El juego era muy simple: consistía en viajar
por un mundo inventado, de varios países e islas, en el que el objetivo era
recolectar la mayor cantidad de frutas distintas. Estaban las frutas comunes y
corrientes como las fresas y los duraznos pero también había frutas inventadas
como el “limassol” que era extremadamente ácido y solo podías ser consumido
mezclado con otra fruta. Las frutas se conseguían por medio de retos y cada
personaje tenía una mascota que lo ayudaba en su aventura.
Todo los niños del mundo se engancharon de
inmediato al juego y, en pocos meses, fue un éxito rotundo en todo el mundo. Se
vendieron miles de copias y, con el tiempo, se fueron creando diferentes
versiones que iban mejorando los diferentes aspectos del juego e iba introduciendo
nuevos retos y posibilidades.
Tomás era un de esos niños que se enamoró del
juego. Tuvo la primera versión cuando tenía unos doce años y compró con el
dinero de su mesada la segunda y la tercera versión. Pero cuando llegaron a la
cuarta, ya estaba entrando a la universidad y sus prioridades cambiaron. Sin
embargo seguía jugando las versiones que tenía, muy de vez en cuando, como para
recordar la felicidad que sentía cuando se sumergía en ese mundo de mentiras
que era tan apasionante y, por raro que parezca, real.
Había largos periodos de tiempos en los que no
jugaba pero siempre volvía. Así se pasó varios años hasta que tuvo un trabajo
y, un día que estaba en una gran tienda por departamentos, vio la más reciente
versión siendo promocionada. El aparato que debía usar para jugarlo era
diferente al que tenía de hacía tantos años y eso que ese ya ni lo tenía (su
madre lo había regalado en uno de sus descuidos).
Un impulso hizo que comprar el aparato y el
juego nuevo y al llegar a su casa empezó a jugar. Habían cambiado muchas cosas,
como los gráficos y algunas reglas del juego. Había nuevos objetivos y, lo más
curioso de todo, es que el aparato tenía capacidad de conexión a internet para
poder intercambiar frutas y conocimiento con otros jugadores. Al comienzo Tomás
no uso esa función porque quería jugar como lo hacía antes pero eventualmente
se dio cuenta que debía usarla.
Como solo jugaba los fines de semana, tuvo que
esperar a un sábado en la mañana para darse cuenta que el juego entraba a algo
así como una sala de chat y allí cada jugador anunciaba lo que quería vender o
lo que quería comprar. Algunas frutas muy extrañas se compraban con dinero
real, otras con dinero del juego. Solo por intentarlo una vez, Tomás se propuso
comprar una de las más raras que no costaba mucho dinero real. Lo haría una vez
y ya.
Otro jugador vendía lo que él buscaba así que
lo saludó y le pidió que le vendiera la fruta extraña a él. El otro jugador
respondía lentamente y Tomás se pasó toda la mañana tratando de comprar la
fruta. De repente, el jugador escribió que sus padres por fin se habían ido y
ya podía jugar tranquilamente. A Tomás eso le hizo gracia y le preguntó al
jugador si a sus padres les disgustaba que jugase videojuegos. Respondió que
sí, porque no hacía otra cosa.
Después de un rato hicieron efectivo el
intercambio y dejaron de hablar. Tomás tenía que recoger ese día a su madre
para ir a visitar a su abuelo, así que pronto se olvidó de todo lo que tuviera
que ver con juegos y jugadores. Pero cuando volvió a casa esa misma noche, jugó
un poco antes de dormir. Cuando ya eran las dos de la mañana, se dio cuenta de
que no dormiría bien si seguía jugando. Iba a dejar el aparato en la mesita de
noche cuando la lucecita roja brilló: era un mensaje.
Era el jugador que le había vendido la fruta.
Quería saber si estaba interesado en otra fruta que tenía, muy extraña también,
y que podía cambiar por otra si no tenía dinero. Tomás le explicó que tenía
dinero pero que no quería más frutas y menos por ese día, era muy tarde. El
jugador le explicó que jugaba casi todas las noches, horas y horas, pues sus
padres muchas veces lo mantenían despierto con sus peleas y otras veces porque
no llegaban a casa.
En esa ocasión, le dijo a Tomás que se sentía
solo porque no habían vuelto todavía. Tomás sintió lástima y empezó a hacerle
preguntas al azar del estilo: “¿Tienes una mascota?” o “¿Y tus amigos?”. El
jugador las respondía y parecía que el interés era mutuo. Se preguntaron varios
detalles y se contaron historias de su experiencia con el juego. Fueron horas
hasta que el jugador dijo que debía irse pero que le agradecía a Tomás por su
compañía.
Al otro día, domingo, Tomás pensó en el
jugador todo el día. Pensaba que de pronto era un tipo como él o, seguro,
alguien un poco más joven que lo único que quería era hablar con alguien. No se
habían dicho nombres ni edades porque no creía que importara y porque, para ser
honesto, creía que no hacía falta. El jugador hablaba con palabras que sonaban
rebuscadas pero era obvio que él las usaba con frecuencia. Debía ser, a lo
mucho, un estudiante de universidad. Pensó en preguntárselo.
Pero no volvieron a hablar hasta el siguiente
fin de semana. Los padres del jugador le habían quitado el aparato toda la
semana y al parecer él estaba muy mal, muy triste porque no tenía muchos amigos
ni sentía que pudiese hacer nuevos así de la nada. Tomás trató de consolarlo.
-
Podemos ser amigos, si quieres.
Entonces la actitud del jugador cambió y se
pasaron todo ese día hablando de sus vidas. El chat era para el juego y para
intercambios y se cortaba después de cierto tiempo. Pero entonces Tomás le dio
su número al jugador y le sugirió que se escribieran por una de las
aplicaciones del teléfono. Así tuvieron más tiempo para hablar y lo hacían con
mucha más frecuencia. Hablaban de todo un poco, de películas y de música y de
noticias que hubiesen escuchado.
Muchos meses después, Tomás se dio cuenta que
no era normal hablar tanto con alguien y no saber cómo era físicamente. A pesar
de la tecnología, no creía en eso de tener amistades cibernéticas con las que
jamás tuviese una interacción real. Eso sí, él tenía sus amigos y amigas y se
veía con ellos con frecuencias pero el jugador despertaba su interés de alguna
manera. Tomás se preguntó si de pronto le gustaba para más que una amistad pero
simplemente no se respondió la pregunta.
Directamente, y sin tapujos, le pidió al
jugador que se conocieran en persona. Antes que este contestara, dio varias
razones de peso para hacerlo y dijo que podrían ir a ver los nuevos juegos en
una tienda o ir una exhibición de videojuegos que había en un centro de
convenciones. Tuvo que esperar varias horas hasta que el jugador aceptó. Dijo
que eso le daba una razón para salir de casa y no tener que estar encerrado con
sus padres.
De nuevo, hablaron por horas, sobre todo de lo
que verían en la exhibición. Había otros juegos que les gustaban y que querían
ver pero era más que obvio que ambos se querían conocer porque tenían
curiosidad de ver cómo era el otro. Al final de la conversación, el jugador
escribió solo esto:
-
Quiero conocerte y que seamos amigos. Mi nombre, por cierto,
es Daniel.
Y entonces Tomás pensó toda la noche en el
nombre Daniel. Pensó en todas las personas con ese nombre que había conocido
jamás y también el los famosos con ese nombre y en los personajes de ficción.
Se obsesionó por completo con el nombre hasta tener una imagen preconcebida de
cómo debía lucir el Daniel jugador. Decidió que si era universitario, lo
invitaría a beber algo. Y si era mayor, pues también.
El día de la exhibición llegó temprano y
esperó, como convenido en una banca frente a la entrada. Había más bancas,
ocupadas solo por una madre y el cochecito del bebé y otra por un niño de unos
once años.
Tomás esperó y esperó pero no parecía que
Daniel fuese a llegar y la fila se hacía cada vez más larga. Se dijo a si mismo
que esperaría solo cinco minutos más y fue entonces cuando el niño de once años
se le acercó y le dijo:
-
¿Disculpa, eres Tomás?
Instintivamente, Tomás miró a todas partes
menos al niño que tenía enfrente. La mujer del bebe se puso de pie y se fue
con su cochecito. Cuando por fin miró a
Daniel a la cara, este estaba casi llorando y entonces Tomás se dio cuenta de
que dejaría la fruta de lado.