Al caer, las bombas levantaban del suelo la
delgada capa de tierra y suciedad que había ido cubriendo la ciudad durante los
últimos meses. Ya no había servicio de recolección de basuras. Ya no había
electricidad y el servicio de agua en los domicilios se veía interrumpido
durante varias horas todos los días. La calidad del liquido había decaído tanto
que no se recomendaba beberla y siempre hervirla antes de usarla para cocinar.
Pequeños tanques de gas se repartían para esto pero eran cada vez más escasos.
Durante un año, el asedio a las fronteras y la
destrucción de varias ciudades lejanas habían hecho que la capital se hubiera
ido cerrando poco a poco sobre si misma. Ya nadie trabajaba en nada, a menos
que fuese para el gobierno. Se pagaba en comida a quienes ayudaran a instalar y
construir murallas y equipamiento militar para la defensa y si la gente se
enlistaba su familia recibía un trato preferencial, siendo traslada a una casa
especial con todo lo necesario en el mundo anterior.
Claro que esto había hecho que convertirse en
soldado no fuese tan fácil como antes. Solo alguien perfectas condiciones
físicas era aceptado y si era muy viejo, lo echaban sin dudarlo. Mujeres y
hombres hacían filas muy largas para obtener la oportunidad pero muy pocos lo hacían.
Cuando la oportunidad llegaba, venía un camión por sus cosas y se los llevaban
en la noche, sin escandalo ni espectáculo. Todo en silencio, como si estuviesen
haciendo algo malo.
Sin embargo, el ejercito era lo único que le
quedaba al país. No era oficial, pero el gobierno existía ahora solo en papel.
El presidente no tenía ningún poder real. Había sido reemplazado por una junta
de jefes militares que se pasaban los días construyendo estrategias para poder
repeler al enemigo cuando este llegara. Y es que todos esperaban ese día, el
día en que los pájaros de acero aparecerían en el cielo y harían caer sobre sus
cabezas toneladas de bombas que barrerían el pasado de un solo golpe.
Cada persona, cada familia, se preparaba para
ese destino final. Los más jóvenes a veces fantaseaban con un salvador
inesperado que vendría a defenderlos a todos de los enemigos. Pero incluso los
más pequeños terminaban dándose cuenta que eso jamás ocurriría. Todavía existía
la radio y el internet. Ambos confirmaban, en mensajes poco elaborados pero muy
claros, que el mundo estaba en las manos de aquellos que ahora eran los
propietarios del mundo. Se habían arriesgado en una jugada magistral y habían
resultado vencedores.
Los vencidos hacían lo que podían para vivir
un día más, siempre un solo día más. No pretendían encerrarse en un mundo
propio y que los enemigos simplemente no reconocieran su presencia. Eso había
sido posible muchos siglos atrás pero no ahora. Con la tecnología a su
disposición, el enemigo había ocupado cada rincón de la tierra. Si no enviaban
soldados o gente para reconstruir ciudades, era porque el lugar simplemente no
les interesaba. Pero no era algo común.
En los territorios ocupados, los pobladores
originales eran sometidos al trato más inhumano. Al fin y al cabo eran los
derrotados y sus nuevos maestros querían que lo recordaran cada día de sus
vidas. No se usaban las palabras “esclavo” o “esclavitud” pero era bastante
claro que la situación era muy similar. No tenían salarios y los hacían trabajar
hasta el borde de sus capacidades, sin importar la edad o la capacidad física.
Para ellos nada impedía su capacidad de trabajar.
Fue así como las minas nunca cerraron, lo
mismo que los aserraderos y todas las industrias que producían algo de valor.
Lo único que había ocurrido era una breve pausa en operaciones, mientras todo
pasaba de las manos de unos a otros. De resto todo era como siempre, a
excepción de que las riquezas no se extraían de la tierra o se creaban para el
comercio. Se enviaban a otros rincones del nuevo imperio y el mismo gobierno,
omnipresente en todo el globo, los usaba a su parecer.
Cada vez había menos lugares a los que
llegaran. Si no lo hacían era por falta de recursos, porque no les gustaba
darle oportunidad a nadie de escapar o de hacer algún último movimiento
desesperado. Si se detectaban células rebeldes en las colonias, se exterminaban
desde la raíz, sin piedad ni contemplación. Era la única manera de garantizar,
en su opinión, que nunca nadie pensara en enfrentárseles. Y la verdad era que
esa técnica funcionaba porque cada vez menos personas levantaban la voz.
Cuando ocupaban un territorio, usaban todo su
poder militar de un solo golpe, sin dar un solo respiro para que el enemigo
pensara. Sus famosos aviones eran los primeros en llegar y luego la artillería
pesada. El fuego que creaban sus armas era el que derretía las ciudades y las
personas hasta que se convertían en cenizas irreconocibles. Sin gobiernos ni
resistencia militar alguna, los territorios se ocupaban en días. Todo era una
gran y majestuosa maquinaria bien engrasada para concentrar el poder de la
mejor manera posible, usándolo siempre a favor del imperio.
Cuando en la capital sonaron las alarmas, la
oscuridad de la noche cubría el país. Las alarmas despertaron a la población y,
la mayoría, fue a refugiarse a algún lugar subterráneo para protegerse de las
bombas. Los que no lo hacían era porque aceptaban la muerte o tal vez incluso
porque querían un cambio, como sea que este viniera. El caso es que la mayoría
de personas se agolparon en lugares resguardados a esperar a que pasara el
peligro que consideraban mayor.
Las bombas incendiarias se encargaron primero
de los edificios del gobierno. No querían nada que ver con los gobernantes del
pasado en sus colonias, así que eliminaban lo más rápido que se pudiera todo lo
que tenía que ver con un pasado que no les servía tener a la mano. Los soldados
defendieron como pudieron sus ciudad pero no eran suficientes y la verdad era
que incluso ellos, beneficiados sobre los demás, no estaban ni bien alimentados
ni en condición de pelear con fuerza contra nadie.
A la vez que los incendios reducían todo a
cenizas, las tropas del enemigo golpearon con fuerza el cerco que los
ciudadanos habían construido por tanto tiempo. Cayó como una torre de naipes,
de manera trágica, casi poética. El ejercito enemigo se movía casi como si
fuera una sola entidad, dando golpes certeros en uno y otro lado. El débil
ejercito local se extinguió tan rápidamente que la ciudad había sido ya
colonizada a la mañana siguiente. Ya no quedaba nada. O casi nada.
Los ciudadanos fueron encontrados por los
soldados enemigos y procesados rápidamente por ellos, con todos los datos
necesarios. Pronto fueron ellos mismos usados para reconstruir la ciudad y
aprovechar lo que hubiera en las cercanías. Se convirtieron en otro grupo de
esclavos, en un mundo en el que ahora había más hombres y mujeres con dueños
que personas realmente libres. La libertad ya no existía y muchos se
preguntaban si había existido alguna vez fuera de sus mentes idealistas.
Años después, quedaban pocos que recordaran la
ocupación, mucho menos la guerra. Los centro de información eran solo para la
clase dominante, a la que se podía acceder a través de largos procesos que
muchas veces no terminaban en nada bueno para los aspirantes.
Pero la gente ya no se quejaba, ya no luchaba
ni pensaba en rebeliones. La mayor preocupación era vivir un solo día más. Eso
sí que lo conocían y lo seguirían conociendo por mucho tiempo más, hasta el día
en el que todo terminó, esta vez para todos.