El agua estaba muy fría. Al fin y al cabo el
invierno se acercaba, o al menos eso era lo que decían los periódicos y las
noticias en televisión. Pero el invierno nunca había llegado tan tarde ni sería
nunca tan breve. Sin embargo, para él, el agua estaba muy fría y sentía como si
pequeños cuchillos se le clavaran por todos lados. No era una sensación
agradable pero al menos no estaba solo: K estaba con él. Ambos estaban
completamente desnudo y flotaban al lado del muelle moviendo los brazos y las
piernas, lo que los hacía parecer pulpos no muy diestros en el arte del nado.
Fue solo un choque de una mano con otra lo que
desencadenó, por fin, una conversación. No habían dicho una palabra cuando
salieron de la casa con toallas y solo sus trajes de baño. Tampoco dijeron nada
cuando, como si se hubieran puesto de acuerdo (y nadie recordaba haberlo
hecho), se quitaron los trajes de baño y se lanzaron al agua sin más. Pero
cuando las manos chocaron sin querer, las palabras empezaron a salir de sus
bocas.
No se conocían bien y empezaron a preguntarse
cosas de la vida, detalles que en verdad no tienen importancia y banalidades
que son interesantes solo para el que las pregunta y a veces ni eso. A ratos
detenían la conversación y nadaban de verdad un rato, aprovechando la amplia
extensión de agua que tenían en frente, así como el día que era uno de los
pocos que ambos tenían libres. Era un domingo y por razones que no vale la pena
aclarar, los dos estaban allí y se quedaron hasta entrada la noche.
Salieron desnudos del agua subiendo por una
escalerilla el muelle. Allí, en silencio de nuevo, dejaron que el agua
resbalara por sus cuerpo y la brisa fría de la noche los secara por algunos
minutos. No había luz en esa zona así que solo se escuchaban la respiración. Sin
embargo, era obvio que una tensión iba creciendo entre ambos. Había algo que
crecía, que parecía respirar allí con ellos y que ellos dos conocían y no
negaban en lo más mínimo. Todo esto sin palabras.
Al rato se pusieron los trajes de baño, se
secaron un poco con las toallas y se dirigieron al edificio que había cerca que
resultaba ser un hotel. Pidieron las llaves de sus respectivas habitaciones y
no se despidieron ni reconocieron a viva voz nada de lo que había pasado ese
día. Tan solo se separaron y nada más.
Sobra decir que ambos pensaron, esa misma
noche, sobre lo ocurrido y soñaron (tanto despiertos como dormidos) con el
otro. K soñó con él y él con K y fueron sueños simples pero agradables, de esos
que no cansan sino que en verdad ayudan a descansar el cuerpo, a relajar la
mente y a tener una noche agradable.
Al otro día, K se fue
primero, muy temprano en la mañana. El lunes era festivo pero él tenía que
estar con su esposa y sus hijos. Se sentía culpable, mientras desayunaba, y
pensaba en ellos peor al mismo tiempo pensaba en él y deseaba que apareciera en
el comedor en cualquier momento. Pero eso no pasó y K supo que era lo mejor. Apenas
terminó de comer se dirigió a la recepción y pidió un taxi que lo llevase al
aeropuerto. Cuando estaba abordando el taxi, él se despertó.
El vuelo fue una tortura para K. Eran solo dos
horas pero todo el tiempo estuvo pensando en esas horas en el canal, esas horas
sin ropa y de frente a alguien que creía conocer pero del que de verdad no
sabía absolutamente nada. Se habían conocido hacía tanto tiempo, en
circunstancias tan tontas como el colegio, que era tonto pensar que en verdad
supiera algo de la persona que tenía en frente. Más aún considerando que dicha
persona no se veía nada igual a como era en el pasado. Él había conocido a un
tipo encorvado, tímido, regordete y decididamente conservador en todos los
aspectos posibles.
El hombre que había tenido en frente en el
canal no era ese. Y por eso en el avión se preguntaba, una y otra vez, si tal
vez esa persona no había sido alguien más. De pronto había sido un desconocido
siguiendo el juego y queriendo ver hasta que punto podían llegar las cosas.
Pero no llegaron mucho más allá de estar desnudos juntos en un lago así que K
se alegraba… O eso creía.
Lo que sí le ponía una sonrisa autentica en la
cara a K era ver los pequeños rostros de sus hijos. Era un niño de seis y una
niña de ocho años. Los amaba como a nadie más en el mundo, más que a la madre
que él quería pero que ahora dudaba amar. Pero ella no podía saberlo así que la
saludó de manera tan efusiva como a los niños, haciendo una actuación que nadie
podía considerar falsa o exagerada.
Le contó a los niños de los canales y de lo
aburrido que había sido trabajar allí en esos días pero que algún día los llevaría
pues era un sitio hermoso para nada y pasar un día entero en el agua. Esto lo
dijo pensando en él, pensando en su cuerpo y en la poca luz que los iluminaba
al final del día. Después de decirlo se sintió algo culpable, por lo que
rellenó su boca de comida y dejó que su esposa le contara todo sobre los
chismes que tenía acumulados del fin de semana.
Pero K no escuchó mucho de lo que ella decía.
Su culpa había empezado a carcomerle el alma y le hacía ver que, aunque la
quería, ya no la amaba como lo había hecho hacía tantos años. Ahora ella se
convertía en otra desconocida y él, K, también.
Cuando él se levantó ese lunes festivo,
escuchó un automóvil arrancar bajo su ventana. Eso era porque su cuarto estaba
ubicado sobre la recepción. Pero nunca hubiese podido saber que ese automóvil
era un taxi y que dentro iba K. Pero lo más importante es que así lo hubiese
sabido, no le hubiese importado.
Desnudo como había estado en el lago, así
mismo se había acostado la noche anterior. Había despertado con las sabanas por
la cintura por culpa de la calefacción, que apagó después de salir de un salto
de la cama. Se miró en un espejo que había colgado detrás de la puerta de la
habitación y fue entonces que recordó el día anterior.
Él no confiaba que K supiese quién era en
realidad pero eso daba un poco igual. Al fin y al cabo habían cruzado miradas
varias veces el sábado y ambos parecían convencidos de saber quienes eran y lo
que esperaban del otro. K, para él, había sido el ideal cuando estaba en el
colegio. Resultaba que él no era el chico encorvado sino otro, que se hacía
notar mucho menos y que siempre había odiado a K por su facilidad con todo,
desde las matemáticas hasta las mujeres.
Odiar no es una palabra muy grande en este
caso pues ese era el verdadero sentimiento, eso era lo que corría por la sangre
de él cada vez que veía a K destacarse en algo, lo que fuera. Pero al mismo
tiempo quería ser él o al menos estar cerca de él. Esta obsesión extraña no
duró mucho porque, como todos los jóvenes, él cambiaba de objeto de deseo con
mucha frecuencia, cosa que aprendió a controlar mucho después.
Sin embargo cuando vio a K en el hotel, se dio
cuenta que había algo entre ambos, algo extraño. Fue así que le escribió una
nota para que lo acompañara a nadar y allí lo sorprendió quitándose el bañador
pero K hizo lo propio casi al mismo tiempo, cosa que a él le encantó.
La conversación en el agua fue perfecta. Tonta
y simple, puede ser, pero ideal. Era obvio que había querido hacer algo más en
ese momento, con ambos tan indefensos en más de un sentido. Pero algo le dijo
que era mejor reservarse todo eso para otra ocasión, si es que alguna vez había
alguna.
Fue cuando se estaban secando en el muelle
que, el brillo de la luna rebotó en el anillo que había en una de las manos de
K. Y entonces él decidió no proseguir con lo ocurrido y simplemente olvidarlo.
Por eso si lo hubiese visto la mañana siguiente, igual lo hubiese dejado ir sin
decirle nada. Él igual soñó con él y se permitió volverlo objeto de su deseo
por un tiempo, hasta que el recuerdo se gastó.
Nunca se volvieron a ver pero siempre se
recordaron. K nunca dejó a su esposa ni a sus hijos y él nunca salió a correr
por nadie en su vida. Ambos eran muy parecidos en sus convicciones y lo sabían
por sus respuestas a las preguntas que se habían hecho. Una de las preguntas
que K le hizo a él fue si repetiría esa misma experiencia otra vez. Dijo que sí.
Él le devolvió la pregunta y K le respondió con un si mucho más rápido y
contundente.