Toda la gente sonríe. Es de los más extraño
que he visto. Saludan de buena manera y se nota que no lo hacen por compromiso
o porque les tocará por alguna razón. Lo hacen porque de verdad parecen estar
motivados a hacerlo. Suena raro decirlo y puede que los haga parecer como
monstruos pero es que la mayoría de veces las cosas no son así. O al menos no
era así hasta hace unos meses en los que todo dio un vuelco bastante importante
y ahora parece que todo el mundo siento en lo más profundo de su ser un compromiso
con la calma.
Al salir de la tienda también me doy cuenta de
ello: la calle está llena de vehículos y, en otra época, todos estarían
haciendo ruido como si este sirviera para empujar a los carros de adelante y
hacer que el tráfico fluya. No, eso no pasa ahora. La masa de vehículos se
mueven lentamente y en pocos minutos se diluye el tráfico pesado. Nadie hizo
uso de su claxon ni de gritos ni de nada por el estilo. Era como ver una
película de esas de los años cincuenta en que todo el mundo trata bien al
prójimo. Excepto que los cincuenta fueron hace mucho tiempo.
Aprieto mi mano alrededor de el asa de la
bolsa de la tienda. Llevo algo de pan fresco, pasta, tomates y muchos otros
ingredientes porque hoy soy yo el encargado de la cena. De hecho, comí algo
ligero antes de venir a la tienda porque sé que va a quedar mucho para comer en
la noche. Recuerdo esos tiempos en los que me cuidaba exageradamente haciendo
mucho ejercicio de mañana y de noche. Ahora lo pasé todo a la mañana o sino no
me da tiempo de hacer nada. Debo decir, con orgullo, que soy un hombre de casa
y ese es mi oficio.
Cuando pienso en eso siempre me da por mirar
el anillo que tengo en el dedo anular de la mano derecha, la mano que ahora
sostiene los alimentos. Peo no me distraigo por mucho rato porque o sino puede
que me estrelle contra alguien o que tropiece contra algo. De hecho, como si
fuera psíquico, me estrello contra un hombre gordo y voy a dar directo al
suelo. Algunas de las cosas se salen de la bolsa y me pongo a recogerlas. Para
sorpresa mía, una manos rojas me ofrecen mis tomates. Cuando miro su cara, es
el hombre contra el que me he estrellado.
Me disculpo y creo que soy yo el que está más
rojo que nadie ahora. Le recibo los tomates y me disculpo de nuevo. Pero el
hombre me dice que no es nada, que es algo que suele pasar y que tenga cuidado
porque puede ser peligroso. Mientras el hombre se aleja, me le quedo mirando y
pienso: ¿Qué le está pasando a la gente? Se oyen todos tan distintos, como a si
todos los hubieran cambiado por unos muy parecidos pero mucho más calmados. Es
casi la sinopsis de una película de extraterrestres. Sonrío para mi mismo y
sigo mi camino.
La tienda a la que voy me gusta porque vende
los productos más frescos. Incluso la pasta está recién hecha ahí mismo. Lo
único que no hacen son las cosas que ya vienen en envases pero de todas maneras
es un lugar que siempre me ha encantado. Allí también me atendieron de la mejor
manera el día de hoy y eso que antes había habido ocasiones en las que incluso
la cajera parecía ignorar mi presencia frente a ella. Hoy, en cambio, una joven
me siguió por todos lados recomendándome productos para usar esta noche.
La verdad no sé que pasa pero sé que no me
incomoda para nada. La gente solía ser grosera y cortante, como si todo el
tiempo quisiera pelear con alguien, no importa si verbal o físicamente. De
hecho, no era extraño oír discusiones en la calle o incluso en el mismo
edificio donde vivo. En cambio ahora no se oye nada salvo las ocasionales risas
o las alegrías y tristezas de los que ven los partidos de futbol, que no han
cambiado en nada. En todo caso prefiero como son las cosas ahora aunque tengo
que reconocer que no me acostumbro fácil.
Mi hogar está bastante cerca de la tienda, a
unos quince minutos caminando casi en línea recta. Siempre me ha gustado ver a
la gente caminar por ahí, ver que hacen y que dicen y que hay en las calles en
general. Me detengo siempre en varios locales para mirar lo que venden o para
descansar un rato. No, no es que esté físicamente cansado sino que tengo tanto
tiempo por delante que no quiero llegar tan rápido al apartamento. Es un día
muy hermoso, de esos que casi no hay en una ciudad tan lluviosa y nublad como
esta.
Al sentarme en una banca, me doy cuenta del
brillo del sol, de cómo acaricia el pasto y las caras de la gente. Es un sol
gentil, no brusco ni invasivo. No me quema la cara sino que la acaricia con una
suave capa de calor que a veces es tan necesario. De repente, a mi lado, se
sienta una niña pequeña que lleva a su perrito amarrado con una cuerda rosa. Le
sonrío cuando me mira y ella hace lo mismo. El perrito incluso parece sonreír
también, aunque puede que eso sea más porque está cansado de caminar bajo el
sol con su cuerpo peludo.
Pasados unos segundos, me doy cuenta que la
niña también descansa de su paseo. Y además me doy cuenta de otra cosa: está
sola. Miro alrededor y no hay ningún hombre o mujer que parezca estar con ella.
No hay nadie buscándola. La miro de nuevo pero esta vez está mirando un
celular. Parece que mira un mapa o algo parecido. Trato de no mirar pero la
situación es tan extraña que es casi imposible resistirse. Sin embargo, la niña
se pone de pie de un brinco y empieza a caminar hacia la dirección opuesta a la
mía. Sola, con su perrito detrás.
Yo me pongo de pie poco después, cuando me
rindo y dejo de tratar de entender como una niña tan pequeña puede estar por
ahí sola, como si nada. La gente de verdad se ha vuelto loca o… O no. Ahora soy
yo el que está siendo irracional. Ya en otros lugares del mundo he visto niños
de esa edad con sus amigos o solos por la calle. Pero es aquí que me da pánico
por ellos porque el pasado es así, nos somete a su voluntad incluso cuando, al
parecer, no hay razones para temerle.
Todavía me faltan unas cuadras más, en las que
veo más personas. Hay ancianos que salen a aprovechar el hermoso sol de la
tarde y mujeres embarazadas que hablan alegres con personas que aman. Hay más
niños y grupos de hombre de corbata que hablan de algún partido y grupos de
mujeres que hablan de lo que han leído en una revista. El chisme, al parecer,
no es algo que muera tan fácil como las ganas de pelea. Supongo que la
controversia siempre será atractiva, en su extraña manera. A mi no me interesa
mucho que digamos.
Mi edificio es alto y tiene dos torres. Cuando
entro tengo que cruzar la recepción y luego un patio que separa esa zona de la
torre donde vivo yo. En el patio hay juegos y en el momento que paso hay niños
y niñeras. Todos me saludan, sin excepción. Yo hago lo mejor para ocultar mi
sorpresa y saludar de la manera más alegre de la que soy capaz. No es que no
pueda hacerlo sino que auténticamente sigo sorprendido por el cambio. Supongo
que así somos los seres humanos, siempre tenemos esa capacidad innata de
sorprender.
Me subo al ascensor y justo detrás entra una
mujer mayor. Ella vive en el quinto piso y yo en el décimo. En el viaje al
quinto se pone a hablarme y me sorprende saber que ella también está contenta
por el cambio. O sea que alguien más se ha dado cuenta. Me alegra de verdad
saberlo y lo comento con ella y nos reímos. Pero el viaje se termina más rápido
de lo previsto y me despido con una sonrisa verdadera y esperando que nos
veamos pronto, ya que se siente bien saber quienes son los vecinos para poder
confiar en ellos y no lo contrario.