Cuando me desperté, sentía que no había
dormido absolutamente nada. Apenas pude ponerme de pie, fui al baño y me miré
la cara por varios minutos, casi quedándome dormido de pie otro rato. Pero me
eché algo de agua en la cara y suspiré, resignado. Abrí la llave de la ducha y
esperé a que se calentara el agua. Una vez adentro me puse a pensar, en nada en
particular pero los cinco minutos que tenía para bañarme se pasaron volando por
esta distracción. Me puse ropa bastante rápido por el frío que hacía tan temprano
y entonces fui a la cocina a ver que había para desayunar. Me serví algo de
cereal con yogur, pues la leche siempre me había caído mal y comí en silencio,
como si esa fuese mi última comida en este mundo. Después de terminar fui al
baño de nuevo y me cepillé los dientes.
Una vez más, antes de salir, me miré en el
espejo y agradecí estar algo dormido porque o sino todavía estaría
tremendamente nervioso. Pero cuando salí a la calle con mi mochila en la
espalda, el frío ayudó a despertarme por completo. Caminé hacia la parada de mi
autobús y tuve que esperar unos diez minutos para que pasara. Tenía el tiempo
justo para llegar pero igual recuerdo haber pensado que el servicio de buses
era pésimo. Menos mal el vehículo no estaba lleno y la gente no empezó a
bajarse hasta que yo tuve que hacerlo. Me bajé justo en frente del lugar,
aunque tuve que darle la vuelta a la manzana para entrar por la puerta
principal. En ese momento sí que atacaron los nervios, haciéndome sentir un
vacío raro en el estomago.
Cuando llegué a la portería, saqué de mi
mochila la identificación que me habían entregado la semana anterior. El
celador me saludó como si trabajara en el lugar desde hace quince años, con
varios saludos y ya casi en el punto de la exageración. Cuando entré al
recinto, el frío parecía no quererse retirar de encima mío. Sentía la columna
vertebral como si fuese de hielo o de algún metal, incapaz de tomar calor.
Caminé dos pasos y entonces frené en seco. Agradecí que nadie estuviera allí
porque parecía un tonto, con una pierna en el aire y con cara de loco. Pero me
había detenido así porque no sabía si debía presentarme primero en la dirección
o si debía seguir derecho al salón de clases o que era lo que debía ser.
Menos mal, justo en ese momento, la profesora
que había conocido la semana pasada me saludó y me invitó a seguirla al salón
de profesores. El lugar tenía un olor increíblemente fuerte, una mezcla entre
café y cigarrillo Era un poco difícil de asimilar pero entonces la mujer se fue
hasta un gran panel de caucho que había en una pared. Allí estaban todos los
horarios de profesores. Era la manera más sencilla de encontrar mi salón y así
de no perderme la primera clase que debía impartir. Porque debí empezar por ese
lado: yo regresaba a mi colegio, en el que había estudiado hacía años, para
enseñar. Y la primera clase empezaba en algunos minutos así que la profesora me
explicó como llegaba y partí al trote.
El edificio era enorme pero ciertamente no
había tenido necesidad de correr para llegar a tiempo. Los niños normalmente se
quedaban abajo haciendo filas por cada clase y era su profesor principal el que
los subía a sus salones. Era algo así como una tradición. Mientras yo ponía mi
mochila sobre el enorme escritorio de madera, recordaba las varias veces que yo
había hecho esa fila allí abajo. Siempre había hecho frío, como hoy, pero
también siempre había estado nervioso pues era uno de esos momentos en los que
uno no sabía si había quedado en el mismo salón de la gente que le caía bien o
si había quedado aislado de sus amigos. Era un poco tortura tener que leer las
listas y darse cuenta si el año empezaba bien o empezaba mal. Respiré y espere
que este empezara bien.
La primera que entró fue una maestra de cierta
edad, seguida de un grupo de casi treinta niños y niñas. Ya eran grandes, pues
rondaban los dieciséis años de edad, al fin y al cabo yo les daba clase solo a
los mayores. Había sido algo así como una de mis condiciones para trabajar
allí. Cuando estuvieron todos sentados, la maestra se despidió de ellos y me
lanzó una mirada que no supe interpretar en el momento: era de advertencia o
era de desinterés? En todo caso allí estaban y era hora de comenzar mi primera
clase de literatura, que yo había diseñado para ser más interesante que
cualquier otra clase que esos niños hubieran recibido.
La clase empezó con una simple pregunta:
“Leyeron un libro durante las vacaciones?”. Las personas que alzaron la mano
fueron una diez. Hubiera querido preguntar porque los demás no lo habían hecho
pero no creí que juzgarlos fuese una buena manera de empezar. Así que pregunté
que habían leído. La mayoría respondió con título de obras populares, algunas
más cercanas a mi conocimiento que otras. Solo un niño, visiblemente dedicado
al estudio, respondió que había leído tres libros, dos de los cuales habían
sido en otros idiomas y eran obras de hacía casi doscientos años. Sin
reprimirme, lo felicité por su dedicación y entonces les expliqué las bondades
de leer y de tener una imaginación activa.
Mientras hablaba, pues ya me sabía de memoria
lo que estaba diciendo, observé a los niños
y me di cuenta de las varias personalidades que había en el lugar: había
unos que me miraban con pereza, como poniendo atención pero a medias. Otros que
anotaban hasta las pausas que hacía y otros más que no ocultaban su sueño. De
hecho, uno que estaba atrás estaba claramente dormido. Así que, como quién no
quiere la cosa, tiré una regla metálica que había traído a propósito y el
alumno se despertó de golpe. Les dije que conmigo iban a leer pero también a
entrenar su imaginación. Así que les pedí sacar una hoja y escribir un cuento
de una página. Les di media hora, lo que quedaba de clase, para hacerlo.
Yo quería dos bloques seguidos pero no hubo
manera de lograrlo. Como era nuevo, solo tenía tres grupos así que era muy
fácil de manejar pero los horarios de otros profesores simplemente no habían
cuadrado con lo que yo quería hacer. Al final de la media hora fueron
entregando sus cuentos y el último en hacerlo fue el chico dormido de la fila
de atrás. No le dije nada, pero era obvio que iba a quedarse dormido en su
próxima clase. Ese día no tenía que dar más clase así que regresé a casa y leí
los cuentos. Me puso algo triste la falta de creatividad de algunos que, o no
parecían tener el don de contar una historia o simplemente habían plagiado lo
que se les había ocurrido de alguna película o videojuego. Menos mal yo era
joven, así los sorprendería con mis anotaciones.
El martes tuve bloque con mi segundo grupo, el
miércoles con el tercero y el jueves la segunda parte del grupo del lunes. Era
un horario fácil de manejar y me
quedaban libres las mañanas de los domingos para corregir exámenes y trabajos.
A medida que el año escolar avanzaba, traté de darle a los niños algo de
interés por la creación de una obra y no solo por el análisis de una. Les dije
que, aunque el interés de la clase era que pudieran entender la literatura, la
mejor manera de hacerlo era que ellos se convirtieran en escritores. Algunos
fueron adquiriendo entusiasmo y se les notaba por su interés. A otros parecía
darles lo mismo entrenar su imaginación.
Había un caso especial, el de una niña muy
brillante, que simplemente yo no entendía. Se leía los libros asignados con una
rapidez impresionante, los analizaba de manera brillante e incluso hacía
propuestas sobre significados y enlaces en las obras. Pero cuando entregaba
trabajos de imaginación, eran simplemente pésimos. No había nada de
creatividad, nada de lanzarse a buscar ideas nuevas o de hacer algo nuevo con
lo viejo. Cansaba leer lo que ella escribía pues era obvio que había sido igual
de tedioso para ella escribirlo. Se notaba que lo que había hecho, lo había
escrito con el aburrimiento más grande de la vida y sin interés. Todos los
demás profesores adoraban su genio pero para mi eso no era suficiente.
Para el trabajo de fin de primer trimestre,
les pedí que me entregaran un relato de cuatro páginas en el que el personaje
principal fueran ellos mismos. Era una ejercicio muy buen de
auto-reconocimiento y serviría para entrenar su capacidad de creación. Con el
dolor de ver lo buena que era en todo lo demás, tuve que reprobarla por su
historia en la que no había nada de ella, no había interés ni pasión ni nada.
Ella se quejó, argumentando que el texto era del largo adecuado y que su
personaje era ella pero yo le dije que el relato no iba a ningún lado, que ella
no parecía interesada en su propia historia y que había mucho más en este
trabajo que el conocimiento de que escribir y que no. Había que sentirlo y ella
lamentablemente no lo hacía.
Los profesores e incluso la directora del
colegio, criticaron fuertemente mi calificación de la joven. Decían que a
alumnos tan distinguidos, que hacían que las notas generales subieran en áreas
científicas como las matemáticas y otras ciencias, debían de tener un cierto
permiso para pasar una que otra materia que, la mayoría pensaba, no era tan
importante con las demás. Eso me pareció un insulto y le dije a la directora
que me parecía el colmo que enseñaran relleno, pues al parecer eso pensaban que
eran sus clases así como las de arte, música e idiomas. La mujer quedó de
piedra cuando le hablé de frente, diciéndole que una niña genio no es genio si
solo maneja números pero no maneja su imaginación. Sobra decir que no terminé
mi periodo en el colegio. Ya habría otro lugar donde no hubiera prioridades
educativas, fueran por un alumno o por una asignatura.
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