Lo primero era guardar todo en cajas. Juan
había ido al supermercado cerca de su casa el día anterior y un tipo en la
bodega le había regalado unas diez cajas que nadie iba usar y que era mejor que
alguien las cogiera para lo que quisiera. Juan se las llevo a su apartamento y
las armó, una por una, pero cuando terminó de hacerlo se dio cuenta que no
sabía cual era el siguiente paso. No sabía que hacer después.
Se sirvió algo de tomar en la cocina y tomó
como si estuviese apurado pero la verdad era que lo único que le preocupaba era
el momento cuando no hubiera nada más que meter en una caja, cuando fuese el
momento de irse de verdad.
Ese apartamento había sido el primero en el
que había vivido solo. Se había independizado de sus padres hacía cinco años y
la mayor cantidad de ese tiempo lo había pasado allí. El alquiler era
baratísimo porque el edificio era algo viejo y la zona no era lo máximo, pero
después de caminar cinco minutos se podía llegar con facilidad a una gran
cantidad de lugares.
Allí había invitado a sus amigos y amigas, a
beber, a hablar y a llorar también. Habían hablado de todo lo que se puede
hablar entre seres humanos, con y sin alcohol. Muchos habían dormido en su sofá
o incluso en un cuarto pequeño en el que había metido su cama de niño que había
tenido en casa de sus padres. La idea era que la usara quien necesitara un
sitio para quedarse alguna vez y fue una genialidad pues bastantes personas la
usaron, incluyéndolo a él.
Su madre y su padre habían sido los primeros
visitantes y le habían sugerido algunos cambios que podía hacer para que el
lugar tuviese algo más de vida y se viera menos viejo y acabado como el resto
del edificio. Al comienzo, Juan no se tomó bien las sugerencias pues pensaba
que querían decir que criticaban su elección y que no estaban de acuerdo con
como hacía las cosas. Era muy sensible a cualquier tipo de critica. Pero con el
tiempo, con una madurez que vino al vivir solo, se dio cuenta de que eran solo
sugerencias para ayudar y nada más.
Después de esa primera vez, invitó a sus
padres muchas veces más a comer y a ver películas, también a celebrar cualquier
cumpleaños que hubiera y uno que otro día festivo. Eso sí, nunca Navidad o Año
Nuevo pues esos días pertenecían a su hogar de infancia. De hecho, cuando dio
otro sorbo a la bebida que se había servido, se dio cuenta que jamás había
pasado ninguna de esas dos fechas festivas en el apartamento. Siempre estaba
antes o después pero jamás durante. Eso lo hizo pensar si el lugar se veía
diferente esos días, si algo cambiaba.
Preguntarse semejante cosa era una tontería.
Ya no iba a ver opción de quedarse más tiempo, de suponer cosas que no tenían
sentido, de pensar en momento que no fueron o lugares que no tienen nada de
especial más su significado para él.
Decidió que lo primero que debía hacer era
guardar las cosas de la cocina. Al menos sería un comienzo. Guardaría todo en
las cajas y si encontraba algo que tirar o regalar lo pondría en una caja
aparte que marcaría debidamente para no ser confundida con las demás. Abrió
cada cajón y se demoro un poco más de una hora en vaciar el pobre contenido de
los cajones de su cocina. No había mucho pero ahora todo parecía estar cargado
con significado y con recuerdos.
Se sentía como un idiota al ver un cuchillo
grande y recordar que con ese objeto había cortado una elegante cena que un día
le había hecho a alguien que hacía mucho ya no estaba en su vida. El recuerdo
le hizo doler el pecho, así que puse el cuchillo en la caja para regalar y
siguió con lo demás.
Lo último que sacó de
la cocina fue el reloj que había a un lado de esta. Había sido un regalo de su
madre que lo había comprado en un mercado de pulgas a un precio que según ella
había sido “buenísimo”. Además, el reloj había sido pintado a mano y tenía
muchos detalles que lo hacían pensar en ella cuando miraba la hora. No se había
dado cuenta de ello hasta que lo metió en una caja.
Después siguió con los objetos de la sala de
estar y del pequeño comedor que, de nuevo, no eran muchos. Eran pequeños
adornos y recuerdos de sus viajes que ponía por todos lados para que la gente
pudiese ver lo lugares adonde él había viajado y así comenzar una conversación
al respecto. El turismo y la experiencia de viajar siempre eran buenos temas si
no se conocía bien a la persona, era una buena manera de romper el hielo.
Pronto las dos mesitas auxiliares, el comedor,
la mesa de centro de la sala y los muros, estuvieron desprovistos de adornos,
cuadros y demás objetos que antes le habían dado vida al lugar. Los muebles
grandes se los llevarían después, al día siguiente o quién sabe cuando. Eso lo
había arreglado su padre y él había decidido quedarse al margen pues ya no era
de su incumbencia. Sencillamente no quería saber nada pues saber demasiado
podría ser muy doloroso.
La gente cree que los objetos no deberían ser
tan importantes pero así ha sido toda la vida, desde que los seres humanos
existen. Siempre se le ha dado un valor inmenso a las posesiones, se les ha
cargado de una energía especial y se les ha dado un lugar especial en la mente
y el corazón de los seres humanos. Es inevitable, pensaba Juan, que uno pueda
poseer tantas cosas en la vida y no tener una relación cercana con alguna de
ellas. Él, por su parte, no se avergonzaba de ello y menos aún cuando, al
llenar la cuarta caja, se dio cuenta que tenía lágrimas en la cara.
Después de limpiarse tomó las cosas del baño y
de su cuarto. La ropa y demás irían en maletas al día siguiente pero primero
había que ocuparse del lugar más llenos de chécheres en la casa: el clóset.
Desde que era niño había guardado cosas en
cajas de zapatos. Desde paquetes de comida que le gustaban por el diseño hasta
juguetes especiales, fotos, recuerdos significativos y demás tonterías que para
nadie más tendrían un sentido profundo.
Eran por lo menos seis cajas y las fue
abriendo una a una. Sacaba el contenido como si se tratase de oro recién sacado
de un galeón hundido hace quinientos años. Para él, esos objetos valían más que
cualquier piedra preciosa. Eran cartas de amores pasados, objetos regalados sin
ningún ánimo especial, entradas de cine ya casi ininteligibles, envolturas de
caramelos y algunas fotos. Encontró también memorias de portátil y las apartó
para verlas en la noche.
Cerró cada caja de zapatos con cuidado después
de ver su contenido, lo que le tomó varias horas, y las puso delicadamente en
las cajas más grandes que estaban en la sala. Nada de eso sería regalado ni se
perdería. Preferiría que su familia las guardara para siempre y que algún
miembro futuro de descendencia lo descubriera todo en un futuro incierto.
Cuando se secó de nuevo las lágrimas, decidió
salir a comer algo, aunque lo que más buscaba era despejar su mente. Fue
entonces que decidió encender su celular y ver que había pasado en el mundo
mientras él se había desconectado. En la hora que se tomó para comer una pizza,
solo, recibió varias llamadas, de su familia y amigos. Estaban todos
preocupados y le pedían que les contara como estaba, que hacía y si se sentía
bien.
Recordó porqué había apagado el aparato y se
dio cuenta que en realidad no tenía hambre. Hace mucho no ansiaba comer como
antes. Ahora solo lo hacía por inercia, porque sabía que había que comer o sino
se moría. Pero no le daban ganas de nada.
Cuando volvió a casa, terminó de meter lo que
pudo en las cajas. De las diez que había tomado del supermercado, apenas había
llenado la mitad. Eso lo entristeció un poco pero agradeció que fuera ya de
noche para ir a descansar de una vez y acelerar un poco el tiempo.
Ya en la cama, daba vueltas, a un lado y otro.
No conseguía conciliar el sueño o cerrar los ojos más que unos segundos.
Abrazaba su almohada y hundía su cara en ella, pensando y temblando
ligeramente.
El día que se le venía encima no era fácil.
Pensaba que lo más duro iba a ser meter su vida en cajas pero ahora que ese día
había pasado, se daba cuenta que iba a ser mucho más difícil entregar su cuerpo
a la ciencia y confiar en que ellos supieran que hacer con él. Fue esa noche
que decidió entregarse a la vida y dejar que ella hiciese lo que quisiera. Si
su destino era morir, y así parecía que iba ser, pues lo aceptaría.
Lloró algo más y, por fin, se quedó profundo.
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