Una de las flechas pasó volando por el lado
de la oreja izquierda de Tomás, quién se lanzó al suelo apenas comenzaron los
disparos. Los demás corrían a protegerse al lado de un árbol o solo corrían
hasta que sintieran que todo estaba atrás. Pero era una ilusión pues la fechas
siempre los alcanzaban. No se podía ver quien era el atacante pero la idea
principal era simplemente sobrevivir y no ser atravesado por alguna de esas
flechas, que parecían venir en grandes cantidades y que cada vez eran más certeras.
Después de un par de horas de iniciado el
ataque, ya habían caído cinco de las doce personas que estaban intentando
escapar de la isla. Casi la mitad yacían muertos y de los demás casi todos
estaban heridos de una u otra manera. Como ganarle a alguien que no veían?
Además no tenían muchas opciones de escape y la mente les funcionaba con
lentitud, no veían nada con claridad, ni el camino frente a ellos ni las ideas
en su mente. El fracaso de su intento de fuga era inminente y Tomás estaba
seguro de ello.
Al fin y al cabo, era él el que había alentado
a los otros a escapar. Su propio desespero y miedo le habían hecho hacer
promesas vacías y carentes de todo sentido. Desde su captura, había estado
temblando y la única idea que había tenido, la del escape, era la única que
veía con claridad en su mente. Los había llevado a todos a través del bosque no
porque estuviese seguro de poder salvarlos sino porque no podía pensar en nada
más. Y los demás, habiendo estado más tiempo allí, no tenían voluntad alguna. Era
como si obedecer fuese lo único que podían hacer. Y ahora cinco de ellos…
Seis. El arquero, quien fuese que fuera, le
había atravesado el pecho a una de las pocas mujeres que había huido con ellos.
La pobre mujer cayó con fuerza al suelo seco detrás de algunos pisos agrupados
de forma extraña, obviamente plantados allí por alguien. Las seis personas
restantes estaban todas temblando, sus cuerpos ya casi incapaces de sostenerse
por sí solos. No lo pensaban, pero hubiesen podido intentar rendirse. Tal vez
eso podría funcionar.
Todos vestían sus largas túnicas blancas,
ahora manchadas de sangre y tierra. Iban descalzos, como los animales, por lo
que correr se hacía cada vez más difícil. Todos estaban terriblemente delgados,
desnutridos y tan dañados mentalmente que no tenían como luchar contra nada.
Que hubiesen encontrado la voluntad de rebelarse y de tratar de escapar, había
sido una sorpresa más que placentera. Pero la verdad, como dicho con
anterioridad, era que no era rebeldía ni ganas de vivir. No se trataba de una
necesidad. Era solo que ya no podían rehusarse a nada. Ya no tenían voluntad y
nunca más volverían a tenerla.
Si uno se pone a pensarlo bien, no había una
razón real para que escapasen. Que ganaban con ello cuando ya no servían para
nada, cuando la pasión por la vida se les había escapado lentamente, con cada
día que pasaban en ese lugar, en ese edificio sin esquinas en esa isla maldita.
Ninguno de ellos iba a ser capaz, si es que escapaba, de reconstruirse una vida
propia, de volver a ser quienes eran o incluso de ser alguien más. De los seis
que permanecían con vida, había un par que llevaban más de un año allí y nadie
en el mundo podía devolverles lo que habían perdido en ese tiempo.
Siete. Ocho. No, no era una opción rendirse.
Aunque ellos no recordaban, habían sido pareja hacía mucho tiempo. Tal vez por
eso se habían escondido juntos, de la mano, detrás de unos arbustos espesos y
altos. Pero eso no les había servido de nada, también tenían flechas en el
cuerpo y su sangre manchaba la tierra que ya había visto sangre humana en el
pasado. Hacía tiempo, solo meses de hecho, ellos se habían casado y habían
querido empezar una familia. Pero como los demás, tomaron una mala decisión y
ahora estaban muertos.
Los cuatro que quedaban eran Tomás, Gabriela,
Marcos y H. La última era una mujer negra, con cicatrices en el rostro, que ni
la gente del lugar sabía como llamar. Como no hablaba, tal vez por traumas
relacionados con su larga estadía en el centro, la llamaron H, por aquello de
que esa letra es muda. Era extraño pero el nombre era cómico y era algo así
como un toque de color en un mundo gris y oscuro. Nadie se daba cuenta de ese
toque de color pero era algo extraño que estuviese allí, como burlándose de
todo.
Tomás era quién había llegado hacía más poco.
Tenía todo más fresco en su mente y, aunque en ocasiones se sentía alcanzado
por todo lo que había visto y sentido en ese lugar, seguía teniendo algo de la
esperanza y de la fuerza que había tenido afuera de ese horrible lugar. Al fin
y al cabo, eso le había servido para convencerlos a todos de seguirlo a él,
hacia la libertad. Pero eso, se podía decir ya, había sido un fracaso completo.
Estando escondido entre las ramas de un árbol enorme, metros encima del suelo,
se daba cuenta de que había llevado a un montón de gente directo a sus tumbas.
Y lo peor era que él estaba perdiendo lo poco que tenía en su mente, lo sentía
irse y esto lo hacía llorar en silencio.
Gabriela había sido madre. Tal vez por eso se
había refugiado en una gran madriguera, entre las raíces de otro de esos
árboles gigantes que había por aquí y por allá. No quería saber que animal
había hecho semejante hueco y la verdad era que no le importaba. Como le iba a
importar si ya no había más en ella sino instinto de supervivencia, ganas de
seguir adelante pero vacías, sin sentido alguno. De pronto era su instinto de
madre, ya inútil, que seguía mandándola hacia delante, sin tener ni la más
mínima idea si allí adelante había algo que valiese la pena.
Marcos era un hombre viejo o al menos lo
parecía. La verdad era que no era físicamente tan viejo pero su corta estadía
había sido suficiente para ahogarlo y sacar de él lo poco de bueno que había. A
diferencia de los demás, Marcos no era lo que uno pudiese llamar “una buena persona”.
Había matado gente y en sus mejores días había sido el brazo fuerte de uno de
los criminales más buscados de su país. Y la verdad era que le había encantado
matar, no tenía ningún problema con ello y jamás había sentido ni un poco de
arrepentimiento. Pero allí estaba, media cabeza calva y sus músculos
desaparecidos entre la locura y el hambre.
Todos estaban allí por una razón pero ninguno
la recordaba. Todos, por diferente razones, habían querido tener dinero fácil
involucrándose en pruebas mentales y físicas en lo que se suponía era un centro
de ayuda para pacientes clínicamente dependientes. O al menos eso decía el
aviso que prometía pagar grandes cantidades por hacer pruebas inofensivas y
resolver encuestas tediosas. Pero eso no era lo que había sucedido.
Todos habían ido porque querían dinero f ácil y, hay que decirlo, ninguno sabía la clase de maniático que
dirigía el centro. Sobra decir que todo era una farsa. En esa clínica no había
nadie que en verdad necesitase estar allí. Todos los pacientes eran idiotas que
habían venido detrás de una paga rápida y fácil, creyendo que el mundo era así
de amable y generoso. Creían que las cosas caían del cielo y que no había que
ganarse la vida como todos los demás, que no había que luchar contra los otros
como animales en ese entorno horrible y voraz que llaman una vida.
Pues bien, la clínica los usó para sus
experimentos. Los desapareció del mundo con excusas varias como accidentes y muertes
particulares y así usaron sus cuerpos y sobretodo sus cerebros para hacer con
ellos lo que mejor les pareciera.
Y ahora corrían como
gatos asustados por entre el bosque que formaba la parte más grande de la isla
donde estaba la clínica a la que le habían entregado sus vidas. Nueve. Gabriela
había sido acorralada en la madriguera, sin manera de salir. El arquero la
había encontrado dormida y con una sonrisa en la cara. Esto lo hizo dudar por
un segundo, por lo inusual que era expresión pero de todas maneras la flecha
voló derecha hacia la frente de la mujer, dejándola descansar para siempre.
Siguió entonces Marcos,
que había estado caminando como un tonto hacia uno de los acantilados de la
isla. La flecha le atravesó el cuello y lo hizo caer de frente, al mar.
Obviamente no era lo mejor pero ya recogerían el cuerpo al otro día. Se estaba
haciendo de noche y cazar sin luz no tenía mucho sentido, menos aún cuando las
presas iban a estar allí todavía en la mañana.
Al otro día cayó Tomás, llorando. El arquero,
por un error inconcebible, le clavó una de sus flechas en una pierna por lo que
Tomás sufrió más de lo debido y, por un momento, volvió a ser quién había sido
hacía tanto tiempo. Esa revelación fue cruel pero la otra flecha lo solucionó
todo.
De H nunca supieron nada. Porque la mujer sin
voz y con una historia más grande que la de esa maldita clínica, no era una mujer
cualquiera. Esas cicatrices eran las de una luchadora, entrenada y brillante.
Escapó, nadie supo nunca como, y fue la única persona salida de ese maldito sitio
que pudo reconstruir su vida como alguien más.
Pero fue la excepción.
Pues de ese lugar nadie salía vivo ni muerto. Nadie salía y punto.