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lunes, 19 de diciembre de 2016

Rosa del viento

   Cuando empezaron a usar al valle y luego al cañón como pista aérea de carreras, todavía el pueblo no existía. Venían volando de más lejos, de una pista de tierra que quedaba a muchos kilómetros de allí. Con el pueblo construido, los aficionados habían construido un aeródromo más confortable y cerca de los lugares que les gustaba frecuentar. De hecho, se podía decir que el pueblo había nacido gracias a la afición de la gente de la zona por volar. Los aerodeslizadores que usaban eran de los más avanzados en el mundo.

 Uno de ellos, el capitán Cooke, fue el fundador del pueblo cuando se estrelló aparatosamente a la entrada del valle. Venía de atravesar todo el cañón y luego el valle pero no se había fijado en los cambios del viento y eso causó que se estrellara estrepitosamente contra el suelo. Allí mismo donde cayó, y donde se puede decir que sobrevivió de puro milagro, fue donde fundó el pequeño pueblo de Rosa del Viento. Era en honor a la clave del vuelo, lo que debía siempre tenerse en cuenta para ser un piloto de verdad exitoso.

 Cooke construyó allí una casita modesta y luego se mudó la mujer que se convertiría en su esposa. De hecho, jamás se casaron formalmente pero eso jamás les importó demasiado. Para cuando tuvieron el primer hijo, el caserío ya contaba con unas 10 personas, todas relacionadas de una y otra manera con el vuelo o al menos con todo lo que tenía que ver con el valle y el cañón, pues también había una gran cantidad de científicos que venían de las grandes ciudades para ganar conocimiento acerca de las especies que habitaban la zona.

 Estaban a un par de cientos de kilómetros de una ciudad grande, de todo lo que significara una verdadera conexión con el mundo. Lo único que los conectaba a ellos era volar. Sus aerodeslizadores podían llegar a Monte Oca, el pueblo con hospital más cercano, en apenas diez minutos con el viento a favor. Eso era bastante bueno si necesitaban con urgencia una medicina o si era urgente llevar un enfermo a la clínica. El problema era que las aeronaves que poseían casi nunca tenían dos asientos pero se las arreglaban como podían.

 Para cuando Cooke completo cuatro hijos, dos niñas y dos niños, el pueblo contaba ya con casi doscientas personas, muchas atraídas por el particular clima de la zona y por la tranquilidad. Además seguían siendo mayoría fanáticos del vuelo. Tanto así, que empezaron a organizar el torneo anual de Rosa del Viento, una carrera a través del valle y el cañón que daba un gran premio en metálico a quien ganara. El dinero era casi siempre proporcionado por todo en el pueblo, ganado en principio con publicidad y el incipiente turismo.

 Para cuando Cooke murió, en un grave accidente en el cañón, el pueblo contaba más de mil almas y el torneo de Rosa del Viento era sencillamente el más conocido en el continente, y seguramente uno de los más reconocidos del mundo. Una estatua de Cooke fue erigida frente a su hogar, y luego fue puesta en un nuevo parque que sería el centro geográfico del pueblo. No había turista que se perdiera ese punto de atractivo, así como las expediciones y caminatas por toda la zona que era altamente atractiva para el turismo de aventura.

 Pero, sin lugar a dudas, el pueblo siempre se llenaba al tope cuando se celebraba el torneo aéreo. La gente moría por ver a los pilotos volando bajo por el cañón, aunque a los locales ahora les daba un poco de fastidio ver esa parte pues así habían perdido a su más grande piloto. En todo caso, la gente iba en grandes cantidades y gastaba mucho dinero en hoteles, comida y turismo en general. Por eso el torneo pudo mejorar, haciéndose más seguro y con mejor tecnología visual para que la gente que lo viera en televisión se sintiera dentro del aeroplano.

 Los cambios fueron un éxito y colaboraron a la construcción de una mejor infraestructura en el pueblo, que siempre había luchado contra los elementos para poder abastecerse de agua, de electricidad e incluso de gas natural. Todo eso se convirtió en una realidad, casi treinta años después de la muerte de Cooke. Sus hijos todavía vivían en el pueblo pero no así sus nietos que se habían dispersado por el mundo. El punto es que Rosa del Viento se convirtió en punto de parada obligatorio para todos los que quisieran vivir una verdadera aventura.

 Las expediciones por el valle eran las mejores para familias o incluso personas mayores. La gente acampaba en terrenos abiertos y aprendían de la vida de antes, cuando había que hacer una fogata y cocinar lo primero que se pudiera cazar para aplacar el hambre. Obviamente, ya no había que sacrificar ratas ni nada parecido para vivir confortablemente. Los grupos de llevaban casi siempre comida enlatada y repelentes contra varios animales, aunque era casi imposible que no hubiera algún encuentro indeseado, especialmente siendo una zona árida.

 El valle era hermoso y verde en algunos parches aislados. La tierra era roja y salvaje y por eso era tan adorada por los visitantes. Los hacía sentirse, según lo que la mayoría decía, en otro planeta. Les encantaba el aroma dulce del viento y las caras siempre amables de los habitantes de la zona. Nunca se sentía que fueran expresiones forzadas, poco sinceras. Era solo que así eran y a todo el mundo le fascinaba. Por eso el turismo no hacía sino aumentar, como el número de hoteles y negocios.

 Cuando el pueblo llegó a los dos mil habitantes, se hizo una fiesta por todo lo alto y se celebró una edición especial del torneo de Rosa del Viento. La celebración se planeó con muchos meses de antelación y había preparativos de toda clase, desde un recorrido innovador para el torneo como nuevas plantas solares para la ciudad que eran las que abastecían todo de energía. Sin embargo, la tragedia volvió a asomar su fea cabeza cuando tres pilotos murieron en el torneo. El accidente fue el peor, de lejos, en la historia de la competencia y de la región.

 El pueblo casi no se recupera. Durante un año no hubo competencias aéreas y no era porque no quisieran sino porque el turismo tuvo un bajó increíble. Tan mal estuvo que muchos de los nuevos comercios tuvieron que cerrar e incluso se limitaron los tures que se hacían por el valle y por el cañón, pues la gente ahora le tenía mucho miedo a todo y no quería arriesgarse yendo muy lejos o caminando cerca de la zona donde había sido el accidente. Sin embargo, muchos terminaban yendo porque, al fin y al cabo, la gente es así y siempre lo será.

 La única manera de mejorarlo todo, hace un año aproximadamente, vino de la mano de un grupo de jóvenes exploradores que habían decidido visitar zonas remotas del mundo para  ver si podían descubrir nuevas especies de plantas y animales. Ya habían estado en un par de densas selvas lejanas y, según dijeron a la gente del pueblo, estaban felices de poder visitar un lugar seco donde la lluvia no fuera constante y pudiesen trabajar a un mejor ritmo. Descubrieron pronto que el calor y la aridez tenían sus inconvenientes pero lo supieron soportar bien.

 El foco de su expedición era el cañón sobre el que pasaban antes los aviones durante el torneo. Era raro pero nadie nunca lo había explorado mucho, pues acceder a pie era mucho más difícil que entrar volando, y eso que eso tampoco era demasiado sencillo. El grupo de jóvenes se quedó allí por casi un mes entero, acompañados de algunos residentes del pueblo que iban y venían. Un buen día, uno de ellos anunció que la expedición terminaba y que harían un anuncio. En la plaza de Cooke, el je de la expedición anunció que habían descubierto quince especies nuevas.


 El interés de parte de conservacionistas y biólogos hizo que el pueblo reviviera. Tanto era el flujo de gente, que reactivaron de nuevo el torneo y las grandes masas del pasado volvieron varias veces más, aunque no en tan gran número, a contemplar a los arriesgados pilotos que ahora volaban sobre las cabezas de campistas novatos o de exploradores empedernidos. Todos podían apreciar con facilidad la belleza del acto del vuelo, ayudado por el sitio donde tenía lugar.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Volar

   K recordaba la primera vez que otra persona lo vio volar. Esa persona había sido su madre y afortunadamente él no había volado muy lejos antes de que se diera cuenta lo que estaba haciendo. En ese entonces casi no tenía poder alguno sobre sus capacidades. Era un niño asustado que había acabado de descubrir que no era como todos los demás. Su madre casi muere de un ataque al corazón y K tuvo que convencerla de que todo estaba bien y que no había nada que temer.

 Pero ser una madre era eso precisamente: preocuparse y pensar siempre en lo mejor para su hijo. Desde ese día temió por él, en todas las situaciones que pudiesen presentarse. Pensaba que si alguien se daba cuenta de lo que era, lo iban a rechazar y hasta le podrían hacer daño. K no creía que eso fuese posible, pues además de volar, era extraordinariamente fuerte. Podía tomar una roca y destrozarla solo con una mano, apretando como si fuese una naranja o algo por el estilo.

 Con el tiempo, K aprendió a controlar sus poderes y tuvo a su madre para ayudarlo todo el tiempo. Ella le recordaba que esas habilidades que tenía eran un físico milagro y que jamás debería usarlos para motivos personales. No podía usar esa injusta ventaja en el colegio o para conseguir algo que quería. Sin embargo K, aunque la escuchaba, era un chico joven que estaba ansioso por probar sus limites y ver hasta donde podía llegar.

 Para cuando terminó el colegio, K ya controlaba el vuelo y solo necesita correr unos cuantos metros para elevarse. Lo hacía siempre en las noches para que nadie lo viera. Se había comprado una máscara de esas que resistían gases peligroso y se la ponía siempre que quisiera volar alto. Pero después de muchos intentos, se dio cuenta que la mascara no era necesaria. Podía volar sin ella con toda confianza y nada podía pasarle o eso parecía.

 En secreto, visitó varios lugares del mundo. Después de que su madre se acostaba, volaba por el mundo, conociendo otras personas o simplemente caminando por las calles de ciudades mucho más entretenidas que la suya. Cuando llevaba dinero, compraba algo de comida local o se mezclaba con la multitud en alguna cafetería o, si podía entrar, en un bar. Le gustaba sentir que nadie lo veía y que podía pasarse la vida así, conociendo el mundo.

 Sin embargo, todo cambió para K cuando su madre murió, poco después de su ceremonia de graduación. Había alcanzado a salir en fotos y ofrecerle su apoyo total para seguir estudiando lo que quisiera. Su madre no tenía mucho dinero y se había sacrificado desde hacía mucho trabajando en una fábrica de calzado para ganar el dinero suficiente. Tenía ahorrado para un viaje que quería hacer con su hijo y otro poco para su educación. Pero no sabía del cáncer que tenía y que terminó con su vida.

 K lloró por varios días y no salió de su casa por tantos otros, solo hasta el día de la cremación del cuerpo de su madre. Ese día sintió que sus poderes no eran nada, sentía que todo eso que se suponía lo hacían especial eran solo parte de una maldición. Sin querer, rompió una pared de mármol al empujarla con rabia con una mano en la capilla donde hicieron la cremación. Afortunadamente nadie notó el muro hundido hasta después de terminada la ceremonia, cuando él tomó la urna con las cenizas de su madre y se fue directo a casa. Allí se quedó encerrado por varios días.

 Amigos y familiares venían a cada rato a sacarlo de su miseria pero él se la pasaba en el cuarto de su madre, llorando, y contemplando la urna. Fue en uno de esos momentos en los que recordó el deseo de su madre y, una noche de lluvia, se elevó por los aires y voló miles de kilómetros hasta una isla que parecía salida del sueño de alguien. Estaba rodeada de agua perfectamente clara y palmera que se torcían ligeramente hacia el agua. La arena era blanca y el cielo estaba despejado.

 Viendo que no hubiera nadie cerca, K abrió la urna y dejó el suave viento de la Polinesia se llevara las cenizas de su madre hacia el mar y de pronto a alguna de las otras islas cercanas. K vio como la nube de cenizas se fue alejando y fue solo cuando la perdió de vista que decidió dejarse caer en la arena y llorar de nuevo. Las lágrimas resbalan por su cara rápidamente y parecía que hubiese perdido todo control sobre lo que sentía. Incluso estaba un poco ahogado.

 Entonces sintió una mano en el hombre y brincó del susto. Varias lagrimas saltaron también y cayeron sobre la arena. Quién lo había tocado era una chica, tal vez un poco mayor que él. Por su aspecto físico, parecía ser de la isla, no una turista, sino una polinesia real. K no se limpió las lágrimas. Solo dejó de mirar a la chica y volvió el rostro hacia el mar, continuando su llanto en silencio.

 La chica se sentó a su lado y no dijo nada. Tocaba la arena y arrancaba como montoncito y luego los iba esparciendo suavemente pero no hacía nada más ni hablaba del todo. Cada cierto tiempo miraba a K. Parecía que le daba lástima su estado pero también parecía darse cuenta que había algo que no cuadraba. De hecho era bastante obvio ya que la ropa que K tenía puesta nada tenía que ver con el clima en el que estaban.

 El sol empezó a brillar más aún y fue entonces que K se dio cuenta del calor que hacía y que, además de llorar, empezaba a sudar bastante. La chica le tocó el hombro otra vez y le hizo señal de beber. Él, sin entender bien, asintió. Ella se puso de pie y volvió solo minutos después.

  Traía en sus manos un coco y un palo que clavó hábilmente en la arena. K la miró con interés, limpiándose la cara y quitándose la chaqueta, mientras ella partía el coco en el palo que había clavado y, con cuidado, le pasaba un pedazo que contenía bastante agua. Él tomó un poco y luego se lo bebió todo. Al fin y al cabo estaba deshidratado, no se había preocupado por su salud en mucho tiempo. El sol sacándole los últimos rastros de agua de su cuerpo y por eso empezaba a sentirse raro.

 La chica la llamó la atención y señaló su cuerpo, moviendo sus dedos de arriba abajo. Ella tenía puesto un bikini de color amarillo con dibujos. Después señaló a K y dijo una palabra que él no entendió. Ella sonrió e hizo la mímica de quitarse la ropa. Él sonrió también y entendió lo que ella decía. Y tenía razón, él se había vestido sin pensarlo y le sobraban varias piezas de ropa. Entonces se pudo de pie y se quitó todo menos los pantalones cortos que usaba de ropa interior.

 Ella le hizo la señal de pulgares arriba y le ofreció un pedazo de coco. K hizo un montoncito con la ropa y le recibió un pedazo de coco a la joven. Comieron con silencio y entonces K pensó en lo mucho que su madre hubiese disfrutado el lugar y el coco y el mar y todo lo que había allí. Deseó que hubiese vivido para que lo visitasen juntos pero eso no iba a pasar. Las lágrimas volvieron.

 La chica parecía dispuesta a impedirlo porque, de nuevo, le tocó el hombro y le pidió a K que lo acompañara. Él se limpió los ojos y la frente y, sin decir ni una palaba, se puso de pie y dejó su ropa atrás. Caminaron hacia dentro de la isla por unos minutos, empujando ramas y teniendo cuidado de no resbalar en alguna raíz, hasta que llegaron a un enorme claro. K no pudo dejar de quedar con la boca abierta.

 Era una laguna pequeña, tan transparente como el mar, en la que no se movía nada y parecía estar allí, congelada en el tiempo. Los árboles se inclinaban sobre ella y el viento acariciaba la superficie. La chica se metió de un chapuzón y él entró despacio, disfrutando la temperatura del agua. Después de un rato, jugaron a salpicarse de agua y bucear por todos lados.

 El atardecer llegó pronto y volvieron a la playa. La chica la dio la mano y le preguntó algo en su idioma pero él no entendió. Ella sonrió y le dijo solo una cosas más: “Gaby”. Era su nombre. Se dio la vuelta y se despidió mientras se alejaba por la playa. K le sonrió de vuelta y cuando dejó de verla, se dejó caer en la arena, a lado de sus cosas. Entonces dio un golpe con fuerza al suelo e hizo un hueco enorme, en el que tiró toda la ropa. Cubrió el hoyo rápidamente y, en un segundo, tomó vuelo.


 Sintiendo el aire por todo su cuerpo, se elevó hacia el atardecer y voló toda la noche por varias regiones del mundo hasta que decidiera volver a casa. Allí se sentó en la sala, donde había pasado tantas horas con su madre. Se acostó en el sofá y se quedó dormido rápidamente. Estaba exhausto y necesitaría toda la energía posible para tomar los siguiente pasos en su vida.

martes, 28 de julio de 2015

Volar

   Su aspecto era majestuoso e iban de aquí para allá con la mayor libertad. Era hermoso verlas volar, de manera tan resuelta pero a la vez tan libre de ataduras y de tantas cosas que nosotros sí tenemos como seres humanos. Las aves eran libres, libres de verdad. Es cierto que tal vez no sean las criaturas más brillantes pero que importa eso cuando tienen el don del vuelo, la libertad, de nuevo, de ir y venir hacia y de donde quieran. Miles de personas iban a ver a las aves al parque, era algo así como una tradición en la ciudad ya que era de los pocos sitios urbanizados donde aves migratorias venían a descansar después de su largo viajes desde aquellas tierras frías del norte. Había días en los que el sitio parecía un aeropuerto, llegando oleada tras oleada de aves.

 La gente tomaba fotos y se divertía con el espectáculo pero para Ignacio, las aves eran su vida, su pasado y su futuro. Se dedicaba a ir todos los días de la migración a tomar fotos y, si podía, a clasificar los tipos de aves y sus tamaños. Incluso podía saber de donde venían si alguna de ellas tenían un chip implantado que se podía leer a distancia y sin molestarlas. Siempre había tenido interés en las aves, desde que era un niño pequeño y veía las palomas volando por el parque. Lo que más le había atraído era el concepto de volar y de poder ir adonde quisiera cuando quisiera. Era un don que obviamente el ser humano no tenía por su naturaleza misma, volar habría sido un error pero se las habían arreglado para corregirlo con tecnología.

 Era extraño, pero para alguien que adoraba volar, a Ignacio no le gustaba nada la idea de meterse en un avión y estar allí por horas para llegar en otro lado. La primera vez que lo intentó, fue un dolor de cabeza tanto para él como para los demás pasajeros. Él no lo sabía pero era claustrofóbico y simplemente no podía meterse en ningún tipo de aparato que volara. Simplemente no lo disfrutaba nada y para volver de ese primer viaje, su familia prácticamente tuvo que drogarlo para que durmiera y no sintiera nada de nada. Era un poco cómico para ellos, aunque nunca se lo dijeron de frente, que semejante amante del vuelo y las aves, no pudiese volar en un avión.

 Lo bueno fue que, al crecer, no tuvo tantas oportunidades de salir a viajar a ningún lado y las vacaciones siempre las tenía que pasar en algún lugar cercano a la ciudad. Su familia aprendió de esto y decidieron hacer planes por su lado y que Ignacio hiciera planes con amigos para pasar las vacaciones. Esto los distanció un poco pero hubiese sido injusto que alguien tuviese que ceder su vida nada más por un inconveniente personal. Así funcionan las cosas algunas veces y nadie tenía la culpa. En todo caso, cada uno pasaba siempre buenas vacaciones y se reunían a discutirlas una vez Ignacio se mudó de casa.

 Al vivir solo, dedicó su vida a sus investigaciones y a tomar fotografías y demás. La verdad era que Ignacio no se sentía bien. No solo porque se había dado cuenta de que no conocía bien a sus propios padres sino porque su vida se sentía vacía, como si le faltaran pedazos que él ni siquiera sabía que debían estar allí. No tenía nada que ver con el amor o algo por el estilo sino más con tener un sentido de pertenencia, una dirección clara. Porque la verdad era que lo que hacía ya no lo llenaba como antes. Era bonito estar en casa los fines de semana con su mascota Paco, que era un loro bastante brillante pero eran los únicos momentos en los que se sentía sin ninguna molestia. Era extraño sentirse así porque no era algo que él conociera, que hubiera vivido antes pero sabía que algo estaba mal.

 Ignacio decidió ir a un sicólogo donde ventiló lo poco que sentía y que entendía de ello pero no fue suficiente. El sicólogo, era evidente, solo respondía a algo cuando era más bien obvio, como si los síntomas no los entendieran las personas que los sentían sino solo él. Fue una experiencia decepcionante y nunca más trató de ir a un profesional de la mente, como se hacían llamar. Después de la cita, salió con tanta rabia del consultorio que casi tumba a una mujer que iba entrando al edificio y por poco se le olvida que desde allí no podía caminar a casa. Se sentía frustrado y desesperado. Parecía que este fracaso le había hecho sentir muchas cosas más, ninguna que entendiera con claridad.

 Paco era su único amigo. Era triste decirlo pero el loro era el único que parecía entender lo que Ignacio sentía. Se le subía al hombro o al cuerpo y se recostaba en él, algo inusual para Paco que solo quería decir que entendía por lo que su amo estaba pasando. Era algo tierno que pronto lo sacó lágrimas a Ignacio, que se sentía cada vez más atrapado pero algo aliviado que así fuera su ave entendiera algo de lo que estaba pasando. Desde ese día trató a Paco como un príncipe y le compró varios juguetes y una comida mucho mejor que la que comía habitualmente. Pero este cambio en su relación no cambió en nada lo que sentía, ese peso en el alma que sentía cada vez más pesado, como si creciera.

 Tratando de obviar el fracaso con el sicólogo, intentó ir con un médico general. Era posible, pensó, que sus afecciones tuviesen que ver con algún problema físico. Fue decepcionante, de nuevo, saber que estaba en perfecto estado de salud y que, a excepción de una deficiencia de calcio notable por su aversión a la leche, todo marchaba como un reloj. De la cita solo sacó una botellita de pastillas de calcio y nada más. Las empezó a tomar juiciosamente pero después de un tiempo las dejó, viendo que huesos más fuertes no ayudaban nada en su estado de ánimo. Varias noches estuvo echado en la cama, mirando hacia arriba y preguntándose que pasaba.

 Tiempo después, su mejor amigo del colegio volvió a la ciudad y le pidió que se vieran ya que tenía algo que contarle. Se vieron en un bonito restaurante y allí su amigo Cynthia le contó que estaba embarazada. Por lo visto la reacción de Ignacio no fue suficiente ya que ella le reclamó por su falta de entusiasmo. Ignacio le respondió que él no sabía mucho de eso pero que estaba feliz por ella, porque sabía que siempre había tenido un gran instinto maternal y ahora podría usarlo de verdad. Ella se alegró con esa afirmación y le contó que había decidió con su pareja no casarse todavía hasta ver que tal se llevaban durante el embarazo y todo lo demás. Era poco ortodoxo pero era mejor que apresurarse. Cuando le preguntó a Ignacio como estaba, él, sin razón, empezó a llorar.

Al rato de haber empezado, se detuvo a la fuerza, viendo como la mayoría de las personas en el restaurante habían girado sus cuellos para ver que era lo que ocurría. Se secó las lágrimas torpemente y Cynthia entendió que era hora de que se fueran. Caminaron en silencio unos minutos hasta llegar a un parque pequeño, donde se sentaron y ella por fin le preguntó que era lo que pasaba. Él la miró, con los ojos rojos del llanto, y le dijo que no sabía que era lo que ocurría. Se sentía perdido y con afán de algo pero no sabía de que. Ella le preguntó si le hacía falta alguien pero él le respondió que ella sabía muy bien que para él las relaciones amorosas no era algo que a él le interesara mucho.

 Ignacio le contó a su amiga Cynthia de sus citas con el sicólogo y con el médico, de su nueva amistad con Paco y de cómo su insomnio era cada vez peor, de tanto pensar y pensar. Le confesó que ya no sabía que hacer y que cada día era difícil para él levantarse y hacer su trabajo, que menos mal era a distancia y no tenía a nadie encima molestando. Ella le dijo que era natural que muchas veces uno simplemente colapse y empiece a ver su vida con otros ojos y a darse cuenta que le hubiese gustado hacer las cosas de otra manera. Tal vez era eso o tal vez era él hecho de que, para ella, Ignacio vía una vida demasiado ermitaña, demasiado cerrada sobre sí mismo.

 Desde la época del colegio había dejado de hablar con la mayoría de sus amigos y ya no iba a acampar o de viaje a ver aves en algún parque nacional. Ella entendía bien que no fuera de los que persiguen el amor pero le dijo que todos los seres humanos necesitan compañía, no importa en que forma venga. Le dijo que Paco era probablemente un buen comienzo pero que siempre era mejor tener un ser humano cerca. En ese momento lo rodeó con un brazo y le dijo que sentía no poder ser ella la que estuviera allí con él pero que era obvio que lo iba a obligar, como pudiera, a ir a visitarla cuando la bebé naciera. Ignacio sonrió y abrazó a su amiga, de nuevo llorando pero esta vez en silencio.


 Días después, las cosas empezaron a mejorar un poco. Ignacio decidió lanzarse al agua, como se dice, e inició varias conversaciones con las personas que veía en el sitio donde iba a fotografiar aves. Muchos eran amantes del concepto de volar, como él, y otros solo amaban a los pájaros y se reían con las anécdotas acerca de Paco. A los pocos meses, conocía ya a varias personas y algunas empezaban convertirse en sus amigos. Y de repente todo iba mejor, la presión en su pecho se había alivianada y su ansiedad solo se presentaba algunas noches, como recordándole que faltaba camino. Pero él dormía bien, pensando que lo que faltara de camino no lo tendría que recorrer solo.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Vuelo 131

Todos abordaron a tiempo, directamente en el hangar en que permanecía la aeronave cuando no estaba siendo utilizada. Piloto y copiloto esperaban al lado de la escalerilla para saludar a los pasajeros.

Primero subió la señora Carmen, la matriarca de la familia Castillo. Después subió su hija Inés con su hijo pequeño Matías, los hijos Alfredo y Carlos, cada uno con su esposa y el nieto mayor Samuel con su novia Elvira.

Cuando los nueve estuvieron a bordo, el piloto subió y el copiloto estuvo a punto de cerrar la puerta pero se dieron cuenta que no estaba con ellos la joven que iba a servir de auxiliar de vuelo. Esperaron unos minutos hasta que la joven llegó y pudieron por fin iniciar el vuelo.

Tenían como código de vuelo el 131, favorito de la familia por razones que ya nadie recordaba. La torre dio permiso y en algunos minutos estuvieron elevándose sobre los extensos campos aledaños al aeropuerto.

La joven azafata se paseó por la cabina preguntando a cada uno lo que deseaban beber. El vuelo tendría una duración de dos horas por lo que la comida sería servida más adelante. Volvió a su puesto en la cocina, ubicada junto a la cabina de mando.

En la cabina principal, la familia discutía los detalles de la fiesta en la que habían estado la noche anterior. Habían despegado temprano vestidos con la misma ropa que llevaban antes porque les resultaba más cómodo de esta manera. Las mujeres, a excepción de la señora Carmen, ya se habían quitado los zapatos.

La auxiliar le trajo a todos jugo de naranja y a Carlos un vaso con whisky. Su madre, su esposa y hasta su hijo empezaron a reñirle sobre beber tan temprano en la mañana pero el decía que era una tradición de hacía mucho tiempo. Su esposa le concedía esto pero le decía que había leído que beber y volar era una mala combinación.

Pasada la primera media hora, la mayoría de los pasajeros se quedaron dormidos. Estaban cansados y para muchos había sido una jornada pesada. Había sido una fiesta en celebración del abuelo, el esposo de Carmen, que había muerto hacía ya diez años. Todos los dueños de compañías y gente poderosa había asistido. El respeto que todavía guardaban por Gabriel, era sorprendente.

Sin embargo, Carmen, que no dormía, sabía que muchos habían ido por simple temor. Sabía bien que muchos habían siempre respetado a su esposo por ser un temerario y alguien que no dudaba en decir lo que pensaba a viva voz. Además era un hombre irascible. En las últimas horas había oído mucho de su querido esposo pero más que todo mentiras. El hombre era una bestia, un salvaje sin educación que había encontrado la manera de hacer dinero. Y ella se había casado con él por esa razón. El amor, nunca importó.

La joven auxiliar entró a la cabina y viendo a la señora Carmen despierta le pidió que no se preocupara pero que el piloto le había avisado que habría algo de turbulencia en unos minutos pero nada importante. La mujer le agradeció y la joven se retiró.

El niño de Inés se despertó en cuanto el aparato se empezó a sacudir, primero suave y después más violentamente. Pronto todos estuvieron despiertos y el niño empezó a llorar. Se pusieron los cinturones de seguridad y esperaron a que el momento pasara.

No duró mucho, tras lo cual la joven volvió, se disculpó en nombre del piloto y les avisó que serviría el desayuno.

Había pasado una hora exacta cuando todos empezaron a comer el desayuno en una hermosa vajilla con dibujos diferentes en cada plato. Comían huevos con jamón, pan y jugo de naranja. Además había cestas de pan con mermeladas y mantequilla para el que quisiera.

Comieron rápido ya que la siesta les había abierto el apetito. Después de terminar, todos empezaron a hablar de la vajilla y de los dibujos que cada uno veía en su plato. Parecía que todas eran ilustraciones de cuentos infantiles: Carmen tenía Caperucita roja, Inés a Cenicienta, Carlos a Barba Azul, Alfredo a Pinocho y Samuel a El Gato con Botas. Las esposas y la novia de Samuel compartían el dibujo con su pareja y el niño tenía solo flores en su plato.

De repente se oyó un grito, como si discutieran en otro lugar. La nave dio un salto extraño y se escuchó abrir la puerta de la cabina de mando. La cortina se abrió entonces y todos quedaron paralizados del miedo.

El copiloto sostenía un arma en la mano y los miraba a todos como loco, como si la cordura hubiera dejado su ser. Ya no tenía la cordial sonrisa que les habían brindado antes de embarcar sino una mirada maniática aterradora.

La esposa de Alfredo se puso de pie para protestar y el hombre disparó. Apenas se escuchó algo y la mujer cayó al suelo, probablemente muerta. La pistola tenía silenciador.

El hombre empezó a decirles que el piloto y la auxiliar estaban ahora muertos.

 - Igual que la esposa de Alfredo, el mentiroso. En todo caso, todos van a terminar igual.

Les exigió que se pusieran el cinturón de seguridad para que supiera que no se iban a mover mucho. Se sentó frente a Carmen y le apuntó directamente a la frente.

Por un momento hubo silencio pero después el hombre rió y empezó a hablar. Resultaba ser un hijo ilegitimo de Gabriel. Un hijo que, al parecer, había tenido con una empleada de la oficina.

 - No, no era su amante. Mi madre era una mujer respetable. Pero su esposo... Bueno, usted lo conocía mejor que nadie.

Gabriel había violado a su madre y él era el producto de esa violación. La mujer enloqueció poco a poco y murió un año después de dar a luz, en un hogar de reposo. Él se crió en un orfanato pero fue averiguándolo todo gracias a cartas que su madre había escrito antes de perder la razón.

Y el resto había sido sencillo. Seguirlos a todos, conocerlos, saberlo todo de cada uno. Hizo una breve lista casi gritando, nombrando los defectos de Carmen, las amantes de Alfredo, las particulares obsesiones de Carlos, los desfalcos de Samuel y los negocios torcidos de Inés. Todos habían heredado de Gabriel sus peores cualidades, que eran casi lo único que tenía. Y Carmen era la peor pues ella había sabido de los crímenes de esposo y nunca dijo nada.

El hombre se puso de pie y les dijo que lo había planeado todo para que ellos no tuvieran como escapar.  Y estúpidamente, ellos habían caído. Les preguntaba como gente con tanto dinero, se olvidaba de preguntar porque el copiloto de siempre no estaba con ellos y porque la joven auxiliar había llegado tarde. Pero eso ya no importaba.

Al día siguiente, un barco pesquero se topó con pedazos de metal en el mar, uno de los cuales llevaba la matricula del vuelo 131. Nadie sobrevivió. Aunque siendo justos, nadie nunca vivió en esa familia.