo.

Todo estuvo listo. Un enfermero revisaba los signos vitales del paciente y otro se ubicó al lado de la máquina más grande. Tenía un botón rojo, tapado con una cubierta de plástico. El resto de la máquina eran cinco cilindros donde estaba el liquido que penetraría en el cuerpo del hombre e interrumpiría su existencia.

El enfermero entonces asintió, mirando hacia un punto al otro lado del vidrio. Miraba al director de la prisión, quien se puso de pie y empezó a leer de una hoja. Solo repetía lo que todos sabían: los asesinatos, el resultado del juicio, la condena. Cuando terminó de hablar, asintió al enfermero quien oprimió sin vacilar el botón rojo de la máquina.

Entonces bajó algo en el primero de los cilindros. El liquido corría por la intravenosa y entraba en el cuerpo del hombre, que miraba al techo, con la mirada perdida. La madre se puse de pie, sus ojos llenos de lágrimas. Pero por alguna razón, ya no temblaba. Su cuerpo le había respondido. Solo miraba a su hijo, como el según cilindro vaciaba su contenido y como el ser que tanto adoraba empezaba a abrir y a cerrar los ojos, retorciéndose un poco sobre la camilla.

 - Sigue estable. Solo son convulsiones - dijo uno de los enfermeros.

Y así bajaron dos cilindros más. Para cuando bajó el último, el hombre ya estaba muerto. Lo enfermeros le hicieron un chequeo y confirmaron el deceso, con hora y fecha. Soltaron las correas que amarraban al cuerpo y sacaron la camilla del lugar. Uno de los guardas cerró la cortina y todo terminó. Las luces en el cuarto de los espectadores se encendieron y, pasados algunos minutos, pudieron ir saliendo lentamente.

Pero la mujer no tenía interés en moverse, en irse a ningún lado. Para ella habían pasado demasiadas cosas en tan solo algunos minutos. Parte de su razón para vivir se había extinguido, había gastado sus últimos cartuchos de amor y odio hacia su hijo y además lo había visto morir. Era demasiado.

Ella no había pedido nada de eso, nada de lo que había sucedido. Miles de veces le habían gritado en la calle, había tenido que mudarse, por ser la madre del asesino. Pero ella no tenía la culpa, ella estaba en las tinieblas, igual que ellos.

Cuando la sicóloga la removió con fuerza, ella la miró a los ojos y suspiró. Era hora de enterrar a su hijo y darle fin a dos vidas, una de las cuales debía seguir, aunque ella no tenía idea de como. Sería un fantasma más en un mundo gris y desolado.

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