La planicie de Folgron era un lugar enorme,
ubicado entre dos cadenas montañas, un río embravecido por la naturaleza y unos
acantilados que ningún ser humano o aparato podría nunca salvar. Jako y Tin
eran dos jóvenes, ya casi hombres, que habían sido enviados aquí como parte de
su entrenamiento para poder ser caballeros propiamente dichos. Era la tradición
de su pueblo y ellos no hubiesen podido negarse. La sacerdotisa les indicó el
camino y les recordó que cada uno debía tener una revelación espiritual allí.
Esa visión dictaría su futuro y la reconocerían apenas la vieran. Para ellos,
era algo increíble, más del mundo de la fantasía que el de ellos pero nunca
argumentaron nada y aceptaron su misión con gallardía.
Lo cierto era que los dos lo habían hecho así
para impresionar a sus respectivas parejas. Verán, la tribu de los Ayak era muy
tradicional y dictaba que cada uno de sus miembros tenía que tener una pareja
única desde la edad de quince años. Eso sí, dictaban con claridad que esta
unión no siempre era de por vida y que no estaba basada en la reproducción o la
fuerza sino en el compañerismo y en la vida en comunidad. Como eran tan
hábiles, cada nueva pareja construía su propio recinto de vida y lo compartían
por el tiempo que consideraran que la unión era útil para ambos. Cuando dejaba
de ser así, el miembro que quería separarse lo anunciaba, lo discutían y si no
llegaban a un acuerdo destruían la casa juntos y buscaban nuevas parejas.
A los extranjeros, que la verdad no eran
muchos, siempre les había parecido extraña esa costumbre pero la verdad era que
funcionaba. En toda la tribu Ayak no existía alguien que pasara hambre ni nadie
más rico o más pobre que otro. Todos vivían en igualdad y armonía y sin odios
que los envenenaran contra otros miembros de su tribu o incluso de otras
tribus. Con los extranjeros eran sumamente amables aunque les dejaban en claro
que ninguno podía quedarse con ellos más de tres días pues no estaba permitido.
Además, si se enamoraban de un o una Ayak, debían quedarse por siempre en la
tribu y adoptar sus costumbres sin contemplación, Eso solo había pasado una
vez, hacía mucho.
Jako y Tin exploraron juntos la planicie. Era
un lugar de poca vegetación, Más que todo arbustos creciendo un poco por todas
partes y algunos árboles apenas más altos que los dos chicos. Sin embargo, la
planicie era enorme y Folgron era un sitio conocido no solo por su
significancia religiosa para los Ayak sino también por la llamada “fruta de
fuego”, un fruto de color rojo y sabor muy fuerte que crecía en unos arbustos
cuyas hojas eran casi negras. Los dos chicos se sentaron a comer algo de fruta
mientras decidían que hacer. Fue entonces cuando notaron que había muchas cosas
extrañas que ocurrían en Folgron, que seguramente no ocurrían en ningún otro
sitio de su mundo.
Lo primero era que el viento a veces parecía
soplar lentamente. Es decir, parecía que todo lo que ocurría alrededor se
detenía y todo parecía moverse en la lentitud más extraña. En el centro de
Folgron había un lago y el agua tenía muchas veces, el mismo comportamiento que
el viento. Si por alguna razón el agua se agitaba demasiado, entonces parecía
quedarse congelada en el aire y caía con una parsimonia francamente increíble.
Otro detalle que hacía peculiar al lugar era que no habían ningún tipo de
animal. No habían insectos, ni mamíferos pequeños, ni aves, ni peces ni nada.
Esto no era lo mejor para Jako y Tin pues eran cazadores entrenados pero la
noche ya iba a llegar y ello no habían tenido la visión prometida.
Sin nada que cenar, los dos jóvenes hicieron
una cama con algunas de las grandes hojas de los árboles más altos que crecían
en el lugar, de apenas metro y medio de altura. Las hojas, sin embargo, eran
enormes y parecían tener una cualidad que las hacía sentirse tibias, como si
bombearan sangre o algo por el estilo. Esperando a quedarse dormidos. Jako y
Tin hablaron entre sí de sus sueños para el futuro, aquel que pasaría después
de ser ordenados como caballeros de los Ayak. Habían estudiado con los ancianos
por mucho tiempo, conociendo cada detalle del lugar donde vivían y de las
costumbres más ancestrales de la tribu. Pero ahora todo se resumía a ellos y
tenían algo de miedo por lo que se venía.
Jako era el tipo más fuerte de los dos, tanto
físicamente como en cuanto a sus sentimientos, que eran siempre difíciles de
descifrar pues Jako no era de esas personas que desnudan sus sentimientos antes
cualquiera. Toda la vida había querido ser guerrero y su padre, que era herrero
en el pueblo, le habían enseñado a blandir una espada y a usar un escudo de
manera apropiada. Los Ayak no eran seres violentos y la guerra ciertamente no
era ni su prioridad ni su actividad más frecuentada. De hecho en su historia,
los Ayak solo habían tenido batallas cortas con otras tribus por territorio y
nada más. Pero Jako quería honrar a su tribu y a su familia siendo caballero,
defendiendo para siempre el honor de su gente.
Tin, por otra parte, siempre había sido más
fácil de descifrar. Sus padres lo amaban porque era de los niños más cariñosos
que nadie hubiese visto. Y ese cariño y amabilidad crecieron a la par de su
cuerpo y pronto los usó para hacer el bien un poco por todas partes. Ayudaba a
la gente con sus cosechas, reparando daños de tormentas, cazando para los que no tenían suficiente comida para
el invierno y así. Decidió que ser caballero era la mejor opción que tenía para
seguir ayudando a los demás. Aunque sus padres querían que fuese curandero, lo
apoyaron en su decisión. Algo temeroso del proceso, Tin se lanzó a la aventura
y allí conoció a Jako, con quien poco había hablado antes del entrenamiento.
Al día siguiente decidieron que lo más
inteligente era separarse y que cada uno buscara su visión por su parte. Esto
podría resultar más efectivo pues los dioses rara vez se le presentaban a más
de una persona al mismo tiempo. Se prometieron esperar al otro en la base de la
montaña cuando ya hubiesen visto lo que habían venido a buscar. Jako decidió
dirigirse al acantilado, mientras que Tin empezó a rodear el lago. El lugar era
hermoso pero muy particular por su falta de ruido, de vida. Jako estaba
impaciente y Tin se lo tomaba con calma, pues la sacerdotisa les había aclarado
que el proceso podía tomar diferente tiempo para cada uno de ellos así que no
debían desesperar si no ocurría rápidamente.
Tin caminó por el borde del agua observando el
liquido, que parecía casi un espejo gigante pues no había nada que lo moviera
de ninguna manera. En un momento se quedó mirando su reflejo en el agua y
entonces vio un reflejo en ella de algo que no estaba en el mundo real. Era una
mujer pero volaba y reía con fuerza. Miraba hacia arriba y no había nada pero
en el reflejo del agua se le veía flotar plácidamente. Entonces, de golpe, el
cuerpo de la mujer rompió la tensión del agua y le tomó una pierna, lo que hizo
caer a Tin hacia atrás. La mujer lo miró sonriente y le dijo que su vida y su
amor eran para todos pero que su lealtad e incondicionalidad solo podían estar
con una persona. Tan pronto dijo esto, rió y se sumergió en el agua.
Por su parte, Jako no había visto nada ni oído
nada y el atardecer se acercaba con rapidez. Él quería irse de allí de una vez
y simplemente ser un caballero, no entendía porqué todo tenía que ser tan
complicado. Estando al borde del acantilado, empezó a lanzar piedritas al
vacío, pensando en que su vida debía ser mejor después de esto, al menos de
alguna manera. Entonces una de las piedra lanzadas se le devolvió, pegándole en
la frente. Sangró y cuando se dio la vuelta la figura de un hombre en sombras
lo miraba de pie, unos metros más allá. El hombre lo señaló y le dijo que su
arrogancia sería su perdición a menos que encontrara quien lo ayudara, pues
solo el amor y no la lealtad lo iba a salvar de lo que sería capaz de hacer.
Entonces desapareció, dejando una estela de luz.
Jako la siguió, una línea de puntos de luz,
mientras pensaba en lo que había escuchado. No tenía mucho sentido y solo
quería recordarlas las palabras para repetírselas a la sacerdotisa una vez
llegara a casa. De pronto, vio a alguien frente a él y se asustó pero la
persona estiró su brazo y lo tomó por el de él, para quitarlo de la línea de
luz, que desapareció cuando el se movió. La mano que lo había tomado era la de
Tin y, sin decirse nada y tomados de la mano, escalaron lentamente la montaña
para llegar al otro lado. En el camino no dijeron nada pero jamás se soltaron.
Cuando llegaron al pueblo, muy temprano en la
mañana, fueron directamente al templo de la sacerdotisa y le contaron sus
visiones. Ella les preguntó si tenían respuesta para ellas y entonces Jako y
Tin se miraron el uno al otro y asintieron. Los Ayak no tenían matrimonio pero
si “la unión bajo las estrellas”, una ceremonia solemne en la que dos personas
se entregaban la una a la otra para siempre, pues habían encontrado el amor
real y completo, incondicional y valiente. Los dos jóvenes vivieron juntos por
siempre, pasando su sabiduría y compasión a los demás. Fueron de los seres más
apreciados por los Ayak y se convirtieron en leyenda pero por muchas otras
razones que no se discutirán aquí.