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martes, 16 de diciembre de 2014

El baile

El baile era intenso, apasionado, sin pretensiones. La pareja se deslizaba con facilidad por el escenario, siempre mirando a los ojos del otro. Estaban unidos por sus miradas, por una pasión privada que compartían ellos solos y nadie más. Incluso sonrían, de vez en cuando, también cuando el la alzaba a ella por un breve momento. Inclusive en esos momentos, su conexión permanecía.

Cuando terminaron la rutina, los jueces aplaudieron con fuerza atronadora. Les había encantado, así como a la audiencia, que gritaba y vitoreaba y saltaba y aplaudía. Todos habían sido tomados presa de una bella ejecución en la pista de baile. Por supuesto, ganaron el trofeo. Era su quinto premio en esa competencia, la mejor y más importante de todas en el circuito de los concursos de baile.

La pareja se sostuvo de las manos y luego las elevaron, celebrando su logro entre amigos, familiares y fanáticos. Flores llovían por todas partes, y confeti. La gente se les acercó y los alzaron en hombros hacia la salida. La gente aplaudía y vitoreaba como loca. Todo era perfecta. O bueno, casi todo...

Ya en el hotel, Melinda se lavaba el pelo en la ducha, tratando de quitarse el confeti y la  escarcha con la que se había adornado la frente y el resto de la cara. Cogía el jabón y hacía mucha espuma para luego pasarla por su cara, con fuerza, como si quisiera quitarse toda una capa de piel de esa manera. Se lavó la cara con agua y siguió duchándose, queriendo quedarse allí para siempre.

Afuera, en la cama, Camilo pasaba los canales de televisión con tremenda rapidez. La verdad era que no tenía muchas ganas de ver nada, solo quería distraerse y, si se podía, quedarse dormido con rapidez. No era que estuviera exhausto, aunque sin duda lo estaba. Era más bien el hecho de que supiera que una cosa era el escenario y otra muy distinta, la habitación.

Melinda salió del baño, vestida con una bata del hotel y con otra en la cabeza para secarse el pelo. Se puse frente a un espejo grande que había detrás del pequeño refrigerador de la habitación. Se quitó la toalla y empezó a peinarse, secándose primero.

Camilo la miraba y ella lo sabía. Había dejado de pasar canales y ahora se escuchaba la cansina voz de un comentarista deportivo. El hombre suspiró y dejó de mirar a su esposa. A pesar de haber estado casado dos años, no podía decir que la conocía. Es más, a veces sentía como si durmiera con una persona desconocida. Era una realidad que Melinda nunca había sido de la clase de personas que hablaban mucho. Pero él era su esposo. Había intentado pero nunca quería hablar de nada, prefería ella decidir cuando hablar lo que resultaba molesto.

Mientras se secaba el pelo, la mujer miraba su anillo de matrimonio de vez en cuando. No podía dejar de pensar, como en la ducha, que las cosas sin duda ya no funcionaban. De hecho, no tenía ni idea si alguna vez habían funcionado. Melinda quería mucho a Camilo y eso no estaba en duda pero otra cosa era mantener un matrimonio. Hacía meses que no tenían sexo y jamás compartían mucho más que un postre en un restaurante. Ella lamentaba que Camilo no fuera más romántico.

 - Tienes hambre? - preguntó ella.
 - Algo.
 - Quieres bajar al restaurante?

Camilo solo asintió. Se sentía mal al responderle como lo hacía pero la verdad era que la efusividad no era su fuerte y la verdad era que sabía muy bien que Melinda no respondía de ninguna manera ante el positivismo y la alegría. Era una mujer muy extraña en ese sentido.

En unos quince minutos, ambos estuvieron listos para bajar a cenar. Apenas llegaron al lugar, la gente que estaba allí los aplaudió y algunos se les acercaron para pedir autógrafos o una foto. Una vez más, fingieron sus amplias sonrisas y sacaron a relucir esas falsas personalidades. O tal vez no falsas, sino perdidas en el olvido.

Cuando por fin la gente se dispersó, con ayuda de uno de los camareros, se sentaron a la mesa y leyeron la carta con atención.

Camilo sonrió y Melinda lo vio. Pensó que hacía mucho no veía una sonrisa sincera en él, mucho menos por causa de ella. Cuando se conocieron eran siete años más jóvenes, lo que no parece mucho pero lo es. En esa época Camilo era el hombre más atento del mundo, siempre regalándole cosas pequeñas, dulces y cosas como esa. Era un detalle que ella siempre había adorado de él y no por los regalos sino porque le hacía ver que él pensaba en ella y eso se sentía bien.

La sonrisa de él se debía al primer platillo que vio en la carta. Era salmón ahumado y ese era también el primer platillo que habían cenado juntos. Fue en la cena de unos amigos y fue por ese salmón que habían empezado a charlar. Se burlaron de las dotes de cocinero que tenía su amigo en común. Él era un médico de tiempo completo y creía que sabía cocinar, lo que era cierto, pero no por completo. El salmón estaba bien pero la salsa era horrible y nadie le quería decir. Tanto Camilo como Melinda bromearon al respecto toda esa noche.

 - Están listos para ordenar? - preguntó el camarero que se había acercado silenciosamente.
 - Para mí la trucha al limón.
 - Excelente. Y para usted señor?
 - El salmón ahumado.

Y Camilo, sin pensarlo, le sonrió a su esposa. Ella no supo que hacer, decidiendo mejor mirar el mantel, como si fuera de hora.

 - Y una botella de Dom Perignon. Estamos celebrando.

El camarero sonrió y les dio sus felicitaciones por su victoria en el concurso. Incluso les dijo que había una selección excelente de postres y podían compartir uno por cuenta de la casa. Camilo le agradeció y el hombre se alejó.

Cuando el hombre estuvo lejos, Melinda levantó la mirada y la dirigió a su esposo. No se sentía la misma conexión que en el concurso. Más bien una tensión bastante inquietante. Por la mejilla de la mujer rodó una lágrima.

 - Que pasa? - preguntó él.
 - Que te pasa a ti? Nunca celebramos estas cosas.
 - Y? Hay una primera vez para todo. Además el lugar es muy bonito.

Él miró a su alrededor, como comprobando que lo que había dicho era cierto pero ella no le quitaba la mirada de encima, esa mirada incendiaria.

 - Me siento indispuesta, podemos...?
 - No!

Incluso quienes comían en las mesas cercanas oyeron la respuesta de Camilo. Todos fingieron desinterés e incluso molestia.

 - Que?
 - No, no podemos irnos. Ya ordenamos. No te da vergüenza?
 - Estás loco? En serio te molesta algo tan estúpido?

Ahora era a ella que escuchaban los demás comensales, algunos de los cuales dejaron de fingir y abiertamente miraban hacia la mesa de los bailarines.

 - Al menos puedo molestarme por esto.
 - Que quieres decir?
 - Dejemonos de idioteces, Melinda. Ya, no más.

Ella se limpió la única lágrima, de rabia, que había llorado y se incorporó. Ya todo el mundo los estaban mirando, incluso el personal del lugar.

 - Tienes razón. Ya no tiene sentido seguir con esta farsa.
 - Gracias, por fin eres sincera.

Ella rió.

 - Vaya, y muestras sentimientos. Bravo.

Camilo empezó a aplaudir, lo que hizo que la escena fuera aún más extraña e incomoda de lo normal. Algunas personas empezaban a llamar a los meseros para poder pagar e irse a casa. La situación ya no era cómica sino simplemente lamentable.

 - Mira quien lo dice.
 - Tienes quejas? En serio? Dilas entonces, abre esa estúpida boca alguna vez en tu vida.
 - Tu tampoco hablas mucho.
 - Porque siento que me puedes cortar la cabeza si hablo más de la cuenta. Pero, sabes? Ya me da    igual.

Camilo se puso de pie y le pidió a la gente disculpas por las molestias.

 - Queridos amigos, esto es solo el inicio de un divorcio. No dejen de comer el postre por esto. Se los  ruego.

Bajó cabeza al nivel de la oreja de Melinda y le dijo:

 - Que yo tome este paso es para que sepas lo miserable que me siento al fingir una vida que no tengo  junto a alguien que nunca se ha molestado por preguntarme si quiera como estoy. Yo tengo culpa    pero jamás niegues la tuya. No eres una víctima.

Y entonces Camilo se fue y dejó a Melinda sola. El despistado mesero trajo entonces la comida, cometiendo el error de poner el salmón frente a la mujer, que de un solo golpe mandó el plato al suelo y salió pisando fuerte.

El baile, que se había prolongado por tanto tiempo, había terminado.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Vuelo 131

Todos abordaron a tiempo, directamente en el hangar en que permanecía la aeronave cuando no estaba siendo utilizada. Piloto y copiloto esperaban al lado de la escalerilla para saludar a los pasajeros.

Primero subió la señora Carmen, la matriarca de la familia Castillo. Después subió su hija Inés con su hijo pequeño Matías, los hijos Alfredo y Carlos, cada uno con su esposa y el nieto mayor Samuel con su novia Elvira.

Cuando los nueve estuvieron a bordo, el piloto subió y el copiloto estuvo a punto de cerrar la puerta pero se dieron cuenta que no estaba con ellos la joven que iba a servir de auxiliar de vuelo. Esperaron unos minutos hasta que la joven llegó y pudieron por fin iniciar el vuelo.

Tenían como código de vuelo el 131, favorito de la familia por razones que ya nadie recordaba. La torre dio permiso y en algunos minutos estuvieron elevándose sobre los extensos campos aledaños al aeropuerto.

La joven azafata se paseó por la cabina preguntando a cada uno lo que deseaban beber. El vuelo tendría una duración de dos horas por lo que la comida sería servida más adelante. Volvió a su puesto en la cocina, ubicada junto a la cabina de mando.

En la cabina principal, la familia discutía los detalles de la fiesta en la que habían estado la noche anterior. Habían despegado temprano vestidos con la misma ropa que llevaban antes porque les resultaba más cómodo de esta manera. Las mujeres, a excepción de la señora Carmen, ya se habían quitado los zapatos.

La auxiliar le trajo a todos jugo de naranja y a Carlos un vaso con whisky. Su madre, su esposa y hasta su hijo empezaron a reñirle sobre beber tan temprano en la mañana pero el decía que era una tradición de hacía mucho tiempo. Su esposa le concedía esto pero le decía que había leído que beber y volar era una mala combinación.

Pasada la primera media hora, la mayoría de los pasajeros se quedaron dormidos. Estaban cansados y para muchos había sido una jornada pesada. Había sido una fiesta en celebración del abuelo, el esposo de Carmen, que había muerto hacía ya diez años. Todos los dueños de compañías y gente poderosa había asistido. El respeto que todavía guardaban por Gabriel, era sorprendente.

Sin embargo, Carmen, que no dormía, sabía que muchos habían ido por simple temor. Sabía bien que muchos habían siempre respetado a su esposo por ser un temerario y alguien que no dudaba en decir lo que pensaba a viva voz. Además era un hombre irascible. En las últimas horas había oído mucho de su querido esposo pero más que todo mentiras. El hombre era una bestia, un salvaje sin educación que había encontrado la manera de hacer dinero. Y ella se había casado con él por esa razón. El amor, nunca importó.

La joven auxiliar entró a la cabina y viendo a la señora Carmen despierta le pidió que no se preocupara pero que el piloto le había avisado que habría algo de turbulencia en unos minutos pero nada importante. La mujer le agradeció y la joven se retiró.

El niño de Inés se despertó en cuanto el aparato se empezó a sacudir, primero suave y después más violentamente. Pronto todos estuvieron despiertos y el niño empezó a llorar. Se pusieron los cinturones de seguridad y esperaron a que el momento pasara.

No duró mucho, tras lo cual la joven volvió, se disculpó en nombre del piloto y les avisó que serviría el desayuno.

Había pasado una hora exacta cuando todos empezaron a comer el desayuno en una hermosa vajilla con dibujos diferentes en cada plato. Comían huevos con jamón, pan y jugo de naranja. Además había cestas de pan con mermeladas y mantequilla para el que quisiera.

Comieron rápido ya que la siesta les había abierto el apetito. Después de terminar, todos empezaron a hablar de la vajilla y de los dibujos que cada uno veía en su plato. Parecía que todas eran ilustraciones de cuentos infantiles: Carmen tenía Caperucita roja, Inés a Cenicienta, Carlos a Barba Azul, Alfredo a Pinocho y Samuel a El Gato con Botas. Las esposas y la novia de Samuel compartían el dibujo con su pareja y el niño tenía solo flores en su plato.

De repente se oyó un grito, como si discutieran en otro lugar. La nave dio un salto extraño y se escuchó abrir la puerta de la cabina de mando. La cortina se abrió entonces y todos quedaron paralizados del miedo.

El copiloto sostenía un arma en la mano y los miraba a todos como loco, como si la cordura hubiera dejado su ser. Ya no tenía la cordial sonrisa que les habían brindado antes de embarcar sino una mirada maniática aterradora.

La esposa de Alfredo se puso de pie para protestar y el hombre disparó. Apenas se escuchó algo y la mujer cayó al suelo, probablemente muerta. La pistola tenía silenciador.

El hombre empezó a decirles que el piloto y la auxiliar estaban ahora muertos.

 - Igual que la esposa de Alfredo, el mentiroso. En todo caso, todos van a terminar igual.

Les exigió que se pusieran el cinturón de seguridad para que supiera que no se iban a mover mucho. Se sentó frente a Carmen y le apuntó directamente a la frente.

Por un momento hubo silencio pero después el hombre rió y empezó a hablar. Resultaba ser un hijo ilegitimo de Gabriel. Un hijo que, al parecer, había tenido con una empleada de la oficina.

 - No, no era su amante. Mi madre era una mujer respetable. Pero su esposo... Bueno, usted lo conocía mejor que nadie.

Gabriel había violado a su madre y él era el producto de esa violación. La mujer enloqueció poco a poco y murió un año después de dar a luz, en un hogar de reposo. Él se crió en un orfanato pero fue averiguándolo todo gracias a cartas que su madre había escrito antes de perder la razón.

Y el resto había sido sencillo. Seguirlos a todos, conocerlos, saberlo todo de cada uno. Hizo una breve lista casi gritando, nombrando los defectos de Carmen, las amantes de Alfredo, las particulares obsesiones de Carlos, los desfalcos de Samuel y los negocios torcidos de Inés. Todos habían heredado de Gabriel sus peores cualidades, que eran casi lo único que tenía. Y Carmen era la peor pues ella había sabido de los crímenes de esposo y nunca dijo nada.

El hombre se puso de pie y les dijo que lo había planeado todo para que ellos no tuvieran como escapar.  Y estúpidamente, ellos habían caído. Les preguntaba como gente con tanto dinero, se olvidaba de preguntar porque el copiloto de siempre no estaba con ellos y porque la joven auxiliar había llegado tarde. Pero eso ya no importaba.

Al día siguiente, un barco pesquero se topó con pedazos de metal en el mar, uno de los cuales llevaba la matricula del vuelo 131. Nadie sobrevivió. Aunque siendo justos, nadie nunca vivió en esa familia.