Con toda la confianza que le fue posible
reunir en un par de minutos, Martín entró en el recinto y fue siguiendo los
letreros. Lo que él quería estaba al final del pasillo. Caminó con cierta
prisa, haciendo que sus chanclas hicieran un sonido gracioso, y en un momento
llegó hasta la puerta que tenía un letrero grande con la palabra “sauna”. Por
un momento, dudó si debía abrir la puerta o si debía volver. No estaba muy
seguro de lo que estaba haciendo allí pero, como por arte de magia, la puerta
se abrió antes de que tuviera que pensar mucho más.
Se hizo hacia atrás para dejar pasar a la
persona que salía. No lo miró a los ojos porque no se acostumbraba al hecho de
no llevar nada de ropa en un lugar en el que normalmente la gente llevaba, al
menos, unos pantalones cortes. Toda la zona hacía parte de la más reciente
ampliación del gimnasio al que Martín había empezado a ir hacía solo un par de
meses. La idea de ir al sauna le había atraído, pues decían que era bueno para
muchas cosas y que debía intentarlo.
Sin embargo, él jamás se había sentido muy
cómodo con poca ropa. Cuando iba a la playa, podían pasar horas antes de
quitarse la camiseta para estar más fresco. Era algo reprimido que tenía
adentro, un recuerdo de la infancia, cuando su cuero era diferente y los niños
eran más insensibles. Eso todavía rondaba su mente y le hacía pensar que los
adultos no cambiaban mucho de cuando eran menores.
El caso es que había escuchado a su
entrenador, el tipo que le ayudaba a coordinar su rutina de ejercicio, y él le
había dicho que ir al sauna era una muy buena idea pues era relajante, ayudaba
un poco a adelgazar y además limpiaba la piel. La mayoría eran ventajas. Martín
al comienzo no pareció muy convencido pero su entrenador le insistió tanto que
decidió ir ese viernes, el día que menos gente iba al gimnasio pues estaban
todos ocupados yendo a bailar y demás.
Pensó que era razón suficiente para que el
sauna estuviese más vacío y pudiese disfrutarlo más. Sin embargo, cuando entró,
había cinco hombres ocupando los tres escalones que conformaban el sauna. Era
bastante amplio, todo cubierto de madera, con la cosa que parecía una hoguera
en el centro de la habitación y las gradas para sentarse alrededor como en un
anfiteatro.
Martín miró por un momento y decidió hacer lo
que había hecho en clase en la universidad cuando entraba a salones similares:
subió a la parte más alta y allí se sentó, solo, tratando de no quedarse
mirando a nadie. No era difícil pues el vapor era espeso y no se veía mucho.
Era una sensación extraña y pronto se dio cuenta que le gustaba. Resultaba muy
agradable al encontrar la posición perfecta y cerrar los ojos.
Lo mejor fue cuando uno de los que estaba más
abajo le echó agua a las piedras. El vapor se volvió espeso de nuevo y la piel
parecía recibir cada oleada de aire caliente de la mejor manera. En poco tiempo
estuvo sudando pero no se sentía asqueroso como luego de hacer ejercicio. Se
sentía bien, relajante. Decidió echarse para atrás, contra la pared y estirar
sus piernas de modo que quedara lo más relajado posible. Por un momento, pensó
que se iba a quedar dormido.
De pronto, sintió algo en su hombro. Al
comienzo, medio dormido como estaba, pensó que era algún tipo de bicho. Luego
cayó en cuenta que no estaba en un parque sino en un sauna y abrió los ojos. A
su lado estaba su entrenador, mirándolo con una gran sonrisa en el rostro. Era
obvio que se burlaba de él por estar casi dormido. Le preguntó, tratando de no
sonreír más, si estaba disfrutando el lugar. Martín le dijo que sí, que era muy
agradable.
Pero entonces se dio cuenta de algo. En los
meses que llevaba allí, Raúl siempre había sido su entrenador. No lo había
elegido sino que él se le había acercado y había ofrecido ayudarle. Y Martín
había aceptado su ayuda pues el no tenía experiencia alguna en todo el asunto
de ir al gimnasio. Desde más joven había querido empezar a tener una rutina de
ejercicio, pues siempre había tenido problemas de autoestima por su físico,
pero no había hecho nada al respecto hasta entonces.
A Raúl lo veía como alguien amable pero la
verdad era que no hablaban demasiado. Solo un poco al comienzo de cada hora en
la que Martín iba al gimnasio y no más. Nunca se había molestado en mirarlo
mucho más allá de sus explicaciones y sus consejos. Pero ahora lo tenía en
frente, riéndose de él con tan solo una toalla cubriéndose su cuerpo. Y lo que
no cubría la toalla, era lo que Martín miró más y no parecía poder parar de
mirar.
Raúl era quién Martín había querido ser, al
menos en algún momento. Tenía el cuerpo perfectamente modelado por el
ejercicio, por el gimnasio mejor dicho. Era igual que los modelos de las
revistas, los que usan para perfumes o cosas que tengan que ver con la playa o
el verano. Era un poco más alto que Martín, pelo corto y tenía pectorales
definidos y abdominales ridículamente marcados. Era el sueño de todo el
planeta.
El entrenador le preguntó a Martín, de nuevo,
como le había ido ese día en el trabajo. Cuando oyó la pregunta, a Martín se le
hizo la pregunta más rara de la vida. ¿Acaso Raúl sabía en lo que él trabajaba?
¿Se lo había contado alguna vez? No tenía ni idea y ahora que lo había visto
casi sin ropa, no tenía cerebro para nada más. Sus inseguridades habían vuelto.
Respondió la pregunta con un “bien bien”, que
no sonó especialmente convincente. Martín estaba más preocupado mirando como
bajar las gradas para poder salir que responder algo más en una pregunta tan
abierta y, para él, tan extraña. Hubo un silencio incómodo, en el que Martín
trató de evitar la mirada de Raúl, tratando de ver donde estaba la puerta pero
el vapor era muy espeso para ver nada. Raúl, en cambio, se estiró en su lugar y
cerró los ojos, viendo que lo mejor era relajarse.
Martín aprovechó el momento para ver el cuerpo
de Raúl de nuevo. Era exactamente como él siempre había querido ser. Sin
embargo, tendría que nacer de nuevo para poder ser más alto y tener una dieta
muy estricta para poder perder el peso necesario y eso era algo que estaba
fuera de discusión. Eso sí era algo que recordaba haberle dicho a Raúl alguna
vez: agradecía ayuda con su rutina pero jamás con su nutrición. Eso estaba
fuera de la mesa.
Podía parecer obstinación, pero el caso era
que Martín no quería cambiar su vida por completo nada más con adelgazar. Antes
de decidir entrar al gimnasio, había pensado que lo que más quería era perder
el peso que toda la vida le había molestado y tratar con ello de levantar una
nueva autoestima, una que tomara en cuenta sus esfuerzos y todo lo que él
hiciera para mejorar. Eso sí, no incluía la comida pues ese era uno de sus
placeres más grandes y no estaba preparado para dejarlo ir. Comer menos, sí.
Dejar de comer, no.
Y ahora tenía frente a sí el modelo, el
prototipo de lo que la gente quería ser, la meta a la que todos querían llegar.
Se daba cuenta que él jamás llegaría hasta ese lugar, jamás llegaría a tener
ese cuerpo y, siendo sincero consigo mismo, jamás tendría la confianza
necesaria para estar cómodo en el suyo. Estaba atrapado entre dos cosas
distintas y no podía seguir avanzando.
En un segundo, pensó que debía rendirse. Se
podía salir del gimnasio en cualquier momento, aunque perdería dinero. Pero al
menos conservaría su sentido común y no se sentiría peor después. O podría
seguir, tratando de acomodarse a la idea de que jamás llegaría a ser un
prototipo, jamás sería lo que el mundo quisiera que él y todos los demás
fueran.
Raúl interrumpió sus pensamientos de nuevo. Le
puso una mano en la espalda y le dijo que había avanzado mucho en los últimos
meses y que tenía ahora un cuerpo del que podía estar orgulloso. Martín se
sintió avergonzado pero también un poco confundido. ¿Que quería decir eso? ¿Acaso
estaba bien ser como él, diferente al prototipo?
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