Habíamos tomado las decisiones que habíamos
tomado, no había vuelta atrás y no servía de nada pensar si habíamos hecho lo
correcto o no. Era posible que todo lo que habíamos hecho fuese una larga
cadena de errores y que así siguiera todo hasta el fin de nuestros días. Pero
ciertamente no lo sentíamos así. Habíamos escapado de un lugar en el que
seguramente moriríamos y ahora, a pesar de haber sido golpeados física y
mentalmente, estábamos a salvo. Solo habían pasado unos meses desde nuestra
llegada a la granja pero ya encajábamos bien, como si siempre hubiésemos estado
allí. Yo me encargaba de la venta de los huevos, de las gallinas mismas y
ordeñaba. Él, por su parte, se encargaba de trasquilar las ovejas y comerciar
con la lana.
Él y yo no nos habíamos casado todavía, pues
la situación entre nosotros todavía era muy extraña. Pero ese era nuestro
futuro y poco a poco llegaríamos allí. Después de semejante de viaje y de ver
lo que vimos y de vivir lo que vivimos, era imposible no formar algún tipo de conexión
que fuese más allá de una simple amistad. Pero era difícil porque a pesar de
que yo había curado sus heridas, y él las mías, seguía estando el mismo muro
entre nosotros que siempre había estado. Era una mezcla de respeto,
resentimiento y vergüenza. Nuestro pasado nos pasaba cuenta de cobro y era
difícil ignorarlo, sobre todo en vista de nuestra nueva vida, en la que
debíamos vivir juntos para sobrevivir.
Cada mañana, cada uno se levantaba a hacer sus
tareas. Los dueños de la granja, una pareja de ancianos que nos habían salvado
la vida, nos despertaban con amabilidad, nos daban un poco de leche con café
caliente y nos poníamos entonces a trabajar. La mujer empezaba a cocinar pan y
el hombre se iba con su perro a pastorear. Yo me dirigía al gallinero y él iba
a un granero para procesar la lana que ya le habían quitado a las ovejas. Cada
uno se pasaba la mañana en su labor. A la hora de comer, al mediodía en punto,
nos reuníamos todos en la mesa a comer lo que la mujer nos hubiese hecho. Las
porciones eran siempre pequeñas pero él y yo nunca nos quejamos. Era más de lo
que comeríamos de ser unos cadáveres al borde de la carretera.
Porque ese iba a ser nuestro destino, si la
pareja de ancianos no nos hubiera encontrado allí tirados, al borde de la muerte.
La verdad nunca he creído en ningún dios ni poder supremo pero debo decir que
esa tarde le agradecí a la vida por hacer que ese pequeño automóvil pasara por
allí. La carretera era solitaria y por eso quienes nos habían hecho daño lo
habían podido hacer todo con tanta facilidad. Gritamos y tratamos de pelear
pero no había quien oyera y menos aún cuando eran más que nosotros. Yo creí
morir y antes de cerrar los ojos le tomé la mano a él y di las gracias por
estar acompañado en mi hora de muerte. Horas más tarde me despertaba adolorido
pero vivo.
Desde entonces mi relación con él era difícil
pues sentía algo pero no quería ser yo quién dijese algo. No quería ser yo
quien cediera tan fácil. Era una tontería pero mucho antes de todo esto, éramos
dos hombres compitiendo el uno contra el otro para saber cual era el mejor en
lo que hacíamos. Y la verdad es que éramos asesinos y, hay que decirlo, éramos
bastante buenos. Eso sí, no lo hacíamos cuerpo a cuerpo a menos que fuese
necesario y menos mal no lo fue sino un par de veces. Desde entonces uno ha
estado al nivel del otro, a la par, y los dos nos conocemos demasiado bien. De
pronto es por eso que cuando estamos solos en nuestra habitación, no hay voces,
solo miradas y una tensión subyacente.
Un día, el anciano nos propuso construir una
pequeña casita para nosotros. Podía ser algo así como una cabaña a un lado de
la casa principal. La razón era que el cuarto en el que dormíamos era un
deposito y ahora que se acercaba el invierno iba a ser muy necesario. No tuvimos
más opción sino aceptar pero lo hicimos más por ser corteses que por estar
convencidos de la idea. Ahora por las mañanas hacíamos las tareas de siempre y
por la tarde empezamos a construir nuestra cabaña. La hicimos tres veces más
grande que nuestro cuartito, con una parte para la cocina, una mesa en el
centro y la cama a un lado. Las habitaciones y los muros interiores eran un
lujo que no podíamos darnos. El anciano ayudó poniendo la madera del piso que,
según él, era clave en esta región del mundo.
La construcción de la cabaña atrajo más
atención de lo que hubiésemos querido. Primero fueron los compradores de huevos
y lana que habían oído que alguien estaba construyendo. Era muy poco común que
en tiempos de guerra la gente se pusiera a construir y no a reforzar o algo por
el estilo. Miraban, criticaban nuestro desempeño y se iban. Pero la visita
menos deseada de todas fue la de la policía. Era un pueblo alejado y era más
una agrupación de granjas con un centro pequeño pero igual la policía hacía rondas
ocasionales y un día nos tocó a nosotros. Los ancianos dijeron que éramos los
hijos de unos parientes muertos en un atentado terrorista en la capital. Solo
decirlo, sirvió para que nos dejara en paz.
De todas manera, cuando lo vi llegar, el
cuerpo me empezó a temblar con fuerza. El hecho era que ver cualquier tipo de
uniforme me ponía muy mal, me hacía doler la cabeza y el cuerpo y todo. Pues
habían sido hombres en uniforme los que nos habían golpeado salvajemente y los
que, por poco, nos habían quitado la vida. Mientras estuvo allí el policía,
traté de concentrarme en la madera del piso y que quedara bien nivelada.
Después había que hacer los muros también de madera y eso iba a ser cuestión de
fuerza. Cuando se fue, pude respirar con normalidad y me di cuenta que lloraba
porque él me lo hizo notar. Y entonces lo abracé y no dije ni una sola palabra
más ese día.
Esa noche, fue la primera vez que hablamos
antes de dormir. Fue él quién inició la conversación, preguntándome como me
sentía. Le dije que me sentía cansado y adolorido pero que al menos estaba
vivo. Entonces me empezó a contar sus deseos para la cabaña, como iba a ser
nuestra guarida mientras duraba la guerra y como quería él que quedara. En ese
momento me di cuenta que sonrió y también me di cuenta lo perfecta que era esa
sonrisa para mi. Estaba feliz, hablando de la cabaña como si fuese una mansión
y teniendo sueños reales con su construcción. Yo no sentía lo mismo pero me
llenó de alegría que él no tuviera una visión de la vida tan sombría como la
mía.
El mes siguiente era el último del otoño por
lo que redoblamos nuestro trabajo en la cabaña. Trabajábamos hasta las ocho de
la noche y siempre nos acostábamos cansados.
Los muros avanzaron a buen ritmo y cuando llegó la hora de hacer el
techo fue el anciano quién nos dio su conocimiento de cómo hacerlo
correctamente y era increíble lo bien que le quedó todo. A finales de noviembre
estaba ya casi terminada la cabaña cuando vi de nuevo uniformes. Y estos eran
exactamente como los que habíamos visto. No podía gritar pero corrí a la casa y
les expliqué lo que pasaba. Con él, decidimos escondernos dentro mientras los
militares pasaban por el camino que iba por lo alto de las colinas.
Solo un par de ellos se desprendieron del
grupo y tocaron a la puerta de los ancianos. Entraron como si fuese su casa y
les ordenaron darles una cantina de leche y lo que hubiese de lana. Los
ancianos no musitaron palabra y reunieron lo que los hombres habían pedido.
Eran animales, cerdos que mascaban y miraban todo como si ellos merecieran algo
mejor cuando todos los militares eran los sádicos del país que alguien había
puesto en uniformes y les había dado un poder que no tenían ni idea de cómo
manejar. Mientras los ancianos alistaban todo, los dos hombres se pusieron a
revisar, tirando cosas y hablando mal de todo, de la vida y de gente que no
estaba allí. Fue entonces cuando uno de ellos vio algo de ropa nuestra en un
estante. La tomaron y preguntaron de quién era.
El anciano le puso la tapa a la cantina y les
dijo que era ropa de sus hijos, muertos a manos de desconocidos hacía unos
meses. La mujer se limpió los ojos y les dio una mochila con la lana. Los
hombres tiraron la ropa al suelo y dijeron que seguramente sus hijos se
merecían la muerte, que lo más probable era que fuesen traidores. Le halaron la
mochila a la anciana y cargaron la cantina de leche entre los dos. Los vieron
alejarse y dentro del cuarto yo me había orinado encima, del miedo. Él me miró
a los ojos y lo único que hizo fue darme un beso. Entonces todo en la vida pareció adquirir un
color nuevo.
Pasaron los días y celebramos con una pequeña
comida la finalización de la cabaña. Había quedado bastante bien a pesar del
tiempo tan corto. Los ancianos nos reglaron una pequeña mesa y dos sillas así
como una hornilla para calentar comidas con carbón o madera. La cama era solo
un colchón, algo más grande que el otro, que habíamos conseguido en el pueblo ya
usado. Era nuestro hogar. Después de la cena, todos nos fuimos a acostar y yo
casi no puedo de la incredulidad de ver como cambiaba la vida. Él me miró de
nuevo y noté que el muro había caído. Nos metimos bajo las cobijas y nos
abrazamos, sintiendo por fin que éramos más que pedazos de humanidad lanzada al
viento por la guerra. Sentíamos que pertenecíamos y eso nadie nos lo podía
quitar.
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