La selva ardía y no podíamos hacer nada para
detenerlo. El fuego subía por los árboles como si estuviera vivo, carcomiendo
la madera y haciendo que el ruido llenara los oídos de todos los que estábamos
observando. Uno de los indígenas llamaba por la radio a los bomberos del pueblo
más cercano, pero no era muy posible que llegaran pronto. El humo había vuelto
el aire un infierno igual que el que se pasaba de árbol en árbol. La mayoría de
los que estábamos allí solo podíamos observar lo que ocurría, sin hacer nada
más.
Al otro día, exploramos los restos
carbonizados de los árboles, que ya habían sido empujados por el viento hacia
un lado y el otro. Era increíble el silencio que había, sin animales ni ningún
tipo de planta viviente. Los insectos habían huido quien sabe adónde y la
mayoría de los indígenas ni siquiera querían acercarse. Para ellos, el sitio
era sagrado y su destrucción era algo que debían primero procesar para luego
hacer una ceremonia que ayudara a los espíritus pasar a una mejor vida con el
resto de sus ancestros.
Solo un pequeño grupo se acercó a los restos,
con uno solo de los indígenas que dijo tener que mirar solamente hacia abajo
para no tener que ver toda la destrucción causada la noche anterior. Por los
sonidos que hubo a primera hora del día, era obvio que los bomberos habían
venido muy temprano pero su llegada había sido demasiado tarde. Al menos habían
detenido el fuego antes de que pasara a una zona más cercana al centro de la
comunidad. Pero ahora ya no había nadie, todo estaba en absoluto silencio.
Tocamos el suelo y nos quedaron las manos
negras. Ver ese color en las manos de cada uno de nosotros nos impactó, en
especial porque en esa misma parte de la selva había ocurrido nuestra ceremonia
de introducción a la cultura de los indígenas. En esa ocasión nuestras manos
habían sido pintadas de muchos otros colores a partir de los tintes naturales
de la selva. Había amarillo, verde, blanco y rojo, colores que mezclados
representaban todo lo que existía en el mundo de las personas que vivían en ese
mundo.
Habíamos luego lavado esos colores en el río,
creando surcos en el agua que parecían cobrar vida con el movimiento del fuego
de las antorchas y del agua misma. Nuestros cuerpos parecían mezclarse con el
agua misma, con los aceites que habían sido extraídos con cuidado de las
plantas, con la brisa misma que surcaba con suavidad sobre todo y con el cielo
estrellado que teníamos sobre las cabezas. Fue un momento hermoso, lleno de una
paz extraña que invadió nuestros cuerpos y nos ayudó a dormir esa noche. Fue un
sueño tranquilo, sin sueños, totalmente perfecto.
Pero de eso ya no había nada. Nuestros pies
quedaron completamente negros de caminar tanto entre las maderas retorcidas.
Cuando regresamos al pueblo, no había nadie adentro de las estructuras. Todos
estaban afuera, trabajando o haciendo lo que hacían normalmente. Se habían
pintado en sus brazos la marca del duelo y habían seguido con sus vidas, como
lo dictaban sus costumbres. No podían detenerlo todo por una tragedia que no era
nueva, que ahora se había convertido en algo casi cotidiano.
Los fuegos arrasaban con frecuencia la selva,
tragándose partes pequeñas cada cierto tiempo, carcomiendo un poco a la vez
hasta que un día ya no habría nada. Los indígenas sabían que era algo posible,
que el futuro se les venía encima pero no podían cambiar su estilo de vida de
un momento a otro. E incluso si lo hicieran, eso no garantizaría que vivirían
mucho más de lo que la selva sobreviviría, si es que lo hacía. Planeaban lo de
siempre y luego ya pensarían en grupo que acciones tomar.
Pero no eran todos iguales. Algunos hablaban
con los granjeros de las fincas vecinas, para ayudarlos a atrapar a los
leñadores y a los pescadores ilegales que entraban a destruir la selva a cada
rato. También los ayudaban a no matar a los animales que invadían las granjas
para comerse las vacas. Los dormían con químicos especiales de la selva, que
eran muy apropiados para tratar los animales y no matarlos de un sobredosis.
Buscaban tener una relación en la que ambos se beneficiaran, para construir
algo mejor.
Pero muchos de los incendios no eran
precisamente causados por el calor o por productos de turistas dejados en la
mitad de los árboles. Eran mucho de los granjeros que quemaban árboles pues
necesitaban cada vez más espacio para plantar soya y maíz o para pasear de un
lado al otro sus reses. Incluso había veces en las que se dejaban comprar por
empresas madereras para que ellos quemaran los árboles y luego los leñadores
les pagaran por sus acciones. Eran crímenes que a nadie le importaban.
Muchas veces habían venido extranjeros, como
nosotros, a visitar las comunidades para conocer más de la cultura y tener una
experiencia especial. La idea era que cuando vinieran se les enseñara la
realidad de vivir en la selva, los riesgos y lo que tenían que afrontar en el
futuro inmediato. Pero la gran mayoría de los visitantes nunca volvían y jamás
corrían la voz de lo que habían visto. Para ellos había sido solo una
oportunidad de pintarse la cara y hacer algo “exótico”, diferente a lo que eran
sus vidas en las grandes ciudades, fuera de sus repetitivos y alienantes
trabajos.
Algunos indígenas querían prohibir el ingreso
a más visitantes de afuera y fue en ese momento cuando llegamos nosotros, con
nuestras cámaras y preguntas sobre todo y nada. Muchos nos dieron la espalda y
luego enviaron a una persona para dejar en claro que no tenían ningún interés
en conocernos o en compartir con nosotros. Respetamos su decisión y nos
dedicamos a construir nuestro programa con aquellos que sí se acercaban y
tenían curiosidad de lo que hacíamos e incluso de nuestras vidas.
Fueron ellos los que nos introdujeron a su
mundo, con la ceremonia en el bosque y luego en el río. Nos enseñaron al pasar
de los días a pescar y a cazar, a identificar las flores que usaban para sus
medicinas, así como las plantas que necesitaban en el día a día. Grabamos todo
lo que pudimos, sin pedirles nada sino solo dejando que sus vidas pasaran por
enfrente de nuestros lentes. Pudimos ver la vida real que esas personas llevan
en un sitio tan remoto, como son de verdad y no como creemos que son.
Cuando llegó el momento de irnos, nos hicieron
una fiesta muy divertida y especial e incluso aquellos que no nos querían allí
asistieron, tal vez felices de que nos fuéramos. Sin importar la razón,
estuvieron allí compartiendo comida con nosotros y dándonos una nueva muestra
de sus cultura. Bailaron para nosotros, cantaron y también desplegaron algunos
otros de sus talentos. Fue una experiencia única, que creo que se incrusto en
el pensamiento de cada uno de nosotros y nos comprometió con ellos de manera
permanente.
En el avión de vuelta la ciudad, empezamos a
trabajar, editando de una vez algunos de los apartes que habíamos grabado.
Todos estábamos como distraídos, como si todo lo que hubiese pasado no fuese
real. Debía ser lo que sentían todos los que habían estado allí antes de
nosotros y por eso sus respuestas a todo lo ocurrido habían sido similares. Por
eso nadie había hecho nada, no que fuera algo muy fácil de hacer. Era extraño
como se sentía, por eso ya no hicimos nada más hasta muchos días después.
Sin embargo, cuando por fin empezamos a
trabajar, los hicimos sin parar ni un solo momento. Estuvimos encerrados día y
noche, apenas comiendo y saliendo a la calle a ver la luz del día. Queríamos
que todo fuera perfecto y cuando lo tuvimos terminado sentimos que era lo mejor
que podíamos dar.
Nunca sabremos de verdad si el programa tuvo
el efecto deseado. Pero la realidad es que nos esforzamos tanto como pudimos y
desde ya planeamos nuestro regreso. Se siente como algo necesario, como algo
que no podemos evitar así lo quisiéramos. La selva nos llama.
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