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lunes, 7 de marzo de 2016

Explosión

   La explosión empujó mi cuerpo contra la pared opuesta. Tiempo después agradecería no haberme sentado del lado del lado de la vitrina donde ponían todos los pasteles y galletas y demás delicias. Pero sí estaba al lado de la ventana para ver por donde llegaba mi cita, que por supuesto nunca se llevó a cabo. En un momento estaba yo tratando de leer la carta, fingiendo interés en lo que vendían, tratando de no pensar en lo que tenía que hacer. Al siguiente me sentí como un muñeco al que lanzan de un lado al otro de la habitación, como si no tuviese ni peso ni nada que me permita quedarme quieto en un sitio. Me cuerpo se convierto en una bolsa llena de tripas. No recuerdo caer al piso. Solo el un pitido molesto que no me dejaba oír nada y como todo parecía moverse en cámara lenta.

 No sé cuanto tiempo estuve allí tirado en el piso. Solo veía polvo y vidrios y sentía algo pero parecía tan lejano, como si le pasara a alguien más y yo lo sintiera por él o por ella. Quise extenderme los brazos y ponerme de pie, quise gritar o llorar, quise decirle a alguien que veía a la mujer de la mesa siguiente en una posición que no era normal en un ser vivo. Quise tantas cosas pero no podía hacer ninguna de ellas. Mucho después, creo, me levantaron y sentí como si volara y luego, lentamente, me fui hundiendo en mi cuerpo y mi mente para quedarme allí un rato largo. Lo feo fue que no soñé nunca nada, me sentía encerrado en un cuarto oscuro y húmedo en el que no había sonido ni luces ni nada. Era como ser prisionero dentro de mi mismo y daba mucho miedo pensar en que podría ser así para siempre.

 Cuando desperté, recibí un bonito bloc de notas y pude ver las caras sonrientes y llenas de lágrimas de mis padres. Me abrazaban y creo que decían algo pero yo no escuchaba nada. Oía todo como si manos invisibles me taparan los oídos. Cuando desperté y cuando ellos estaban o alguna de las enfermeras, no decía nada. Escribía y ya. Pero cuando estaba solo hablaba o más bien trataba de hablar. No me oía o al menos no nada que pudiese escuchar y mi voz parecía no estar igual, pues me dolía la garganta cada vez que quería decir algo. A veces lloraba de la frustración pero me consolaba pensar que al menos no estaba muerto.

 Pero muchas veces prefería haberlo estado pues la vida no es vida cuando has tenido algo y te lo quitan. La gente puede decir muchas cosas y podrá superar todo lo que le lancen, pero para mi no oír nada era un suplicio y peor aún no poder hablar sin que me doliera todo el cuerpo. Después de un tiempo decidí no seguir con la actuación y lloré cuando quería y lanzaba objetos, más que todo el bloc de notas, cuando me frustraba por algo. Para qué fingir que estaba todo bien cuando no lo estaba? Porque seguir siendo una buena y bonita persona cuando el mundo no había sido ni bueno ni bonito conmigo?

 La terapia era estresante y me frustré mucho al comienzo pero poco a poco le tomé la práctica. Lo que nunca le cogí fue el gusto pues yo ya sabía hablar y escuchar, entonces no era algo que me alegrara hacer por segunda vez. Pero creo que ayudaba el hecho de ver lo guapo que era mi terapeuta. Es una estupidez, pero tener a quien mirar a veces sirve mucho en semejantes ocasiones en las que el mundo te priva de tantas cosas. Mirando las hermosas pestañas del doctor, así como su perfecto trasero, me di cuenta que no había perdido la cualidad de poder apreciar la belleza, donde quiera que la encontrase. Eso me alegró y también me di cuenta que el placer, el deseo, seguían vivos. Eso me dio un poco más de aliento para seguir con la terapia, por muchas veces más que le lanzara el bloc de notas al guapo terapeuta.

 En los meses que viví en el hospital no solo me visitó mi familia, quienes iban casi todos los días, sino también mis amigos de toda la vida e incluso el pobre tonto al que iba a ver ese día en el café. Ya oía un poco mejor para entonces pero igual solo lo vi llorar frente a mi. Creo que le daba pena no haber llegado a tiempo y ayudar o algo así. Le escribí que eso era una tontería y que menos mal no había estado allí conmigo. Le pregunté porqué se había retrasado y me contestó, con pena, que su ex novio lo había llamado y se había quedado conversando con él. Se puso rojo y no habló más y yo me reí y le di la mano y le dije que no se apenara por algo tan tonto como eso. Creo que quedamos de amigos, aunque la verdad nunca lo volví a ver después de esa visita.

  A mis amigos les gustaba que les contara la historia de la explosión una y otra vez. Por alguna razón les parecía una historia divertida o al menos digna de contar. Ya estaba cansado de escribirla así que una noche resolví escribirlo todo en el portátil que mi padre me había traído de casa. Con ortografía y gramática perfecta, mis amigos y todo el que quisiera podría leer sobre mi experiencia. De hecho, a pedido de otra amiga, o publiqué en un blog y, para mi sorpresa, lo leyeron unos cuantos miles de cibernautas en el primer día que estuvo en línea. Muchos comentaban y, aunque no todos los comentarios eran amables, muchos eran de apoyo, para que mejorara. Hasta había otros que me animaban a seguir escribiendo puesto que les había gustado la manera en que yo veía las cosas.

 Y pues eso hice. El resto de tiempo que estuve viviendo en el hospital, lo dediqué también a escribir. Era un fastidio ya poder oír mucho mejor y poder oír mi voz, que nunca me había gustado, pues esas dos ausencias habían sido importantísimas para la manera en como había escrito mi primer relato. Pero hice lo que pude y publiqué un segundo, en el que hablaba del hospital, de las enfermeras malas y de las buenas, de los médicos distraídos y del trasero del terapeuta que parecía no saber que estaba más bueno que el pan.

 Después de ese texto no solo recibí más comentarios, la mayoría amables, sino que el mismo día que pude por fin ir a mi casa, me llamaron de un periódico en el que querían publicar mi primer relato. Después me llamaron de una revista y así todo el día, me pasé horas diciendo que no había decidido todavía y que los contactaría pronto. Casi todos los días de la semana siguiente llamaron a preguntar si ya me había decidido y era tal el fastidio de mis padres que me exigieron decidir de una buena vez antes que todos en la casa se volviesen locos con la timbradera del teléfono. Me decidí por una revista que no estaba atada a creencias políticas, que yo supiera, y que no era tanto de actualidad como de arte y critica y otras cosas que a la gente le daban igual.

 El mes siguiente mis amigos y mi familia, todos y cada uno, compraron ejemplares de la revista solo para volver a leer el texto que ellos habían conocido de primera mano. Recibí más comentarios, ahora sí más malos que buenos pero los buenos parecían pesar más. Seguía yendo a las terapias y en el camino ahora algunas personas me gritaban cosas horribles a la cara o me daban la mano sin razón aparente. Todo se había complicado por las investigaciones que había en curso y creo que la gente pensó que mi relato tenía algo que ver con la política de un país acosado por las serpientes que gustaban controlarlo todo. Mi relato no era controlable y eso los volvía locos a todos.

 A mi no me importó nada de eso. Mi siguiente cumpleaños fue celebrado por todo lo alto, en parte porque ya no necesitaba más terapia: podía oír bien aunque no tanto como los demás y mi voz había cambiado un poco pero ya era algo más cercano a lo que podría llamarse normal. Mi enfermera favorita, el doctor y el terapeuta de culo perfecto fueron a mi casa y tomaron algo de champaña y comieron pastel y arroz con pollo. Mis amigos también y mi familia, que ya sabían mi primer secreto después de tanto tiempo de no tener ninguno: me habían ofrecido trabajo, mi primer trabajo en la vida a los veintiocho años, en la revista en la que habían publicado mi relato. Todos estaban muy felices por mi y yo estaba muerto de miedo pero también feliz porque parecía que el capitulo se cerraba y ya no tendría que volver a ese rincón oscuro y húmedo.

 Muchos años después, casi una vida entera había pasado. Estaba casado y ya no vivía en el país, solo iba a visitar a mis padres. Y en uno de esos viajes quise mostrarle mi ciudad a mi esposo y fue entonces que la vi, la cafetería. O bueno, el lugar donde había estado. El local seguía del mismo tamaño pero lo habían reformado y ahora era un local de hamburguesas al estilo de los años cincuenta gringos. Entramos y nos sentamos en la mesa que estaba donde estaba la que yo había elegido ese día. Una ligera brisa me lo recordó todo. Por alguna razón, sonreí.

 Él me preguntó porqué. Y yo solo me acerqué a darle un beso y dejé esa respuesta para después. Prefería vivir ahora y pensar luego.