miércoles, 19 de diciembre de 2018

Sobrevives, ¿y luego qué?


   El sonido de ventanas rompiéndose se había convertido en algo rutinario. Como el edificio tenía tantos pisos y casi nadie lo ocupaba, no había manera de reponerlos de manera rápida. Además, ya no había con que reparar nada, así la gente tuviese muchas ganas de hacerlo. La mayoría de los residentes vivían en los sótanos de la edificación. Había sido construida hacía muchos años como hospital, pero con el tiempo había dejado de tener esa función, después de que todo cambiara tan rápidamente.

 Las personas veían la luz del sol cada cierto tiempo, cuando salían y se paseaban por la zona aledaña del edificio. No era algo que quisieran hacer sino algo necesario, pues todavía crecían por ahí algunas plantas que daban frutos. Era increíble que sobrevivieran tanto tiempo, seguramente morirían en unos meses, pero había que aprovechar mientras estuviesen allí. La colecta se hacía de manera comunal y luego se dividía por el número de habitaciones ocupadas que había en el edificio. Nadie se quejaba de ello.

 De resto, solo los locos de los pisos más altos salían al exterior. Era gente que había decidido vivir arriba, dándole la cara a la difícil situación en la que se encontraban. Cada cierto tiempo, ellos tomaban un vehículo que habían adecuado y se lanzaban al desértico entorno, en busca de agua. Las reservas debajo del hospital eran vastas pero era más que evidente que no eran eternas. Y la mayoría de las personas no querían afrontar el dilema de pensar en el día cuando ya no hubiera más agua que beber.

 Los locos, como se les llamaba, se lanzaban al desierto y lo exploraban. Si había tormenta, salían apenas unas horas o ni salían del todo. Pero si el día era amable con ellos, podían perderse en ese montón de arena por días. Normalmente se iban en grupos de cinco personas, hombres y mujeres mezclados y vistiendo las mimas ropas, que apenas podían recibir el nombre de “ropa”. La verdad era que casi iban desnudos, el calor siendo una gran razón por la cual vestirse demasiado no era muy buena idea.

 La lluvia no era algo que ocurriera con mucha frecuencia y cuando lo hacía era ácida y pésima para el consumo humano. Las tormentas que ocurrían con frecuencia eran de arena y piedra, de minerales que volaban por los aires y amenazaban con rajar la cara de quienes estuvieran afuera. Suponían que en alguna parte había todavía agua potable, pero para eso era necesario viajar. A veces las distancias eran cortas, a veces podían ser increíblemente largas. Pero los locos estaban dispuestos a arriesgar el pellejo. Los demás solo querían sobrevivir con lo que tenían, morir si les había llegado la hora.

 Sin embargo, era un gran alivio para todos cuando los locos volvían con sus grandes bidones llenos de agua limpia para todos. Porque ellos no tenían envidia en sus corazones. Podían ser seres más libres que sus hermanos de los pisos bajos, pero querían que todos sobrevivieran o al menos que tuvieran la posibilidad de hacerlo. La Tierra ya había sido suficientemente devastada por el cataclismo, no había razón alguna para pelear por arena y rocas. Había que ver como podían sobrevivir todos, sin excepciones.

 Del pasado todavía quedaban ciertas ideas, como aquella de tener un líder que, aunque no poseía autoridad absoluta, era quien representaba mejor los intereses de todo el grupo. En el hospital había dos líderes, tres si se contaba al líder religioso de un culto de tres personas que había hecho su templo en uno de los ductos de ascensores que ya no servía. Uno representaba a los de los pisos superiores y el otro al de los pisos inferiores. Obviamente había una falta de balance, pues vivían más abajo que arriba.

 Pero eso no fue impedimento, al menos eventualmente. La gente se dio cuenta de que debían empezar a aprender a ceder en algunos casos, sin tener que luchar por todo. Al fin y al cabo, por eso mismo estaban eligiendo representantes, para que hablaran por ellos y plantearan las dudas que sus vecinos tenían frente a diversos temas. Era mejor hablar primero que enfrentarse sin razón. Todos habían visto morir a sus seres queridos y solo pensar en eso, en llegar a lo mismo de nuevo, los prevenía de hacer tonterías.

 Los líderes se reunían en la planta baja con frecuencia, discutiendo las necesidades de unos y de otros. Eran ellos los que organizaban la colecta de las frutas de los árboles cercanos y las misiones de salvamento de comida y objetos de necesidad básica en edificaciones en la vecindad del hospital. En esas excursiones sí habían habitantes de los sótanos, a los que les urgía tener medicamentos. La falta de sol no era lo mejor para sus cuerpos y necesitaban una dosis vitamínica más alta que sus vecinos de arriba.

 Esas misiones eran cortas, de un par de horas máximo. Solo se dedicaban a un edificio en cada una de esas salidas y eran de carácter semanal, a menos que una tormenta bloqueara la salida, lo que la corría por completo hasta la semana siguiente. Los residentes de los sótanos tenían miedo del mundo exterior, no les gustaba nada estar demasiado tiempo lejos de los suyos, en lugares que les parecían potencialmente mortales. Por eso eran tan tajantes con sus reglas para pasearse por el mundo, contrario a lo que hacían el resto de habitantes del edificio, con muchas menos reglas que seguir.

 El problema más grave al que tuvieron que enfrentarse vino un día de la nada. Fue una tormenta de piedras y arena más violenta de lo que jamás hubiesen imaginado. En los pisos superiores, los locos tuvieron que moverse a habitaciones más seguras, escuchando a cada rato los vidrios romperse. Debían caminar con cuidado por todas partes, pues no se sabía que podía ocurrir. Algunos fueron incluso golpeados por piedras mientras vigilaban puntos clave, en particular el garaje en el que tenían el vehículo para traer agua.

 Después del tercer día de la tormenta, tuvieron que proteger el vehículo lo mejor posible y dejar de vigilarlo, pues era peligroso para los centinelas estar allí parados. En los sótanos sentían también las ráfagas de viento que entraban por las antiguas entradas de los coches. Sin embargo, los residentes habían construido algo así como muros en esos accesos hacía mucho tiempo, así que habían aprendido a minimizar el impacto del viento. La tormenta era de todas maneras feroz y había que estar pendiente de su desarrollo.

 Al quinto día, pasó lo peor que ni siquiera habían considerado: empezó a caer lluvia liquida, pero de aquella que era altamente tóxica. El problema con eso no era solo que la arena se podía convertir en algo más parecido al barro que nada, causando incluso más daños que los que ya estaban causando las piedras y la arena. El problema real era que el viento actuaba como un distribuidor de contaminación, esparciéndolo por todas partes de forma casi uniforme. El aire se volvía nocivo y estar expuesto al exterior era casi suicidio.

 Para entonces, los líderes acordaron cortar la comunicación frente a frente. Cada uno se retiraría con su grupo y esperarían el final de la tormenta. Nadie podía arriesgarse por los demás y los grupos debían concentrarse en su supervivencia. Se dieron la mano en la planta baja y se separaron pronto, pues el aire era cada vez más venenoso. Fue la última vez que un residente del sótano vio a uno de los de arriba, a uno de los locos, en varios meses. La tormenta parecía rehusarse a detenerse siquiera un segundo.

 Más de una persona murió intoxicada por el aire que se metía por las más pequeñas rendijas. Los más susceptibles fueron los que ya estaban enfermos, los niños y los ancianos. Muy pronto dejaron de existir las voces agudas en el mundo y nada más sino el silencio las reemplazó de manera permanente.

 El dolor era enorme y más aún sabiendo que su mismo mundo parecía determinado a exterminarlos, a expulsar por completo de aquel territorio que desde hacía milenios había sido suyo. El mundo ya no los quería y ellos se amarraban a una esperanza inexistente, a una realidad que nunca podría volver a ser.

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