Mi casa parece la casa de un vampiro. No
porque esté ubicada en una colina lejana con rayos y centellas detrás o porque
tenga muchos pasillos secretos y un sótano lleno de ataúdes. Lo digo por los
espejos: no hay ni uno solo. Al comienzo, cuando volví, se me hacía raro ir a
cepillarme los dientes al baño y no tener donde mirarme. Lo mismo con el espejo
que solo había sobre el mueble de la sala, que siempre había hecho parecer que
mi pequeño apartamento era mucho más grande de lo que era.
También habían sido retirados los espejos más
pequeños, casi todos en mi habitación y en el baño. Lo único que daba un
reflejo era, a veces, los vidrios de las ventanas y los charcos de agua que se
hacían en el baño cuando usaba la ducha. No podía culpar a mi familia por haber
tomado semejantes decisiones. Al fin y al cabo, tenía dos marcas bastante
notables en las muñecas que me recordaban porqué no podía mirarme al espejo
nunca y también porqué todavía no estaba listo para volver a hacerlo.
Hacía casi un año había vuelto a casa, después
de vivir un año en una institución alejada de la sociedad. Estaba en el campo,
donde había animales para acariciar y gente amable que hacía preguntas con
mucho cuidado. Allí me curé de mis heridas y fui, poco a poco, recuperándome de
todas ellas, las físicas y las mentales. Creo que el proceso fue muy rápido y
todavía me da algo de miedo que todo haya sido tan apresurado. ¿Que tal si no
funcionó?
Supongo que tendré que esperar a ver para
saberlo. Es un problema con el que tendré que vivir, lo mismo que con las
cicatrices en mis muñecas y con el hecho de no tener espejos. A todo se
acostumbra uno. Lo mismo sucedió con mi trabajo que, obviamente, no había
esperado por mi mientras estaba encerrado. Tuve que empezar a buscar algo que
hacer y lo encontré teniendo dos trabajos en casa. Tuvieron que ser dos para
poder pagar las facturas y demás.
El primer trabajo es muy simple. Soy vendedor
por teléfono de productos lácteos para una gran empresa. Desde temprano en la
mañana hasta la hora del almuerzo, me la pasa llamando a oficinas y a
diferentes tipos de personas, preguntándoles por sus pedidos de yogures,
quesos, leche y demás productos. Algunas veces son colegios y otras veces
supermercados. Es muy aburrido pero pagan a tiempo.
Sin embargo, pagan mal y por eso necesito el
otro trabajo que hago en las tardes, hasta las ocho de la noche. Soy asistente
técnico para una compañía que provee servicios de internet y de telefonía. La
verdad es que mi horario no es estable y puede terminarse antes o muchos
después, eso depende de cuando llegue alguien a cortar mi tiempo con los
clientes. Es casi al azar.
Los días son pesados pero, gracias a que sé
negociar y utilizar mis incapacidades, no trabajo los fines de semana. Esos dos
días los tengo solo para mí. Los sábados normalmente son los días más activos,
en los que recibo la visita o visito yo mismo a mis padres. Siempre tienen
mucho que decir y mucho que hacer. Sea como sea, siempre que me veo con ellos
hay comida por montones, sea que la hacen o sea que pedimos a domicilio.
Siempre me dicen que me veo flaco y triste pero creo que eso es algo que ya no
se puede arreglar y trato de bromear al respecto.
A veces las bromas salen muy mal y hago llorar
a mamá o enojar a papá. Todavía es difícil hablar del tema, de mi tiempo lejos
de todos y de porqué no hay espejos en la casa. Es algo delicado y, la verdad,
tratamos de que no sea necesario hablar del tema. Porque no lo es. Nadie
necesita escuchar esa historia por enésima vez, nadie necesita revivirlo todo
de nuevo, ni ellos ni yo, así que simplemente no lo discutimos.
Los sábados también suelen ser para salir a
dar una vuelta. Normalmente voy con ellos, casi nunca solo. Me acompañan a
comprar ropa, a comer algo, a ver gente por aquí y por allá. A pesar de que
gano mi dinero, todavía necesito el apoyo económico de mis padres. Sin él no
tendría que vestir ni tampoco electricidad para cocinar o para tener la luz
prendida toda la noche como me pasa seguido.
Tengo que confesar que no son pocas las veces
que me siento mal por ello. No creo que mis padres tengan la responsabilidad de
cuidarme a esta edad todavía pero lo hacen sin decir nada más. Al comienzo,
cuando apenas había vuelto del “lugar”, me tuve que quedar con ellos y fue tras
mucho insistir que me dejaron volver al apartamento que alguna vez había
comprado con dinero ganado en mi trabajo anterior.
Cuando los convencí que podía vivir solo,
decidieron que lo mejor era traerme bolsas llenas de cosas. Me compraban ropa y
la traían directo de la tienda o venían con bolsas y bolsas del supermercado.
Pasaron un par de meses, en los que venían varios días en la semana, antes que
escucharan y entendieran que yo no necesitaba actos de caridad de nadie. No
quería que me regalaran las cosas como si no tuviese pies o manos.
Lo mejor que pudieron hacer fue llevarme a los
lugares y limitar sus compras. Tampoco quería que se gastaran el poco dinero
que tenían en mi. Pero querían ayudar con tanto ahínco que los dejé que me
hicieran un pequeño mercado cada mes y que me compraran una prenda de vestir
cuando yo se le los pidiera. Era lo máximo que podía normalizarse nuestra
relación después de lo ocurrido.
Fue en uno de esas salidas a comprar ropa en
las que me volví a mirar en un espejo. Normalmente me compraba todo acorde a
las tallas y si había que hacer arreglos pues mamá haría su mejor esfuerzo.
Pero para comprar pantalones era mejor probármelos, porque cada marca era
distinta, todas las tallas, así fuesen del mismo número, no eran iguales en un
almacén que en otro. Entonces me decidí por dos modelos en una gran tienda e
hice la fila para entrar a los probadores. Yo empecé a sudar allí, pues me
molestaban tales aglomeraciones.
Desafortunadamente para mí, la fila se movió
con rapidez. Me tocó en el último probador en un pasillo estrecho y apenas
entré, caí en cuenta del espejo. Al comienzo, lo ignoré completamente. Hice el
ejercicio de darle la espalda y quitarme los pantalones que tenía puestos así.
Me temblaba todo y me demoré más de lo normal quitándome la ropa. Casi tropiezo
al quitarme los pantalones de los tobillos y fue entonces, casi en el suelo,
que mis ojos se tropezaron con mi reflejo.
Todo volvió a ser como ese día, hacía casi dos
años. Lo recordé todo de golpe, cada detalle de esa escena en la que había
cogido a puños el espejo del baño hasta destrozarlo. Mis puños sangraban pero
no había terminado. Tomé uno de los trazos más grandes y, sin dudas, me corté
las muñecas como pude. Por suerte, era sábado y no demoraron en encontrarme
unos amigos que venían a tomar algo todos los fines de semana.
Me puse de pie en el vestidor a pesar de estar
mareado. Creí que iba a vomitar pero me contuve. Miré los pantalones que
esperaban a ser probados pero me di cuenta entonces que me sentía muy débil.
Todo me daba vueltas y mis brazos se sentían como hechos de papel. No era
momento de probarme ropa ni nada de esas tonterías. Como pude me puse mis
pantalones de nuevo y salí corriendo de allí. Les dije a mis padres que
compraran los de mi talla.
Cuando volví a casa, fui directamente a la
cama. Me quité la ropa y me acosté boca abajo. Tenía ganas de llorar pero no lo
hice, no había lágrimas en mis ojos. Sin embargo no podía dejar de pensar en
como se sentía el vidrio sobre mi piel y mis manos destrozadas por el vidrio del
baño. Instintivamente, me miré las muñecas y los nudillos. Cualquiera vería con
facilidad lo que había dejado ese episodio de mi vida en mi cuerpo.
Como era común, no pude dormir en toda la
noche. Me la pasé pensando, en la oscuridad, en los sentimientos que me habían
hecho destrozar ese espejo. Recuerdo bien que lo destrocé simplemente porque me
vi en el él y no soportaba verme. Aún hoy, eso no ha cambiado. Agradezco a mi
familia que haya convertido mi casa en la de un vampiro.
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