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viernes, 21 de julio de 2017

Donde Susana

   No era el mejor día de la semana para ir al mercado. Susana detestaba tener que saltar para pasar por encima de los grandes charcos y los olores que emanaban de los contenedores de basura eran peores cuando el clima se ponía de tan mal humor. En la noche había llovido por varias horas y la consecuencia era un mercado atiborrado de gente pero con ese calor humano que se hace detestable después de algunos minutos, mezclados con el calor de los pequeños restaurantes.

 Se mezclaban los olores de las castañas asándose en las esquinas, de las máquinas de expreso y capuchino que trabajan a toda máquina e incluso de las alcantarillas que recolectaban la sangre de los animales que eran rebanados allí todos los días. Era obvio que no era el mejor lugar para pasar una mañana, pero una dueña de restaurante no puede hacer nada más, al menos no si quiere ahorrarse algo de dinero. Los supermercados son abundantes pero siempre más caros y la calidad, regular.

 La sección más olorosa era, sin duda, la de pescadería. Grandes hombres y mujeres macheteaban grandes peces que antes colgaban de gruesos ganchos sobre el suelo. Pero, hábiles como eran, ya los estaban arreglando en bonitas formas, con frutas y hielo, para que los clientes se sintieran atraídos a ellos como las moscas. En ese momento de la mañana, eran más las moscas que los clientes en la zona de los frutos de mar. El olor era demasiado para el olfato de la mayoría.

 Como pudo, Susana pidió varias rodajas de sábalo, un rape grande y varias anguilas que les servirían para hacer un platillo japonés que había visto en la tele y quería probar en el restaurante. Cada cierto tiempo, le gusta intentar cosas nuevas. Se ofrecía como menú del día y el comensal podía cambiarlo por cualquier otra cosa, sin recargo ni nada por el estilo. Si el platillo era un éxito y se podía hacer barato, se quedaba. Si no, era flor de un día en su pequeño restaurante frente a la marina.

 Quedaba en un viejo edificio que había mirado al mar durante décadas. Los vecinos y dueños de los locales habían acordado limpiar toda la fachada y ahora se podía decir que parecía nuevo. Todos sus hermosos detalles saltaban a la vista, sin el mugre de los miles de coches que pasaban por la avenida de en frente. Lo malo del lugar era que los espacios eran oscuros, como cavernas, y había que iluminarlos todo el día, no importaba si era verano o invierno, de día o de noche. Era un gasto más que había que considerar, una carga más para un comerciante.

  Susana hacía el sacrificio porque sabía cuales eran las ganancias, los resultados de atreverse con su cocina y con su pequeño restaurante cerca al mar. Ver las sonrisas de los comensales, recibir halagos y saludos en el mercado, eso era todo para ella y lo había sido durante toda su vida. Su padre había tenido allí mismo un bar que los vecinos siempre habían adorado. Poco a poco, ella lo hizo propio y ahora se consumía mucha más comida que bebida en aquel lugar.

 Cuando terminó con el pescado en el mercado, se dirigió a las carnes frías. Los turistas siempre venían por sándwiches y cosas para comer casi corriendo. Le encantaba imaginarse porqué era que siempre parecían estar apurados, como si no hubiesen planeado bien su viaje o si se hubiesen levantado tarde. Claro que no era la mejor persona para hablar de vacaciones porque ella nunca las había tenido. Al menos no como Dios manda y es que con el restaurante, se le hacía imposible.

 Alguna vez cedió a los consejos de sus hijos y, por fin, salió un fin de semana entero de viaje a una región cercana. Como su marido ya no estaba, fue con una de sus mejores amigas. El viaje estuvo bien, no pasó nada malo ni nada por el estilo. Pero la comida, en su concepto, había sido la peor que había probado en su vida. Además, los sitios que visitaba siempre estaban llenos de gente corriendo y los guías, que se suponía sabían más que nadie de cada edificio, parecían estar igual de apurados.

 Por eso prefería estar en su cocina, con los olores que flotaban y sus hermosas visiones mentales que se convertían, tras un largo y dedicado proceso, en creaciones hermosas que vivían para ver la cara de un agradecido cliente. Eso era lo que más le traía alegría. Eso y beber unas copas de vino mientras atendía. Eso incluso le había hecho merecedora de varias fotografías con sus comensales e incluso canciones de hombres que ya habían bebido demasiado y debían irse a casa.

 En las noches, seguía siendo un bar como el de antaño pero, como ella lo decía siempre, con mejor comida que nunca. Su padre, descanse en paz, jamás había sido muy dedicado a cocinar. Sabía hacer cosas, cosillas mejor dicho. Pero nunca platos complejos que requirieran ir al mercado temprano para conseguir los mejores productos. Él sabía de vinos y viajaba lejos para conseguir los mejores. Nadie lo podía vencer en una cata. Y de cervezas ni se diga: había probado una en cada país que había visitado y su colección de botellas era la prueba.

 Su padre… Lo echaba de menos cada vez que veía a los clientes de más edad en su restaurante. Sabía bien que ellos, cuando visitaban, no veían el sitio que ella mantenía en la actualidad, sino que veían aquel que había visitado de más jóvenes, cuando probablemente todavía eran novios con sus esposos o esposas. En sus ojos se veían los recuerdos y a veces había lagrimas silenciosas que ellos no explicaban pero que ella podía entender bien. Por eso hacía lo que hacía.

 Compró conejo, carnes de res y bastante cerdo. A la gente le seguía gustando la carne roja más que todo. Pero incluso se había dejado influenciar por sus nietos y había integrado al menú algunos platillos alternativos para aquellos extraños clientes que no comían carne, aquellos que ni les gusta ver una gota de sangre o se les va la cabeza. A Susana le parecía gracioso escuchar de personas que vivían la vida comiendo lentejas y garbanzos pero sus nietos le habían enseñado a callar sus opiniones en ese aspecto.

 Tuvo que ir al coche, guardar las carnes y volver por las verduras. Eso era lo más rápido porque las compraba todas siempre en el mismo puesto desde hacía treinta años. Era atendida todas las mañanas por el esposo de su mejor amiga, de hecho la había conocido allí mismo en el mercado. No eran de aquellas mujeres que se juntaran para hablar chisme ni nada parecido. Ni siquiera se veían tan seguido. Pero cuando estaban juntas, se entendían a la perfección, incluso sin palabras.

 Cuando todo estuvo en el coche, condujo apenas diez minutos para llegar al estacionamiento frente al restaurante. Ella sola sacó las bolsas y las fue entrando en el local, hasta el fondo, donde estaba la cocina. Cuando tuvo todo adentro, se sentó en una vieja silla de madera basta y miró su alrededor. El silencio era ensordecedor pero los olores de sus compras le indicaban que ella todavía seguía en este mundo. Por un pequeño momento, recordó a su Enrique, sonriendo.

 Siempre lo hacía cuando ella llegaba de las compras. Jamás le había gustado que él la acompañase pero siempre estaba allí cuando ella volvió para brindarle una sonrisa y ayudarla a acomodar todo en el lugar apropiado. Todo casi sin hablar.


 A veces lo extrañaba mucho, mucho más de lo que confesaba a sus hijos o conocidos. Pero así es la vida y hay que vivirla, esa es nuestra responsabilidad. Susana se arremangó su blusa y empezó a ordenar todo, recordando a su padre, a Enrique y a todos los que aún la hacían sonreír en frías mañanas como aquella.

viernes, 19 de mayo de 2017

Solo bailar

   Practicar era lo principal. Todos los días se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba la mochila que ya estaba llena con lo que pudiera necesitar y se iba a la academia. Allí, tenía un salón para él solo durante seis horas. En esas seis horas podía practicar lo que más le gustara. Usualmente trataba de ejecutar la rutina completa para ver cuales eran los puntos débiles o, mejor dicho, que podría mejorar de lo que tenía que hacer. Durante la última hora, tenía casi siempre la ayuda de la que había sido su maestra.

 La señorita Passy era una mujer ya entrada en años pero seguía siendo tan vigorosa como siempre. Durante su juventud en Francia, había decidido viajar como mochilera por el mundo. Por circunstancias fortuitas tuvo que quedarse más tiempo en el país de lo que hubiese deseado y por eso se quedó para siempre. Había estudiado danza clásica por años así que con la ayuda de amigos puso la academia, donde contrató a otros para enseñar varios estilos de baile.

 Para Andrés, practicar con ella era como hacer su rutina con el público más exigente posible. La mujer jamás se guardaba una critica y las hacía siempre en la mitad de la coreografía, sin importarle si Andrés se tropezaba y perdía la concentración a causa de su actitud. Un buen bailarín tenía que estar por encima de eso y poder corregir en el momento, sin dar un traspiés. Para el final de la sesión, eso era lo que el chico hacía y la mujer quedaba más que alegre por el resultado.

 Al mediodía, Andrés tenía que ir a trabajar medio tiempo a un restaurante para poder tener el dinero suficiente para no tener que pedirle a nadie ningún tipo de ayuda. La danza como tal le daba dinero pero jamás era suficiente. Para eso debía bailar con los mejores y en otro país donde su pasión fuese mucho mejor recibida. Había enviado videos y demás a varias academias y compañías fuera del país pero jamás le habían contestado. Así que su sueño de ser famoso debía esperar.

 En el restaurante debía limpiar las mesas después de que los clientes se iban. Además, era la persona asignada si, por ejemplo, alguien tiraba su comida al piso o se le caía un vaso con refresco o emergencias de ese estilo. Al comienzo se sentía un poco mal al tener que hacer un trabajo así, pero después de un tiempo se dio cuenta que necesitaba el dinero y no podía ponerse a elegir lo que le gustaba y lo que no de cada empleo. Ya era bastante difícil conseguir algo que hacer así que no lo iba a arruinar así no más. Sin embargo, se la pasaba todo el tiempo pensando en el baile.

 Cuando limpiaba las mesas imaginaba que sus manos eran bailarines dando vueltas por el escenario. Lo mismo pasaba cuando limpiaba los pisos y por eso era seguido que uno de sus superiores lo reprendían por no hacer su trabajo con mayor celeridad. El siempre se disculpaba y trataba de empujar el pensamiento del baile hasta el fondo de su cabeza pero eventualmente volvía y se le metía en la cabeza con fuerza. Era como un virus pero en este caso él lo quería tener, sin importar nada.

 Su trabajo de medio tiempo terminaba a las siete de la noche. Eso quería decir que cuando lo contrataban para una obra, tenía el tiempo justo para poder llegar al teatro y prepararse. Normalmente solo tenía media hora o menos para maquillaje y vestuario pero siempre lo lograba y nunca estaba demasiado cansado para nada que tuviese que ver con el espectáculo. Una vez en el escenario era como si hubiese estado viviendo allá arriba por muchos años, y así se sentía.

 Le encantaban las luces que oscurecían al público y se enfocaban solo en él. Le gustaba también vestir de mallas y sentir que su cuerpo se aligeraba sin la presencia de ropa innecesaria. Quitarse los zapatos deportivos que había tenido puestos en la tarde para cambiarlos por los duros zapatos de ballet, era para él un proceso casi parecido a una ceremonia religiosa. Era lo que más le tomaba el tiempo en la preparación y eso era porque para él era una parte esencial del espectáculo.

Una vez arriba, en el escenario, hacía su rutina de la mejor forma posible. No se retraía en ninguno de sus pasos y, sin embargo, tenía siempre presente las palabras de la profesora Passy. Corregía en la mitad del movimiento y seguía como si nada, disfrutando del baile que lo hacía sentirse sin nada de peso, como si flotara por todas partes. La presencia de otros bailarines y bailarinas era para él algo sin importancia. La verdad era que siempre se veía solo sobre el escenario.

 Lo mejor de todo era cuando la función terminaba y el público se pone de pie y aplaudía. Era como si hicieran un enorme muro de ruido que era solo para esos pocos que habían estado sobre el escenario. Lo mucho que lo llenaban esos aplausos y gritos, era algo casi inexplicable. Era un sentimiento hermoso pero muy difícil de explicar a personas que nunca lo hubiesen vivido en carne propia. Estar sobre un escenario era estar en un rincón del mundo donde la atención está concentrada solamente sobre ti durante un corto periodo de tiempo. Y eso es el cielo.

 Su llegada a casa era siempre, hubiese o no espectáculo, después de las once de la noche. Llegaba rendido pero siempre esperando el día siguiente en el que seguiría su camino hacia convertirse en el mejor bailarín del mundo. Era increíble como nunca se desanimaba, como no dejaba caer sus brazos y simplemente se rendía ante un mundo que no parecía muy interesado en lo que él hacía y mucho menos en recompensarlo por ello. Sí lo pensaba a veces pero no dejaba que el sentimiento negativo ganara.

 En casa se bañaba por la noches, con agua caliente. No se tomaba mucho tiempo allí adentro pero sí lo disfrutaba bastante pues era el momento en el que más se relajaba en el día. La ducha era el único lugar que sentía como seguro, en el que podía ser él mismo por unos segundos y no pasaría nada, no habría consecuencias. Si tenía que golpear la pared de la rabia, lo hacía. Si tenía que llorar, ese era el lugar. Era su lugar y su momento para sacar todo lo que le apretaba el pecho.

 Al salir de la ducha, podía respirar mejor. Usualmente comía algo ligero y se iba a la cama antes de que fuera demasiado tarde. Al fin y al cabo tenía que despertarse de nuevo a las cinco de la mañana el día siguiente para volver a empezar la rutina que, con el tiempo, le daría ese momento clave que él buscaba desde que era niño. Creía que la disciplina era la clave para conseguir que sus sueños se hiciesen realidad. Y si seguía así, eventualmente podría bailar en mejores lugares.

 Ya acostado, pensaba en otras cosas que no fueran baile. Con frecuencia sus pensamiento se iban con su familia pero pensar en ellos lo hacía sentir rabia. Ellos no habían querido que el bailara y mucho menos ballet. No les interesaba en el lo más mínimo poder verlo flotar en el escenario. Explicarles su proceso a ellos sería casi imposible y tal vez por eso no le interesaba en lo más mínimo hacerlo. Por eso era independiente, no quería tenerlos reclamándole encima todos los días.

 El único día que no ejecutaba su rutina eran los domingos. Ese día la academia estaba cerrada, así como el restaurante. Estiraba un poco en casa pero de resto, no hacia mucho. Veía películas o salía a caminar. De pronto por eso era que, para él, el domingo era el peor día de la semana. Todo tipo de pensamientos lo invadían, normalmente alejados por el baile. Además, se sentía algo inútil y se aburría.


 Pero la semana no demoraba en volver a comenzar y esa era su vida.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Modelo de...

   Desde siempre, lo llamaban para lo mismo. Ha pesar de tener una rutina bastante intensa de gimnasio, el trabajo para el que lo llamaban siempre era el mismo.  Se había esforzado por mucho tiempo para ser el mejor en lo que hacía, para poder presentar más de una cara de si mismo. Pero, por alguna razón, siempre lo contrataban para exactamente lo mismo. Como así era, trabajaba medio tiempo en un pequeño restaurante como ayudante de cocina pues esa era su profesión desde un comienzo, tiempo antes de intentar otros caminos.

 Raúl era inusualmente alto para el lugar donde había nacido y desde siempre la gente lo había mirado de manera diferente. No como si fuera un gigante ni nada parecido, sino porque sus movimientos eran algunas veces lentos y torpes. No era inusual que tuviese accidentes tontos con un frecuencia mucho más alta de lo normal. Lo único que hacía en esos casos era disculparse y tratar de que no sucediera de nuevo pero era bastante difícil evitarlo, en especial cuando muchas veces sentía que no tenía control sobre su cuerpo.

 Aunque la cocina había sido su primera pasión, la verdad era que hacía mucho tiempo había perdido el interés en ella. Al menos así había sido desde que, en un viaje al extranjero, un hombre lo había detenido para decirle que tenía pinta de modelo y que le encantaría tomarle algunas fotos para definir su perfil. En ese entonces viajaba con una novia a la que le pareció todo el encuentro muy gracioso y pensó que el hombre era o un charlatán o simplemente le estaba tomando del pelo a Raúl. Él fingió pensar lo mismo.

 La verdad era que la idea le había quedado sonando en la cabeza y por el resto del viaje estuvo mirando la tarjeta que el hombre le había dado. Al final, casi tenía el número memorizado. Pero no tuvo nunca un espacio de tiempo para poder ir a hablar con el hombre. Su ex estaba siempre encima de él, como si le diera miedo despegarse. Así que nunca fue a su cita con el hombre de la agencia de modelaje y su viaje terminó en una pelea por otra cosa con su novia. Poco después terminarían y una de las razones sería la poca fe de ella en él.

 Aunque se le daba bien lo de cortar y cocinar, desde ese viaje a Raúl se le había metido en la cabeza que sí podía ser modelo y que quería intentarlo pues sería un ingreso más de dinero que no le vendría nada mal. Eso era lo que se decía a si mismo pero la verdad era que quería saber si en verdad era tan guapo como para ser modelo. Nunca se había sentido especialmente atractivo y, aunque ahora se mataba en el gimnasio tres horas al día, no sentía que estuviese más cerca de su meta que cuando el tipo le ofreció su tarjeta la primera vez.

 Después de una búsqueda exhaustiva, Raúl decidió lanzarse e intentarlo. Buscó una agencia y pidió una cita. Tenía que pagar para que le tomaran fotos y lo consideraran, no era al revés. Ese día tuvo muchos nervios y se había asegurado de ejercitarse lo suficiente antes de asistir. Sus músculos estaban tensos y aún dolían del esfuerzo físico. EL fotógrafo no dijo nada al respecto. Las únicas veces que le dirigió la palabra fueron para decirle como posar, que hacer para la siguiente toma y nada más. Todo fue menos interesante y fascinante de lo que él esperaba.

 A la semana siguiente volvió para recoger sus fotos y para reunirse con un hombre que le diría cuales eran sus puntos fuertes y sus puntos débiles y si de hecho servía o no para el modelaje. Cuando llegó a la cita, se decepcionó mucho al ver que ya no hablaría con un hombre sino con una mujer. No era que Raúl fuese sexista ni nada por el estilo, sino que le intimidaba mucho más oír criticas de su físico de parte de una mujer que de un hombre. De alguna manera se sentía como si estuviese, una vez más, en una de sus relaciones fallidas.

 Sin embargo, la mujer no pudo ser más amable. Le comentó que en efecto su altura lo hacía bastante interesante para una gran variedad de proyectos, sobre todo en un país donde la gente era bastante pequeña. El inconveniente es que tendría que modelar ropa diseñada casi que para él o sino se vería como un tonto. Hablaron también de su físico y la mujer le confesó que aún le faltaba mucho por hacer en ese aspecto pero eso siempre se podía mejorar trabajando duro en el gimnasio con algo más de intensidad, lo que parecía ser casi imposible.

 Le dijo, además, algo que le pareció inusual y fue que sus manos y sus piernas eran ideales también para el modelaje. No eran excesivamente peludas y eran torneadas y bien definidas, con una piel suave y de un color bastante agradable que no era blanco pero tampoco de un moreno que no le quedara a su complexión. Le mostró varias de las fotos que le habían tomado para que viera lo que ella quería decir pero la verdad es que eso a Raúl le daba un poco lo mismo. Él lo que quería era ser modelo comercial y nada más.

 La reunión terminó con unas palabras de aliento y la entrega de las fotos. La mujer estaba segura que Raúl podía tener un futuro brillante en el mundo del modelaje si sabía aprovechar sus atributos y si se esforzaba mucho más en el trabajo de su cuerpo. Le dijo que enviaría copias de sus fotos a varios conocidos para ver si alguno de ellos estaría interesado en él como modelo. Al final le dio la mano y Raúl la estrechó con una sonrisa tensa: la verdad era que no sabía que pensar de la reunión.

 Días después, mientras cortaba montones de cebollas para la hora del almuerzo en el restaurante, Raúl recibió una llamada en su celular. Era la mujer de la academia que le contaba que un par de empresas estaban interesadas para trabajar con él. Raúl se emocionó bastante y la mujer le pidió que la visitara lo más pronto posible para contarle todos los detalles pues estaba algo ocupada y no podía contarlo todo por el teléfono. Él aceptó y casi no pudo dormir esa noche de la emoción. Parecía que su sueño estaba cada vez más cerca.

 Sin embargo, al otro día, su ánimo bajó de golpe cuando la mujer le explicó que el trabajo era para una empresa que hacía medias. Eran medias para todos los usos y le tomarían varias fotos. La paga era buena pero no increíble ni nada por el estilo. Ella le explicó que la mayoría de planos serían cerrados pero que era posible que un par de las fotos fueran para vallas y revistas, donde un cuerpo entero tenía mucho más sentido. Raúl lo pensó un momento pero la mujer lo convenció de que, para un primer trabajo, estaba mejor que bien.

  La sesión de fotos fue el fin de semana siguiente y Raúl se enamoró de todo lo que tenía que ver con el modelaje desde el primer momento. Le encantaban las luces, el sonido del obturador de la cámara y el silencio del fotógrafo con el que parecía establecer una conexión especial a la hora de posar. Eso sí, todas sus poses tenían que ver con sus piernas y con la gran variedad de medias que la empresa que lo había contratado hacía. Para las fotos, se puso todo ese día al menos unos cuarenta pares de medias, casi siempre sin zapatos.

 Fue divertida como primera experiencia y supuso que mucho más pasaría. Y así fue pero no de la manera en la que él lo estaba esperando. Lo primero es que la compañía de las medias lo siguió contratando con frecuencia pues estaban muy contentos con él. Siempre era para modelar en planos cerrados de sus piernas, pocas veces de cuerpo entero. Lo otro es que todas las ofertas que recibía eran para lo mismo o para zapatillas deportivas o zapatos de varios tipos. Pagaban muy bien y él aceptaba y se dejaba tomar todas las fotos pero su cara no aparecía en ninguna de ellas.


 En parte estaba orgulloso de si mismo pues había logrado convertirse en modelo y, al menos parcialmente, poder vivir de ello. Pero aumentar su rutina a cuatro horas diarias parecía no haber tenido efecto. Lo más cercano a su sueño fue cuando le tomaron una foto sin camiseta para unas zapatillas deportivas pero la foto nunca se publicó. En todo caso, siguió intentando pues sabía que lo tenía todo para triunfar. Había llegado hasta allí y nadie le iba a impedir seguir avanzando, no después de todo lo que había superado.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Paparazzi

   Trepado como estaba en el árbol, no podía tomar fotografías y al mismo tiempo contestar su celular. Cuando intentó hacer las dos cosas a la vez, la cámara fotográfica se le resbaló de la mano precipitándose al suelo. No se rompió en varios pedazos ni nada parecido. Pero la altura había sido suficiente para romper el lente por dentro. La cámara había quedado inservible. Además, no había podido contestar la llamada que no era nada más ni nada menos que una publicidad.

 Cuando llegó a casa, revisó la cámara por todos lados. A primera visa parecía solo raspada pero el daño interno era severo. Consultó con sus compañeros de trabajo y le dijeron que así ya no podía trabajar y que ojalá tuviese algo de dinero ahorrado para una emergencia de ese estilo. Lastimosamente, Mateo no había tenido mucho éxito con sus últimas fotografías. Por alguna razón siempre llegaba tarde a los lugares donde había famosos o sus fotos no eran elegidas por los tabloides.

 Así es: Mateo era un paparazzi, un cazador de las estrellas. Se dedicaba, todos los días de su vida, a perseguir a los famosos y a los que tenían algo que perder. Su cámara era como su brazo derecho: sin ella no había nada. Se había quedado sin su principal fuente de dinero y eso que siempre tenía problemas para pagar sus deudas. Además no era barato mantener una cámara como esa o tener que ir a todas partes persiguiendo gente. Parecía un trabajo fácil pero no lo era.

 Y eso era descontando el hecho de que había que pelear para que las publicaciones compraran las fotos. No era solo oprimir el obturador sino saber llegarles a ellos con fotos perfectas para utilizar en sus páginas diarias. El pedido que tenían era de locura y por eso el negocio había crecido tanto. Ahora con la cámaras de los celulares y cámaras casi profesionales que se podía cargar con facilidad, el mercado de las fotografías de los famosos estaba cada vez más abarrotado.

 Mateo verificó en su cuenta y todo estaba como ya lo sabía: no tenía dinero suficiente para un nuevo lente, mucho menos para toda una cámara nueva. Además había estado ahorrando para pagar por el préstamo de unos equipos especiales que había alquilado con la esperanza de así poder tomar mejores fotos, sobre todo en la noche y sobre las vallas de las casas de los famosos pero todo eso no había servido de nada.

 Ahora tenía que pagar esa deuda y ni siquiera tenía como utilizar nada de lo que le habían prestado. Desesperado, acudió a otros fotógrafos del medio pero ellos no estaban en una mucho mejor posición. No tenían cámaras para prestar y era obvio que si hubieran tenido igual no le hubieran dado nada. Él era competencia y era mejor si ya no estaba en el negocio.

 La cámara rota se quedó por varios días en su mesa de noche. La miraba todos los días, casi como una sesión de tortura para forzarse a encontrar una solución satisfactoria a sus problemas de dinero. Estaba tan desesperado que había decidido pedirle a varios conocidos que lo conectaran para hacer trabajos con equipos prestados o en cualquier otro trabajo que pudiese hacer mientras solucionaba la situación de la cámara.

 Tuvo que trabajar lavando platos en un restaurante elegante y eso le ayudó para terminar de pagar su deuda. Cada cierto rato debía salir a la calle a fumar para resistir las ganas de mandar todo a la mierda. Para Mateo era un trabajo que había dejado de hacer hace años y además ya se consideraba muy viejo para estar usando esa estúpida manguera para limpiar los platos y la esponja con mucho jabón. Era humillante pero era lo único que había para hacer.

 Mateo nunca había tenido la oportunidad de estudiar. Terminó la secundaria porque el colegio era gratis pero sus padres no tuvieron dinero para darle una carrera. Él trató de estudiar, pagándose todo él mismo, pero solo logró entrar un semestre y ni siquiera pudo terminarlo pues sus obligaciones y las clases se cruzaban con frecuencia y tenía que tener sus prioridades. Había querido estudiar fotografía para ser un artista pero le tocó usar su talento para tomar fotos de gente que muchas veces ni sabía quién era.

 Era una novia la que le había dado la idea un día en el que estaban en su casa y ella tenía una de esas revistas. Mateo supuso que a esos fotógrafos les tenían que pagar bien pues no eran fotografías permitidas y se exponían incluso a ciertos riesgos al tomar las fotos así que se puso a averiguar y pronto encontró varios fotógrafos que le aconsejaron que hacer. Fue cuando sus últimos ahorros se fueron a la cámara que hacía poco se había estampado contra el suelo.

 Lo otro que era frustrante del trabajo en el restaurante, era que mucha gente supuestamente famosa iba allí a que la vieran o a fingir que no querían que los vieran. Desde políticos de dudosa reputación hasta estrellas temporales del canto, muchas veces estaban allí y no faltaba el tonto que iba y les pedía el autógrafo. Mateo no entendía eso de la fama por no hacer nada pero sabía que era algo bueno para gente como él.

 Cuando pensó eso, se dio cuenta de que ya no era fotógrafo y se sintió bastante mal. Para compensarlo, trató de diseñar una manera de tomarles fotos a los artistas sin que se dieran cuenta. Tenía que ser con el celular. O al menos podría grabar sus voces y venderlo a alguno de esos portales en internet que seguro estarían interesados en algo así.

 Pero no hizo nada parecido. Estaba demasiado ocupado tratando de ganar dinero para pagar sus deudas y todavía pensaba que podía arreglar su cámara. Todas las noches la miraba y revisaba el lente y los espejos internos. Siempre terminaba frustrado porque sabía que el daño era demasiado grande y que no tenía como reemplazar nada de ello. Esa cámara le había proporcionado una buena vida. Tal vez no excelente pero había puesto comida en la mesa y le había proporcionado algunas emociones fuertes, lo que siempre era divertido.

 Con ella había tenido que correr detrás de automóviles en movimiento y detrás de parejas que fingían que no sabían que les tomaban fotos. No solo se había subido a los árboles sino también sobre muros e incluso se había disfrazado con barba postiza y toda la cosa para infiltrarse en lugares de los que lo habían echado pero siempre con las fotos a salvo en la tarjeta de memoria que nunca olvidaba de sacar antes de que nadie tuviese la oportunidad de borrarle las fotos.

 Fue entonces cuando cayó en cuenta de que no había revisado si la tarjeta de memoria también se había dañado o si al menos la podía conservar. No sabía que utilidad podría sacarle sin tener un cámara pero de seguro podría hacer algo con ella. Tal vez venderla o esperar a que en algunos meses pudiese tener una cámara más barata o algo por el estilo.

 Sacó la memoria de la cámara y la insertó en su portátil. La tarjeta no podía ser leída por el computador. Se pasó toda una noche, en la que debía descansar para estar alerta en su trabajo en la cocina, tratando de que su portátil leyera la memoria. Parecía que se había dañado de alguna manera porque antes siempre había funcionado a la perfección sin ninguna situación rara.

 Muy tarde en la noche, por fin, el portátil pudo leer la tarjeta por unos segundos. Mateo aprovechó para copiar las pocas imágenes guardadas a su computador antes de que la tarjeta de memoria fallara de nuevo. La mayoría eran fotos desenfocadas o borrosas. Definitivamente nada especial. Era unas cien que había tomado en apenas un par de minutos. Las revisó una a una, con una esperanza que rayaba en lo tonto.


 Y sin embargo, encontró lo que buscaba: una foto limpia, con una definición lo suficientemente buena. Era de la actriz que había estado vigilando y algo interesante se veía en la imagen: otra persona. Y su cara era inconfundible. En una milésima de segundo, había tomado una foto que le podría generar mucho dinero. Sin dudarlo, hizo copias y decidió no ir a trabajar a la mañana siguiente. Tenía algo que vender, la solución a sus problemas.