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lunes, 16 de mayo de 2016

Pastelería

   El primer bocado era un pastelito pequeño. Tenía una base de galleta y el relleno era de crema de limón con naranja con un algo de espuma de adorno que era merengue hecho a mano. Esteban mordió la mitad y lo masticó lentamente, tratando de no dejar caer migas encima de la cama. Hizo un sonido que denotaba placer y entonces le alcanzó la mitad del pastelito a Diego, que lo miraba atentamente para saber cuál era su opinión. Diego dejó la mitad del pastelito en el plato que tenían al lado y esperó la respuesta.

-       Delicioso. – dijo Esteban.

 Diego sonrió ampliamente y le explicó que había demorado mucho tiempo buscando la receta ideal para la galleta, para que no fuera demasiado dura pero tampoco insípida. Esteban le dijo que lo había logrado pues el pastelito tenía mucho sabor y era algo que se podía ver comiendo todos los días. Lo dijo mirando directo a los ojos de Diego. Se miraron un momento antes de compartir un beso.

 Diego le puso una mano en el hombro a Esteban. Tenía un anillo en su dedo anular, algo muy rudimentario, liso, sin ningún tipo de joya o de marca. Esteban tenía uno exactamente igual. Los dos se separaron del beso y decidieron que era hora de levantarse definitivamente de la cama. Estaban sin ropa y era ya bastante tarde para no estar haciendo nada. El plato, que Diego puso en la mesa de noche, tenía varios pedazos de otros postres.

 Esteban se puso de pie primero pero entonces Diego lo tomó de la mano y lo jaló hacia sí mismo. Esteban casi se cae pero logró poner la rodilla en la cama para evitarlo. Tenía una rodilla a cada lado de Diego y se le quedó mirando como esperando una respuesta a esa acción. Diego le preguntó que le habían parecido, con toda honestidad, los postres que habían estado comiendo. Esteban le respondió que estaban muy ricos y que él único que no le había gustado era el de kiwi, un sabor que a él personalmente le desagradaba, pero no por eso estaba mal hecho.

 El pastelero, que venía trabajando hacía mucho tiempo para elaborar una lista de productos que pudiese vender a varios proveedores, lo abrazó, poniendo su cara sobre la panza de Esteban y dándole suaves besos. La verdad era que estaba muy nervioso pues se había metido en lo de la pastelería hacía muy poco y todavía no sabía como iba a resultar.

 Esteban lo tomó de la mano y lo llevó hasta el baño. Se metieron a la ducha juntos y compartieron allí un rato largo que aprovecharon para dejar de pensar en todo lo que había afuera de la ducha. La idea era solo estar los dos. Hubo muchos besos y mucho tacto pero la verdad era que Diego estaba distraído.

 Cuando salieron de la ducha, él se cambió primero de ropa y salió disparado al supermercado. No le dijo a su novio qué iba a hacer o porqué, solo tenía que seguir intentando para ver que podía inventarse. Al otro día debía presentar sus productos a una compañía que organizaba eventos de variada naturaleza. La idea era convencerlos de que sus postres eran los mejores para poner en bodas, bautizos, cumpleaños y hasta velorios. Ya había encontrado dos personas que lo ayudarían a hacer los pedidos completos y una cocina grande donde hacerlos.

 Mientras miraba cada producto en el supermercado, pensando las posibilidad que tenía, Esteban se quedó en casa. Se vistió con cualquier cosa y se puso a revisar su correo del trabajo en el portátil. Fue entonces cuando sonó el teléfono y era uno de los amigos de Diego. Fue entonces que Esteban se dio cuenta que su novio no había llevado el teléfono móvil con él al supermercado. Tuvo que tomar el mensaje, uno no muy agradable.

 Apenas llegó Diego tuvo que decirle, pues era mejor resolver los problemas apenas se presentaban y no después, no dejar pasar el tiempo. Uno de los amigos que iba a ayudar con la manufactura de los postres, había decidido retirarse del proyecto pues había tenido un problema con su trabajo y no podría usar tiempo extra para dedicarlo a otra cosa. Debía estar enfocado en su trabajo entonces no habría como ayudar.

 Diego lo llamó y habló con él por un buen rato pero al final se dio cuenta que no había manera de convencerlo. Solo tenía un ayudante y la cocina y eso podría no ser suficiente. Esteban lo animó diciendo que, tal vez, las primeras ordenes no serían tan grandes. Pero Diego le recordó que muchas veces eran para bodas y las bodas podían tener cientos de invitados, al menos así eran las que la compañía en cuestión organizaba.

 Esteban estaba seguro de que podría arreglárselas, al menos mientras empezaba. Además no era algo que comenzara al otro día. Tendría un poco de tiempo para conseguir más y seguro habría alguien con tantas personas sin empleo. El problema era el sueldo pues Diego no tenía como pagar uno de entrada pero Esteban lo convenció de que debía buscar alguien nuevo y no complicarse antes de intentar solucionar las cosas.

 Para distraerlo, Esteban preguntó que había en las bolsas que había dejado en el mostrador de la cocina. Uno a uno, sacó varios productos. Algunos eran comunes y corrientes como canela y azúcar pero otros no eran lo más usual como pitahayas, clavo de olor y unas frutas asiáticas que venían en una lata. Diego respondió que necesitaba inspiración y nuevos ingredientes podrían ayudar.

 Se veía preocupado y triste. No parecía ser solo por el hecho de que alguien se hubiese retirado de su empresa. Era algo más pero no hablaba de ello ni decía nada respecto a lo que le preocupaba. Esteban ya lo había notado en la ducha y ahora lo notaba en la pequeña sala del apartamento que compartían hacía menos de un año. Se le acercó a Diego mientras ordenaba sus ingredientes y le tomó la mano sin decir nada. Él dejó de mover las manos y entonces abrazó fuerte a Esteban sin decir nada.

 Cuando lo soltó, Esteban había sentido algo de lo que su prometido sentía. Había sido un abrazo extraño, como si al tocarse se hubiesen pasado lo que sentían y lo que pensaban. Era algo muy raro pero a la vez se sentía bien, aunque pesado. Esteban se limpió los ojos humedecidos y le dijo a su novio que debían empezar a cocinar pronto si querían que les alcanzara el día. Habían dormido mucho y ya eran casi las tres de la tarde.

 Diego sonrío. Esteban había entendido que necesitaba ayuda a pesar de que el no había sido capaz de decirlo a viva voz. En las siguientes dos horas la pequeña cocina se convirtió en un laboratorio con varios platos y recipientes llenos de cremas y espumas y diferentes tipos de dulces que irían en copa de galleta que se horneaban, bandeja tras bandeja, en el horno de la pareja. Prefirieron no pensar en el recibo del gas por el momento. Cruzarían ese puente cuando llegasen a él.

 Pasadas las cinco de la tarde, viendo que ya iban a terminar, Esteban pidió una pizza que llegó justo cuando estaban terminando de adornar los últimos pastelitos. Esteban la abrió de golpe en el sofá e inhaló el delicioso olor del pepperoni mezclado con las aceitunas. Le dijo a Diego que se sentara a comer y él obedeció, pero no sin antes mirar sus pequeñas creaciones. Había bandejas y bandejas con pastelitos de varios sabores e incluso había tratado de hacer panes pequeños con frutas exóticas y otros inventos.

 Estaba bastante contento con lo que veía y, sobre todo, porque había dado lo mejor de sí para inventar algo que a la gente le pudiese gustar y que pudiesen comprar cuando quisieran. Su sueño era tener una pastelería propia pero tenía que ahorrar primero para cumplir ese sueño. La mitad de su vida había estado perdido en cuanto a sus deseos para el futuro, por lo que tener a Esteban y a la pastelería, era casi un sueño hecho realidad para él.


 Se sentó en el sofá y tomó una porción de pizza. Esteban ya había comenzado. Al comienzo solo comieron, estaban hambrientos. Pero cada cierto tiempo compartían una sonrisa. Cuando empezaron a hablar de nuevo, se dieron cuenta de lo felices que estaban con sus vidas pues, a pesar de las complicaciones, eran lo que siempre habían querido.

miércoles, 6 de abril de 2016

Fruta

   El juego era muy simple: consistía en viajar por un mundo inventado, de varios países e islas, en el que el objetivo era recolectar la mayor cantidad de frutas distintas. Estaban las frutas comunes y corrientes como las fresas y los duraznos pero también había frutas inventadas como el “limassol” que era extremadamente ácido y solo podías ser consumido mezclado con otra fruta. Las frutas se conseguían por medio de retos y cada personaje tenía una mascota que lo ayudaba en su aventura.

 Todo los niños del mundo se engancharon de inmediato al juego y, en pocos meses, fue un éxito rotundo en todo el mundo. Se vendieron miles de copias y, con el tiempo, se fueron creando diferentes versiones que iban mejorando los diferentes aspectos del juego e iba introduciendo nuevos retos y posibilidades.

 Tomás era un de esos niños que se enamoró del juego. Tuvo la primera versión cuando tenía unos doce años y compró con el dinero de su mesada la segunda y la tercera versión. Pero cuando llegaron a la cuarta, ya estaba entrando a la universidad y sus prioridades cambiaron. Sin embargo seguía jugando las versiones que tenía, muy de vez en cuando, como para recordar la felicidad que sentía cuando se sumergía en ese mundo de mentiras que era tan apasionante y, por raro que parezca, real.

 Había largos periodos de tiempos en los que no jugaba pero siempre volvía. Así se pasó varios años hasta que tuvo un trabajo y, un día que estaba en una gran tienda por departamentos, vio la más reciente versión siendo promocionada. El aparato que debía usar para jugarlo era diferente al que tenía de hacía tantos años y eso que ese ya ni lo tenía (su madre lo había regalado en uno de sus descuidos).

 Un impulso hizo que comprar el aparato y el juego nuevo y al llegar a su casa empezó a jugar. Habían cambiado muchas cosas, como los gráficos y algunas reglas del juego. Había nuevos objetivos y, lo más curioso de todo, es que el aparato tenía capacidad de conexión a internet para poder intercambiar frutas y conocimiento con otros jugadores. Al comienzo Tomás no uso esa función porque quería jugar como lo hacía antes pero eventualmente se dio cuenta que debía usarla.

 Como solo jugaba los fines de semana, tuvo que esperar a un sábado en la mañana para darse cuenta que el juego entraba a algo así como una sala de chat y allí cada jugador anunciaba lo que quería vender o lo que quería comprar. Algunas frutas muy extrañas se compraban con dinero real, otras con dinero del juego. Solo por intentarlo una vez, Tomás se propuso comprar una de las más raras que no costaba mucho dinero real. Lo haría una vez y ya.

 Otro jugador vendía lo que él buscaba así que lo saludó y le pidió que le vendiera la fruta extraña a él. El otro jugador respondía lentamente y Tomás se pasó toda la mañana tratando de comprar la fruta. De repente, el jugador escribió que sus padres por fin se habían ido y ya podía jugar tranquilamente. A Tomás eso le hizo gracia y le preguntó al jugador si a sus padres les disgustaba que jugase videojuegos. Respondió que sí, porque no hacía otra cosa.

 Después de un rato hicieron efectivo el intercambio y dejaron de hablar. Tomás tenía que recoger ese día a su madre para ir a visitar a su abuelo, así que pronto se olvidó de todo lo que tuviera que ver con juegos y jugadores. Pero cuando volvió a casa esa misma noche, jugó un poco antes de dormir. Cuando ya eran las dos de la mañana, se dio cuenta de que no dormiría bien si seguía jugando. Iba a dejar el aparato en la mesita de noche cuando la lucecita roja brilló: era un mensaje.

 Era el jugador que le había vendido la fruta. Quería saber si estaba interesado en otra fruta que tenía, muy extraña también, y que podía cambiar por otra si no tenía dinero. Tomás le explicó que tenía dinero pero que no quería más frutas y menos por ese día, era muy tarde. El jugador le explicó que jugaba casi todas las noches, horas y horas, pues sus padres muchas veces lo mantenían despierto con sus peleas y otras veces porque no llegaban a casa.

 En esa ocasión, le dijo a Tomás que se sentía solo porque no habían vuelto todavía. Tomás sintió lástima y empezó a hacerle preguntas al azar del estilo: “¿Tienes una mascota?” o “¿Y tus amigos?”. El jugador las respondía y parecía que el interés era mutuo. Se preguntaron varios detalles y se contaron historias de su experiencia con el juego. Fueron horas hasta que el jugador dijo que debía irse pero que le agradecía a Tomás por su compañía.

 Al otro día, domingo, Tomás pensó en el jugador todo el día. Pensaba que de pronto era un tipo como él o, seguro, alguien un poco más joven que lo único que quería era hablar con alguien. No se habían dicho nombres ni edades porque no creía que importara y porque, para ser honesto, creía que no hacía falta. El jugador hablaba con palabras que sonaban rebuscadas pero era obvio que él las usaba con frecuencia. Debía ser, a lo mucho, un estudiante de universidad. Pensó en preguntárselo.

 Pero no volvieron a hablar hasta el siguiente fin de semana. Los padres del jugador le habían quitado el aparato toda la semana y al parecer él estaba muy mal, muy triste porque no tenía muchos amigos ni sentía que pudiese hacer nuevos así de la nada. Tomás trató de consolarlo.

-       Podemos ser amigos, si quieres.

 Entonces la actitud del jugador cambió y se pasaron todo ese día hablando de sus vidas. El chat era para el juego y para intercambios y se cortaba después de cierto tiempo. Pero entonces Tomás le dio su número al jugador y le sugirió que se escribieran por una de las aplicaciones del teléfono. Así tuvieron más tiempo para hablar y lo hacían con mucha más frecuencia. Hablaban de todo un poco, de películas y de música y de noticias que hubiesen escuchado.

 Muchos meses después, Tomás se dio cuenta que no era normal hablar tanto con alguien y no saber cómo era físicamente. A pesar de la tecnología, no creía en eso de tener amistades cibernéticas con las que jamás tuviese una interacción real. Eso sí, él tenía sus amigos y amigas y se veía con ellos con frecuencias pero el jugador despertaba su interés de alguna manera. Tomás se preguntó si de pronto le gustaba para más que una amistad pero simplemente no se respondió la pregunta.

 Directamente, y sin tapujos, le pidió al jugador que se conocieran en persona. Antes que este contestara, dio varias razones de peso para hacerlo y dijo que podrían ir a ver los nuevos juegos en una tienda o ir una exhibición de videojuegos que había en un centro de convenciones. Tuvo que esperar varias horas hasta que el jugador aceptó. Dijo que eso le daba una razón para salir de casa y no tener que estar encerrado con sus padres.

 De nuevo, hablaron por horas, sobre todo de lo que verían en la exhibición. Había otros juegos que les gustaban y que querían ver pero era más que obvio que ambos se querían conocer porque tenían curiosidad de ver cómo era el otro. Al final de la conversación, el jugador escribió solo esto:

-       Quiero conocerte y que seamos amigos. Mi nombre, por cierto, es Daniel.

 Y entonces Tomás pensó toda la noche en el nombre Daniel. Pensó en todas las personas con ese nombre que había conocido jamás y también el los famosos con ese nombre y en los personajes de ficción. Se obsesionó por completo con el nombre hasta tener una imagen preconcebida de cómo debía lucir el Daniel jugador. Decidió que si era universitario, lo invitaría a beber algo. Y si era mayor, pues también.

 El día de la exhibición llegó temprano y esperó, como convenido en una banca frente a la entrada. Había más bancas, ocupadas solo por una madre y el cochecito del bebé y otra por un niño de unos once años.

 Tomás esperó y esperó pero no parecía que Daniel fuese a llegar y la fila se hacía cada vez más larga. Se dijo a si mismo que esperaría solo cinco minutos más y fue entonces cuando el niño de once años se le acercó y le dijo:

-       ¿Disculpa, eres Tomás?


 Instintivamente, Tomás miró a todas partes menos al niño que tenía enfrente. La mujer del bebe se puso de pie y se fue con su cochecito.  Cuando por fin miró a Daniel a la cara, este estaba casi llorando y entonces Tomás se dio cuenta de que dejaría la fruta de lado.