Hundí mi puño lo más que pude en su estúpida
cara. Lo hice una y otra y otra vez, hasta que mi puño se sintió herido también
y caliente de la sangre que brotaba de las heridas del otro. Su sangre era más
roja que la mía, más liquida incluso. No sé porqué, pero eso me dio tanto asco
que seguí sosteniéndolo con una mano y golpeándolo con la otra. Ya no era
desafiante y orgulloso, como hacía pocos segundos. Ahora parecía querer
protegerse de mi puño, parecía asustado. Entonces lo noté y no pude evitar reírme.
Era como si alguien más se hubiese reído pero
había sido yo. Había bajado un poco la mirada y había notado como sus
pantalones se iban mojando desde adentro. Mi risa me lastimó incluso a mi y lo
puso a él a llorar. Fue cuando lo solté, dejándolo caer al suelo. Pensé que
saldría corriendo o algo por el estilo, tal vez una sarta de insultos. Pero no,
se quedó allí tirando, como un trapo viejo y sucio. Creo que lo herí mucho más
de lo que pensaba y tal vez incluso lo había dejado algo traumatizado, como hombre
adulto que era.
El primero en
irse resulté ser yo. Era ahora obvio que todo el peso de la ley me iba a caer
encima, como una ducha con aceite. No iba a ser fácil dar conmigo, después de
que él le dijera a todo el mundo lo que le había hecho. Sí, era un prepotente,
un tipo conocido por reducir a todos los demás a algo mucho menor que nada. Él
había sido el golpeador tantas veces que seguramente jamás se había imaginado
que alguien lo golpearía de la misma manera, que alguien se atreviera a
desafiar su poderío sobre los demás.
Pero yo lo hice. Y mientras lo hice, sentí
mucho placer. No había sido nunca del tipo de personas que golpean a otras,
pero esta vez todo había confabulado para que las cosas pasaran como lo
hicieron. Sus estúpidas palabras llegaron a mis odios en un día en el que todo
estaba al revés, en el que nada parecía ir bien para mí. Sus palabras fueron la
gota que derramó el vaso y por eso recurrí a una medida que jamás había
utilizado. Creo que jamás había golpeado a nadie en mi vida. Tal vez por eso
fui tan salvaje.
Al comienzo, me le acerqué y lo empujé. Él,
como buen gallo de pelea, lanzó el primer golpe y acertó. Sin embargo, eso fue
lo suficiente para volverme loco. Fue entonces que yo lancé un golpe y luego
otro y luego otro. Y él fallaba porque mi velocidad era ahora más alta que la
suya y mi precisión mucho más certera. Le di puños en el estomago e incluso usé
mis piernas para herirlo en su masculinidad. Eso también me dio risa pero no
reí, solo disfruté del momento. Fue entonces que tomé su cabello entre una de
mis manos y lo sostuve fuerte para poder golpearlo a mi placer, sin ningún tipo
de límite.
Caminando, alejándome del lugar de los
hechos, me di cuenta de que tenía su sangre por todo el antebrazo derecho. Y
mis nudillos, pobrecitos ellos, se habían abierto un poco de la cantidad de
golpes que había propinado y de la cantidad de hueso que había golpeado. Porque
el tipo ese era un flaco alto, uno de esos en los que la fuerza yace en el peso
mismo de sus huesos de caballo. El idiota jamás había peleado en su vida ni
entrenado para hacerlo, solo tenía el cuerpo apropiado y por eso se aprovechaba
de otros.
Yo, en cambio, era de carne blanda. Era torpe
para muchas cosas, sobre todo con las que tenían que ver con las manos. Y sin
embargo, las cosas habían pasado como habían pasado. Me limpié la sangre con el
suéter que llevaba puesto, recordando que debía echarlo a la lavadora sin que
mi madre se diera cuenta. Tenía entendido que la sangre era fácil de lavar, así
que no deberían quedar rastros en la prenda después de pasar un buen rato en la
lavadora. Hice la nota mental mientras caminaba frente a varios comercios.
En el reflejo de uno de los vidrios de los
aparadores, me di cuenta de que mi cara también tenía rastros de la pelea. Eran
solo un par de moretones, pero lo suficiente para que mis padres pensaran que
había estado en una pelea. Seguramente armarían un lío tremendo, llamando al
director de la escuela y hasta a cada uno de mis profesores. Eran del tipo de
gente que no podían dejar de pasar nada, tenían que meterse en todo y dar su
opinión de cada cosa que pasara en sus vidas y en las vidas de otros.
Los amo, como todos a sus padres, pero a veces
me sacan de quicio y por eso salgo tanto a la calle. Me paseo por ahí, voy a
sitios lejanos de mi hogar, compro libros y golosinas con el dinero que gano
haciendo mandados y de vez en cuando fumo algo en algún parque solitario. De
hecho, mi mano adolorida sintió el bultito que hacían el porro de marihuana y
el encendedor en el bolsillo. Fue entonces que caí en cuenta que debía tirar el
porro antes de que algún policía me detuviera por mi aspecto.
Caminé más deprisa y entonces tuve una idea.
La idea equivocada pero la tuve antes que la idea correcta, y por eso la elegí.
En vez de tirar el porro en el bote de la basura más cercano, decidí ir a un
pequeño parque que conocía muy bien. Era cerca y la gente nunca iba cuando
había un clima tan feo como el de ese día. Estaba ya goteando y para llegar
había que subir una pequeña loma. Así que no habría nadie y podría fumarme el
porro en paz, ayudando así a mi recuperación de forma más pronta y agradable.
Me encantaba convencerme de cosas que sabía que no tenían sentido, pues no
había nadie para contradecirme.
Cuando llegué al parque, vi que tenía toda la
razón: no había absolutamente nadie en el lugar. Di la vuelta buscando algún
mendigo o algún niño perdido de su madre, pero el lugar estaba solo. Me senté
en la única banca que había y, mientras prendía el porro, observé la vista desde
allí. Era muy hermoso, con árboles en primera línea y edificios en segunda.
Pero más allá, a lo lejos, se veía el resto de la ciudad. Allá lejos, donde
mucha gente trabajaba y vivía y se divertía. Donde parecían haber mejores
posibilidades.
Claro que eso era una ilusión porque en ningún
lugar cercano había verdaderas posibilidades de nada. Era un terreno
intelectualmente muerto y por eso estaba yo cada vez más desesperado. El
colegio ya se terminaba y tenía que tomar el siguiente paso. Le di una calada al
porro y aguanté el humo lo más que pude, mientras que pensaba en que no sabía
quién era ni lo que en verdad quería. Pensaba que era un tipo tranquilo,
sereno, que no se metía en líos. Y sin embargo, casi había matado a golpes a un
infeliz.
Sonreí de nuevo. No supe si era la marihuana o
si de verdad todavía me hacía gracia el hecho de que el idiota ese se meara
encima. Creo que era un poco de ambos. No puedo negar que lo que hice lo
disfruté y mucho. No solo porque se lo merecía sino porque pude sentir poder
sobre alguien y, debo decir, que no hay nada como eso. Ese miedo es muy
interesante, causa una reacción química en mi interior que me hace ver todo de
una manera muy extraña. Me fascina al mismo tiempo que me asusta.
Por eso sé que no sé quién soy. ¿No es eso
gracioso? Solo sé que debo seguir hacia delante, sin importarme nada más sino
que existo en este mundo y por lo tanto debo seguir moviendo porque, si me
detengo por completo, el mismo sistema existente se encargará de devorarme por
completo. Lo que hice antes, golpear al tipo ese, fue una anomalía que
seguramente no se repita. De hecho, puede que ya me esté buscando para romperme
a cabeza de una manera aún peor de lo que yo podría imaginarme. No me
sorprendería.
Fue entonces cuando, a medio porro, sentí que alguien
se acercaba. Mis reflejos ya más lentos, no escondí la marihuana a tiempo. Así
que quién entró la vio. Se detuvo un momento y luego solo tomó el porro de mis
dedos y se sentó a mi lado, contemplando la vista mientras daba una profunda
calada.
Su cara no estaba tan mal como yo pensaba. No
quise mirarlo mucho porque no sabía qué hacer en ese momento, pero estaba
seguro de no querer pronunciar más palabras de las necesarias. Sin embargo, sí
noté que la mancha de orina seguía allí. Después me pasó el porro y más tarde
él lo terminó, en silencio.