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viernes, 13 de mayo de 2016

La mansión hotel

   Parecía que el cielo se hubiese roto o algo por el estilo. La lluvia caía pesadamente por todos lados, inundando poco a poco el terreno alrededor de la mansión. La gotas eran gruesas y el sonido de la lluvia contra el ablandado suelo de tierra era bastante fuerte. No se podía oír nada más con ese clima más que el agua castigando la tierra. Claro, a menos que estuviera bien protegido de la lluvia, digamos, dentro de algún lugar a salvo.

 Como Vero, que veía la tormenta desde su habitación en el segundo piso de la mansión. La lluvia cambiaba de dirección cada cierto tiempo, por lo que a veces sonaba más fuerte que otras. Unas veces golpeaba el vidrio de la ventana con fuerza y otras veces parecía alejarse y casi se podía ver hacia fuera. Vero, como fuera que se oyera la lluvia, había decidido sentarse al lado de la ventana y ver como caía el agua pues no había para ella más opciones de diversión.

 En la mansión, no había mucho que hacer y mucho menos cuando no se podía salir. Sin embargo, en la habitación de al lado de Vero había una pareja de recién casados que no parecían preocuparse por el clima que hacía afuera. Les parecía que le daba un toque perfecto a su momento de pasión juntos. No llevaban ni una semana casados y parecía que no tenían mucho más en común que esa conexión sexual que parecía no tener final. Pero no les importaba, seguían sin persona en nada ni en nadie más.

 En otra de las habitaciones de la mansión, había un hombre llorando en el piso. La lluvia sí caía con fuerza contra su ventana y por eso sus quejidos no se podían escuchar con claridad. La causa de su llanto era bastante fácil de ver. En el suelo, no muy lejos de él, estaba el cuerpo de un hombre algo mayor. Tenía lo que parecía un cuchillo de cocina clavado en el pecho, justo en el lugar donde está el corazón. El hombre lloraba desconsoladamente y parecía no preocuparse por mover el cuerpo a ningún lado.

 Algunas habitaciones más allá, hacia el ala oeste del edificio, estaba la suite más amplia de todas. Allí se celebraba una pequeña reunión. La habitación tenía espacio para un piano y muchas sillas y todas estaban ocupadas. Los huéspedes de la habitación eran un hombre y una mujer de unos cincuenta años, que habían contratado al pianista para que tocara varias piezas a un grupo de sus amigos.

 Lo que los amigos no sabían, era que todo era una trampa para convencerlos de donar plata a una organización que ellos se habían inventado. Decían que era para salvar algo, algún animal salvaje o lo que fuese y así recogerían bastante dinero con el que luego se perderían y nadie nunca los volvería a ver. Era una pareja con experiencia pues llevaban haciendo eso mismo por veinte años.

 En otra de las habitaciones del ala oeste, justo la que quedaba del lado de la escalera principal, había solo una chica con su madre. Habían venido de lejos y ahora las frenaba la lluvia. Habían concertado una cita con un joven con el que querían casar a la chica. Era de buena familia y parecía tener algo de dinero así que habían hecho lo imposible por viajar y concertar una cita lo más pronto posible. Al chico lo habían conseguido en un anuncio del periódico y esperaban verlo pronto para asegurarse de que todo lo que había dicho era verdad.

 La hija, por su parte, tenía otros planes. Había querido salir de casa para lograr escaparse con su novio cuando su madre no los estuviese viendo. Él estaba en un hotel mucho más humilde en el pueblo cercano y la esperaba en la noche. Todavía faltaban varias horas pero lo que haría ella sería escapar de las garras opresoras de su madre para irse en una aventura de por vida con uno de sus amores de la infancia. La joven era de verdad muy joven e ingenua.

 La mansión había sido convertida en hotel hacía tan solo cinco años. Antes había sido la casa señorial de algún duque de renombre pero el duque había sido también un alcohólico de primera línea. El dueño actual del hotel lo había hecho apostar la mansión y, con una facilidad impresionante, ganó el edificio en apenas unos minutos. Por supuesto, el duque quiso repetir el juego o anular la partida alegando que era ilegal pero no hubo nada que valiera.

 El pobre conde se vino a menos. Vivió una corta temporada en el pueblo y luego tuvo que irse de viaje a la capital para recibir ayuda de su familia. Lo último que se sabía era que probablemente embarcaría hacia América a probar suerte, pues en la capital no había nadie que pudiese o quisiese ayudarlo a recuperar el resplandor del pasado.

 La oficina del dueño actual de la mansión estaba ubicada debajo de la escalera principal del hotel, en el primer piso. La habitación era, de hecho, bastante amplia y tenía una ventana grande que daba al bosquecillo detrás de la mansión. Siempre le había gustado la vista pero ahora, con tanta lluvia, se daba cuenta que podría ser mucho más ambiciosos con su proyecto del hotel, podría ofrecer mucho más.

 Con la lluvia como consejera, escribió varias de sus ideas en un cuaderno. Pensaba en un jardín bajo techo o incluso en un estanque para que los clientes pudiesen tomar el sol. No era algo muy popular pero creía que el clima de la región podría merecerlo. No el actual por supuesto, que parecía no tener fin.

 La habitación más grande de la mansión estaba también en el primer piso y había sido construida para los banquetes y los bailes. Era un espacio amplio y exquisitamente decorado. El dueño no había cambiado nada del decorado antiguo pues la habitación era perfecta así como estaba. Había cuadrado clásicos por toda la pared, un tapiz oriental enorme que iba de un lado al otro de la habitación y el techo estaba decorado con varias lámparas de varios tonos colores. Era muy hermoso.

 El uso diario del salón era como comedor. Había varias mesas redondas por todos lados y la gente se sentaba allí a comer lo que quisieran. La cocina quedaba justo al lado y tenía una de las mejores cocineras del mundo. Como era una mujer, el dueño trataba de aconsejarle que no hablara con los huéspedes ni nada parecido. A muchos ver una mujer encargándose de semejante empresa los hubiera sacado corriendo. Pero era fantástica y por eso estaba allí.

 Hacía lo que el cliente quisiera, lo que fuera. Había carne de venado, faisán, cerdo salvaje, ancas de rana y muchas otras delicias. Para el desayuno traían las frutas más frescas del mercado y, en ocasión, había incluso frutas tropicales que normalmente no se podían encontrar en la región. La piña, por ejemplo, era una de las grandes favoritas de los huéspedes y siempre se procuraba que hubiese un poco en el desayuno.

 En una de las mesas, ubicada hacia el ventanal, había una pareja que peleaba acaloradamente. Nadie les ponía mucha atención porque el sonido de la lluvia los tapaba y, además, el salón no estaba lleno por ser algo tarde. La gente venía a tomar el té y a distraerse, a falta de poder salir a dar una vuelta por los jardines. La pareja movía bastante los brazos y la mujer parecía amenazar al hombre con uno de sus índices. Parecía que se iba a irse en un momento pero no lo hizo.

 En otra mesa, una gran mujer disfrutaba de su té con algunas galletas. Miraba todo con una sonrisa y la verdad era que su rostro era muy hermoso. La mujer no era de la región. Había oído del hotel hacía mucho y siempre había querido venir pero solo pudo hacerlo cuando su padre murió. Era un viejo chocho que nunca la dejaba salir y la trataba como un esclava en su propia casa.

 Pero el viejo había muerto hacía poco más de un mes y ella se había sorprendido al saber la fortuna que le había ocultado toda su vida. No solo era mezquino sino que era un mentiroso de primera. Ella decidió que se daría algunos gustos en la vida y luego pondría un negocio y saldría adelante. Era una mujer fuerte y perseverante. Estaría bien.

 Afuera el sol empezaba a brillar un poco pero la lluvia no parecía querer detenerse pronto. Sin embargo, era el lugar apropiado para dos hombres que se besaban apasionadamente entre los arbustos. No se veían desde antes de una guerra lejana a la que uno de ellos había ido a perder el tiempo. Pero ahora volvía y podían, al menos por un instante, estar juntos de nuevo.


 La mansión era el lugar predilecto de la región. Era fácil ver porqué.

martes, 20 de octubre de 2015

El laberinto

   El laberinto se prolongaba por kilómetros y kilómetros. Se podía ver cada giro y muro altísimo desde una colina cercana que servía como mirador desde hacía muchísimos años. Antes, no había habido allí más que un pueblo moribundo, de esos que habían sido arrasados por las guerras y por todas las pestes que la Humanidad atrae consigo. En el pueblo no había gente joven y tampoco trabajo ni nada que indicara que en otros lugares del mundo la civilización de hecho estaba avanzando. Como siempre, quienes vivían allí se oponían a todo pero sin conocer de nada, sin saber siquiera si lo que creían saber era cierto o no. Era gente obstinada que creía que haber sobrevivido a una guerra les garantizaba una vida de plenitud y de mutuo respeto, cosa que era una gran ilusión.

 Fue por los años setenta, y por un milagro, que llegó al pueblo uno de los millonarios más sonados del país. Su nombre era Philip Meir. El tipo era dueño de empresas por todas partes y siempre estaba viajando, buscando ampliar todavía más su portafolio de riquezas. Por alguna razón, su vehículo de último modelo tuvo una falla y fue cerca del miserable pueblo del que hablábamos antes. En el lugar como tal, el millonario no quiso quedarse. Acostumbrado a la limpieza y el orden, el hombre arrugó la nariz al oler el potente aroma del pueblo que combinaba la basura con el repollo, que era lo que más se cultivaba. Salió del pueblo caminando y, con sus guardaespaldas, llegó a la colina más alta de los alrededores donde había un mirador modesto. Y fue allí que tuvo la idea.

 Cuando volvía a la ciudad, hizo contacto con todas las personas que conocía en el gobierno, en la gobernación, en la alcaldía y en donde fuere para asegurarse que ese pedazo de tierra iba a ser suyo. Al gobernador lo convenció con facilidad: le dijo que toda región en la que él invertía, empezaba a generar ganancias y el nivel de vida subía, mejorando la vida de todos y, por supuesto, sus billeteras. Cuando llegó al pueblo, sin embargo, se encontró la oposición no solo de los habitantes sino también del idiota que tenían como alcalde. Eran cerrados de mente o tal vez idiotas, eso no lo pudo nunca entender muy bien, pero por un largo tiempo no cedieron ante nada.

 Al final, fue una combinación entre la orden expresa de la gobernación y el Estado y cuantiosas sumas de dinero a cada familia que recogiera sus cosas y se largara del lugar. Ese periodo fue de solo un mes. Los que quedaron después, más que todo viejos testarudos, se les sacó a la fuerza y de una manera tan sutil, que muchos empresarios aplaudieron a Meir por su estrategia dura pero en silencio. Sin nadie que pudiese estorbar más en sus planes, Meir volvió a la colina y contempló su compra, ese hueco desolado y maloliente para el que él había tenido una visión que debía de llevar a cabo pronto.

 En cuestión de días luego de que se “fuera” el último habitante llegaron las máquinas. El pueblo fue demolido casa por casa con una rapidez increíble. Tanto así que un mes después ya no era el mismo lugar, hasta el olor se había ido. Todo fue removido, no solo las casas sino la piedra de las calles, el pasto de los parques, los cultivos y todo lo que perteneciera al pasado. Se empezó por construir, en el lugar más alejado de la colina más alta, una mansión enorme que iba entrar a ser una de las grandes casas en las que Meir pasaría unos días al año. Como en varias otras regiones, tendría las mayores comodidades y los más excéntricos gustos serían atendidos en una mansión con un personal completo y casi siempre libre de trabajo real.

 Cuando la construcción de la mansión iba por la mitad, se empezaron a sembrar los setos que formarían el laberinto. Había sido Meir mismo, fascinado con las formas y las figuras, quién había diseñado el laberinto basándose en dibujos antiguos que había visto en libros que habían sido propiedad de su abuelo. La verdad era que siempre quiso tener un laberinto para él, uno de su creación si fuese posible, para jugar y perderse en él y sentir el corazón acelerado y su cerebro yendo a la máxima velocidad posible para resolver el acertijo. Imaginó que invitaría a sus amigos a perderse con él pero la mayoría de las veces preferiría estar solo y perderse solo él con su ego y sus manías de rico.

 A la par del edificio, los setos crecieron y también otras plantas y flores de los colores más increíbles. Se contrató a los mejores jardineros del mundo para que atendieran la construcción de todo el complejo y se les pidió que solo utilizaran flora autóctona de la región. Nada debía sentirse fuera de contexto y debía ser casi una oda a todo lo que era propio. Para Meir era importante celebrar su origen que estaba clavado a ese país y, curiosamente, a esa región. Su bisabuelo había empezado trabajando en una de las minas cercanas y vivió por mucho tiempo en un pueblito que no estaba muy lejos. Hoy en día, Meir era el dueño de la mina pero ese no era un lugar para celebrar nada, a excepción de la vida de su bisabuelo. Por eso había erigido allí un busto a su honor.

 Pero el laberinto y el jardín iban más allá de su familia y su riqueza actual. Buscaba que cuando alguien viera todo el conjunto desde la colina, se sintieran orgullosos de estar allí y de poder llamar a todo lo que veían “hogar”. Meir no era uno de esos nacionalistas locos. Le parecían unos payasos ridículos que no entendían el significado de nada. Pero sí era un patriota apasionado que creía que toda persona debía trabajar para mejorar la situación común de todos los habitantes de su país o de su región o de su ciudad, lo que fuese posible. Creía que estaba en sus manos el poder de hacer avanzar a la nación.

 La construcción demoró años, cosa que a él no le importó, con tal de que no hubieran demoras. Y como los trabajadores y contratistas sabían con quién estaban lidiando, todo se entregó en los tiempos estipulados. Mostrando una falsa generosidad, Meir abrió la mansión al público por un mes para que todo el que quisiese visitarla lo hiciera gratis. De esa manera muchos vieron los fastuosos salones con pisos de mármol, los baños con cañería de cobre galvanizado y la cocina que tenía el tamaño de un pequeño campo de fútbol. Todo eso sin mencionar el pequeño ejercito que atendería a Meir una vez viviera allí, seguramente por algunos días al año. No hubo nadie que pensara que la obra era modesta o necesaria ni que no quedara con la boca abierta al entrar y dolor de cabeza al salir.

 Los jardines también abrieron al público pero lo hicieron meses después, cuando todo estuvo a punto. Los setos debían crecer la altura requerida por Meir y todas las demás plantas debían estar simplemente perfectas. El primer grupo que visitó el lugar se llevó una sorpresa, pues el guía fue nada más y nada menos que Meir en persona. Se veía cansado pero feliz de ver su máxima creación hecha realidad. Para sorpresa de todos, sin excepción, el hombre sabía los nombres comunes y científicos de cada planta, cada arbusto, cada flor e incluso cada insecto que había venido a instalarse en el enorme jardín. El tour demoró casi dos horas y al final cerró con un comentario que parecía ser gracioso, en el que decía que tal vez construiría un ferrocarril para recorrer el jardín.

 Nadie se rió entonces ni nunca pues nadie se ríe frente a un millonario que puede hacer lo que se le da la gana y Meir sí que lo hizo, incluso cuando él mismo sabía que ese proyecto faraónico le había costado no solo trabajo sino dinero que debía obtener de otros lados para cubrir la deuda que se había impuesto. Fueron muchos movimientos económicos y financieros que se tuvieron que hacer para que todo siguiese existiendo pero al fin de todo la mansión y el jardín salieron adelante. Los dos se abrían seguido al público y Meir lo contemplaba todo desde la colina cuando visitaba la región. Así fuese por unos minutos, le gustaba ir allí y pensar.

 Cuando fue viejo y tuvo que dejar todo a uno de sus hijos, Meir se retiró del mundo en esa mansión y por primera vez disfrutó del lugar como siempre lo había querido hacer. Una mañana decidió darse un paseo por el laberinto, revisando las flores y viendo como el cielo estaba azul y hermoso como jamás lo había visto. Apoyándose en su bastón, caminó lentamente y por varias horas entre los altos muros verdes del lugar. Se sentía algo de frío en algunas partes y el calor del sol en otras. Fue en la tarde, ya con hambre y cansado de caminar, que se dio cuenta que ya no sabía donde estaba, de que estaba perdido.

 Meir miró atrás y adelante y trató de gritar un par de veces. Pero no obtuvo respuesta. Entonces, como si se diera cuenta de algo de golpe, su preocupación se desvaneció y se le dibujó una sonrisa en la cara. Lentamente, se sentó en el pasto y luego se acostó, mirando al cielo. Y estando así cerró los ojos y permaneció allí, en su laberinto, perdido para siempre.