Cuando se dio cuenta, no había nada más en
el mundo. Buscó por toda la casa, en cada habitación, en cada posible
escondite. Pero no había nadie. Todos se habían ido y no se sabía adónde. Salió
de la casa corriendo, el miedo era su impulso. Gritó por todas las calles que
recorrió, hasta hacerse daño en la garganta. Ese esfuerzo era inútil porque era
la única persona en el mundo, todos los demás se habían ido o habían
desaparecido de la noche a la mañana. Era la nueva versión del mundo y ya no
había nada que pudiese hacer para cambiarlo.
Ya nadie jugaría con todos esos aparatos y
figuras de plástico que plagaban el mundo. No habría más risas infantiles ni
preguntas que se suceden una a la otra ni nada por el estilo. Todo ellos, todos
los niños, también se habían ido. Seguramente había ocurrido al mismo tiempo
que el evento que se había llevado a sus padres. Pero eso era solo una
suposición. Nadie podría saber eso a ciencia cierta. Ni siquiera había manera
de probar que algo de gran escala había ocurrido. Lo único que lo probaba era
el hecho de que no hubiese nadie.
Siguió caminando por las calles, consumiendo
la comida que encontraba por ahí, tomando lo que el mundo dejara en paz. Muchos
lugares empezaban ya a oler mal y no tomaría mucho tiempo para que todo en la
ciudad también oliera a alcantarilla o algo peor. La muerte no estaba presente
como tal pero se podía sentir su oscura mano sobre la ciudad. Lo que sea que
hubiese pasado había dejado toneladas de comida que se dañarían en poco tiempo,
máquinas que dejarían de funcionar en el futuro, causando un caos del que no
serían testigos.
La primera noche fue, sin duda alguna, la más
difícil de todas. Las caras de las personas que había amado en vida, incluso
las caras de personas que solo había visto una vez, pasaban frente a sus ojos
uno y otra vez. No durmió mucho esa primera noche. Otra razón había sido que,
tontamente, tenía miedo de un ataque. Entendía que era un miedo irracional pero
de todas maneras sentía miedo cuando era de noche y no había nadie más en la
cercanía. Eran los instintos básicos del hombre que entrar a jugar siempre que
pasa algo parecido.
Ya después se fue acostumbrado a tal nivel que
podía dormir en cualquier parte sin que le supusiera ningún fastidio. El tiempo
al comienzo pareció correr con más lentitud pero, cuando aprendió a entender
como era todo, se dio cuenta que el tiempo era una ilusión. Si algo le
entusiasmaba, de la manera más extraña jamás vista, era la posibilidad de
morir. Con cada noche que dormía, se hacía más a la idea de no estar más un
día. Pensar en ello no le quitaba el sueño sino exactamente lo contrario.
Sin embargo, antes de dejarse llevar por la
muerte, era casi su responsabilidad la de cerciorarse que de verdad fuese la
última persona en la Tierra. Con tantos vehículos abandonados, no fue difícil
tomar uno cualquiera y hacerse a la carretera. No revisó suburbios ni edificio
por edificio. Quería irse lejos, empezar de nuevo, como si lo que había pasado
fuese muy diferente. Su vida había sido convertida en un juego y lo único
sensato era seguir jugando. Detenerse era dejarse morir o, tal vez, dejar que
la locura consumiera su cuerpo.
Circular por las carreteras no fue fácil:
muchos vehículos abandonados hacían imposible circular de la mejor manera
posible. Pero no se preocupaba porque, de nuevo, sabía que tenía todo el tiempo
del mundo. A veces detenía el coche, se bajaba y movía los otros coches para
poder pasar. Otras veces le daban por conducir a campo traviesa pero eso tenía
sus partes difíciles y tampoco era la idea complicarse la vida sin razón
alguna. Con paciencia, llegó a la ciudad más cercana a su ciudad natal. Era más
un pueblo que una ciudad.
Dejó el coche en la mitad del pueblo,
adornando la plaza principal, y fue allí donde vio algo en lo que no se había
fijado en ningún momento antes: tampoco habían animales. No se había fijado en
eso antes, tal vez con demasiadas cosas en la cabeza para pensar y encima, pero
ahora que lo pensaba no había visto perros o gatos en todo su recorrido. En lo
que había caminando y recorrido en coche no había visto ningún tipo de animal,
fuese uno domestico o algo salvaje. Ni siquiera moscas o perros ni cosas más
raras. No solo los humanos se habían ido.
La primera noche en el pueblo fue la última
que estuvo allí. Revisó cada casa, mucho más fácil en este caso, y no encontró
a nadie aunque sí abasteció su vehículo con muchas botellas de agua y algo de
comida que no se dañara con el paso de los días. Ya las tiendas y supermercados
olían a podredumbre y entrar a un local para sacar lo que quería no era algo
muy placentero que digamos. Se tapaba la boca y la nariz con una bufanda y
trataba de demorarse lo menos posible al interior de cualquiera de esos
establecimientos.
Cuando ya tuvo todas sus “compras” listas,
arrancó de nuevo. En cada pueblo pequeño que encontraba a su paso revisaba
palmo a palmo todo para que no se le escapara otro ser vivo . Pero no había
nadie. Cada día se hacía más a la idea que no había nada más y que debía
hacerse a la idea de que así sería por el resto de sus días. Después de un mes
buscando otro ser humano, decidió que lo mejor era vivir su vida de la mejor
manera posible para así no tener que sufrir o arrepentirse cuando llegase el
momento de su inevitable muerte.
Hubiese querido ir lejos, muy lejos. Incluso
pensó en pilotar un avión pequeño para realizar su sueño pero se dio cuenta de
que no era factible. Nunca sabría si en verdad había aprendido a pilotar bien,
solo estando allí dentro. Y si moría en un accidente aeronáutico sería, en su opinión,
el mayor desperdicio de su tiempo en la Tierra. Así que lo que hizo fue seguir
conduciendo y explorar cada rincón que pudo visitar. Cruzaba fronteras internas
y externas. Iba a lugares fríos y calientes Trataba de hacer lo mejor para
disfrutar lo que el mundo todavía tenía que ofrecer.
Un mes vivía en una
cabaña construida a mano en un hermoso bosque donde siempre hacía más frío que
calor. Sin embargo las noches, que parecían no durar mucho, eran un poco más
duras de lo normal y debía entonces abrigarse más de la cuenta. Fue por eso que
al mes siguiente decidió quedarse en la más linda cabaña de playa que jamás
hubiese visto. Seguramente alguien muy rico la había disfrutado en el pasado.
Se sentía muy divertido poder vivir así.
Sin embargo, cada cierto tiempo, le ocurrían
unas duras depresiones. Era como si lo golpearan con un martillo llamado
realidad. Era muy doloroso tener que volver a pensar en todas las personas que
jamás vería, en todo lo hermoso del mundo que ya no existía. Los amaneceres duraban
un segundo y la belleza de la vida se había ido para ser reemplazado por un
mundo mucho más práctico a la hora de tomar decisiones. Podía hacer lo que
quisiera y aún así seguía poniéndose limites. Era algo extraño pero común en el
ser humano.
Los años pasaron, aunque nunca se supo con
claridad por donde y hacia donde. El caso es que se sentía muy viejo a pesar de
solo verse un poco mayor de lo que había estado en el momento en el que había
decidido irse de su ciudad. Era una situación muy extraña. Al buscar medicina
que le sirviera en las droguerías abandonadas por las que pasaba, se dio cuenta
que nada le servía. Era como si todo se deshiciera antes de consumirlo pero sin
que nada entrara en su cuerpo. No habían manera de evitar lo inevitable y al parecer
el momento había llegado.
Se acostó en la cama más confortable que pudo
encontrar y se sentó allí a esperar su muerte. La cama estaba de frente a un
enorme ventanal, en un hermoso apartamento ultramoderno. Cuando por fin sintió
que empezaba a irse, que el aire le faltaba y que su corazón parecía no poder
sostenerlo más, tuvo una extraña visión: de repente, cosas aparecían frente a
él. Eran como borrones en el aire. Cuando estuvo a un paso de la muerte, los
borrones se convirtieron en personas y se dio cuenta que ninguno de ellos jamás
se había ido. Su cuerpo y vida eran los que se habían acelerado tanto que los
había dejado de ver. Pero ya no más. En su último segundo, se dio cuenta de
todo y una última lágrima rodó por su mejilla, antes de volverse polvo.