Los disparos venían de todos lados. Perla
tenía a cada lado un hombre con una pistola, que hacían lo mejor que podían
para defenderla de quienes habían prometido venir para llevarla. Pero no era
algo fácil: quienes disparaban eran visiblemente más y mejores. Además, cuanto
tiempo podían estar detrás del muro de un antejardín, antes de que ellos
vinieran e hicieran lo que habían deseado desde hacía tanto tiempo. Lo único
que ella podía pensar era que todo el asunto era tremendamente ridículo. Las
balas iban y venían y se escuchaban vidrios rompiéndose y gritos en la lejanía.
Pero ella solo pensaba en una cosa: sus archivos.
Perla no era un mujer estúpida ni dependiente.
Desde que había tenido uso de razón, y posiblemente por haber sido hija única,
había tenido un sentido de independencia bastante destacable: jugaba sola
creando historias complejas, en el colegio era la mejor en todas sus clases y
no se limitaba ni acomplejaba por ello y en la universidad fue capaz de
completar su carrera en tiempo record, usando cada pequeño espacio de tiempo
que tuviese libre. Ya en el mundo laboral, había probado su dedicación e
inteligencia al entrar, en su primer intento, a las fuerzas de seguridad del
país, más concretamente a la agencia de inteligencia.
Era por eso que le estaba disparando. Y cuando
cayó el primero de sus hombres, supo que había hecho lo correcto al no tener
nunca nada que la pudiera relacionar con su trabajo ni con nadie que tuviese
que ver con los cientos de temas sensibles que trataba todos los días. De
pronto por su personalidad o tal vez por su insistencia, Perla había alcanzado
las esferas más altas en la agencia. Era una de las manos derechas, porque eran
varias, del director y tenía acceso total a gran cantidad de los archivos
antiguos de las bases de datos, acceso limitado a solo unos pocos agentes de la
agencia como tal.
El segundo hombre cayó, con una bala en la
cabeza y entonces Perla supo que ya todo era inevitable. Por alguna razón, ni
la agencia ni nadie había enviado refuerzos: tal vez querían que el secuestro
ocurriera o tal vez no había mucha inteligencia en la agencia de inteligencia.
En todo caso, había sido entrenada para este tipo de eventualidades y sabía muy
bien lo que tenía que hacer. Lo primero fue tomar el arma de uno de los hombres
que estaban con ella y fingir que quería luchar por si sola. Disparó unas
cuantas veces, dándole a uno de los otros en el hombro, antes de que se le
acabaran las balas y dos hombres enormes viniesen a buscarla.
La arrastraron a una camioneta que arrancó al
instante y le taparon la cabeza con una bolsa parecida a las que usan para
guardar arroz y demás granos. Los hombres no decían ni una sola palabra pero
Perla sentía que algunos movía el cuerpo, los brazos más exactamente. Se
estaban comunicando no verbalmente para que ella no pudiese identificar nada en
su conversación o en su voz que le dijera adonde la iban a llevar. Todo eso era
inútil porque ella ya sabía muy bien quienes eran y lo dijo en voz alta para
que la oyeran. Por un rato dejaron de hacer movimientos pero luego lo
retomaron. Perla se recostó en la silla y trató de descansar, sabía que las
horas siguientes serías difíciles.
Por alguna razón se había quedado dormida y se
despertó ya sin la bolsa en la cabeza, esposada a un tubo de plomo que iba del
techo al piso de lo que parecía un galpón de ganadería. Había mucha luz en el
sitio y le dolió mover la piernas. Por como estaba esposada no podía ponerse de
pie, lo que era realmente molesto. Solo podía estar agachada o sentando y de ninguna
manera podía ver nada más que le dijera adonde estaba. Como se había dormido,
era posible que estuviese mucho más lejos de lo que suponía pero era imposible
saberlo con certeza.
Estuvo amarrada allí por varias horas hasta
que una mujer vestida para las labores del campo vino y le dejó una bandeja de
comida. Era joven y bonita pero parecía avergonzada y, tan pronto tuvo la
bandeja en el piso, se dio la vuelta para retirarse. Perla, como pudo, le pidió
que hablara con ella y le dijera que iba a pasar. La muchacha se detuvo, como a
pensar lo que había oído pero ni se volteó ni dijo nada. Salió del lugar y lo
único que tuvo Perla para hacer fue comer lo poco que le habían traído. Era un
vaso de agua, un plato de postre con lentejas y una tajada de pan.
Después de haber comido, Perla miró a un lado
y a otro, tratando de ver y sentir lo que más pudiera de ese sitio: aparte de
ella y del tubo de plomo, no había nada para destacar en todo el sitio. Podía
haber sido usado para vender reses o para criar gallinas. No había ningún olor
particular y la verdad era que Perla ya estaba demasiado cansada como para
ponerse de detective. De pronto la comida tenía algo, porque empezó a sentirle
pesada y con mucho sueño. Por fin cayó de lado, profundamente dormida y tuvo un
pesadilla horrible, en la que un grupo de hombres se le acercaba estando en una
cama.
Cuando despertó, ya no estaba en el galp
ón. Estaba afuera,
sobre el pasto. Era una colina hermosa y un árbol solitario le brindaba su
sombra. Ya no estaba amarrada pero tenía en la muñeca la marca de las esposas
que la habían tenido amarrada. Se sentía todavía algo débil y tratar de ponerse
de pie fue imposible. Ni con la ayuda del tronco del árbol pudo hacer que sus
piernas funcionaran con normalidad. Cuando cayó al suelo una segunda vez fue
que se dio cuenta que no estaba sola.
De nuevo, era la joven campesina de antes. O
al menos creía que era campesina. Porque aunque estaba viendo a la misma mujer
de antes, esta vez estaba vestida diferente y su cara no parecía tener ni la
amabilidad ni la timidez que había notado en el galpón. Está mujer estaba
vestida de botas de montar y miraba el horizonte como si quisiera matarlo.
Perla apenas pudo recostarse en el tronco y preguntar, con las pocas fuerzas
que tenía: “Quién es usted?”. La mujer no se dio la vuelta pero si dio un
respingo, indicando que no se había dado cuenta de que Perla estaba despierta.
Echó una mirada hacia atrás pero luego siguió en la misma postura que antes.
Perla exhaló. Su cuerpo estaba adormecido, como
lento en todo aspecto, y no podía hacer nada para no sentirse así. La mujer de
las botas entonces le preguntó a Perla si sabía que estaba haciendo allí. Ella
exhaló de nuevo y le dijo que no. La mujer rió y eso hizo que Perla se sintiera
aún más incomoda. No era una risa malévola ni nada por el estilo pero no
parecía ni el sitio ni el momento para reírse. La mujer le dijo que sabía muy
bien que ella no guardaba nada demasiado cerca por miedo a que se perdiera.
Perla la corrigió, diciendo que no guardaba información cerca porque la
seguridad así lo requería. El miedo no tenía nada que ver.
Después de respirar profundo un par de veces,
Perla pudo abrir los ojos con normalidad y sentirse un poco mejor aunque sin la
posibilidad de levantarse. Le preguntó a la mujer porque la habían secuestrado
si sabían que ella no tenía nada consigo ni en su hogar. La mujer no respondió
de inmediato. Cerca, pasó un campesino con una vaca y pareció no ver a Perla o
ignorar el hecho de que estaba tirada al lado de un árbol. Era posible que
pareciera que estaba allí por su propia voluntad pero la falta de curiosidad,
que ella tenía de sobra, le parecía imperdonable.
La mujer de las botas le dijo que la
información que ella tenía en su cabeza era más valiosa que la que estaba en
papel y en datos. Sabía que Perla había participado de varias misiones contra
mafias varias y que no toda la información era codificada. Sabía que mucha de
ella estaba memorizada, por miedo a que cayera en la manos incorrectas. Por
primera vez se dio la vuelta y le reveló a Perla que la idea era interrogarla
para que confesara, luego la torturarían para lo mismo y, si eso tampoco
funcionaba, estaban dispuestos a tomar medidas aún más drásticas.
Perla respiró tranquilamente, controlando su
cuerpo ante las amenazas. Le dijo a la mujer que no tendría nunca el tiempo
suficiente para hacer todo eso sin que nadie viniera a rescatarla. La mujer rió
de nuevo, esta vez más fuerte, tanto que parecía no poder parar. Cuando lo hizo
miró a Perla con lástima y le dijo que era más inocente e ingenua de lo que
pensaba. No había manera de que nadie la rescatara ya que estaban mucho más
lejos de lo que pensaba. De nuevo, otro campesino y esta vez Perla pudo verlo
más detenidamente. Casi pierde las pocas energías que tenía cuando vio la cara
del hombre, que era sin duda asiático, chino por sus rasgos generales.
La mujer le dijo que, además, Perla todavía seguía
trabajando en su oficina salvo que desde casa por un terrible resfriado. Y la
agencia era tal como otros trabajos, desinteresados en sus empleados, incluso
para verificar una posible enfermedad. No se darían cuenta hasta dentro de dos
semanas y con una actriz profesional eso podía extenderse. Así que tenían más
tiempo que el necesario para hacer lo que quisieran.
Entonces la mujer le extendió la mano a Perla
y la ayudó a ponerse de pie y a caminar un poco, hasta que pudieron ver más
allá, terrazas de arroz y montañas onduladas. La mujer entonces la tomó de la
mano y le pidió, con amabilidad, que le dijera todo lo que ella necesitaba
saber. El toque final, una sonrisa.