El último toque de la pintura siempre era el
más difícil. O eso creía Teresa, que llevaba muchos años levantándose muy
temprano para pintar, una y otra vez, diferentes paisajes de la pequeña y hermosa
isla en la que vivía. Para ella, como para muchos de sus visitantes, el sitio
era un pedacito del paraíso en la tierra. Tenía el tamaño perfecto, ni muy
grande ni muy pequeña. Había playas de arena blanca del costado del mar y
playas de arena negra del lado de la laguna. La isla tenía forma de luna crecimiento
y eso también era algo que Teresa incluía en su trabajo con frecuencia.
La mayoría de trabajos que hacía, en formatos
pequeños, eran para vender en el mercadito de la isla todos los fines de
semana. Desde que se acordaba, tenía un lugar entre el vendedor de objetos de
bronce y el que vendía esponjas de mar recién pescadas. Como en todo negocio,
había días buenos y días malos. Como podía estar vendiendo dos cuadros cada
hora, había días en los que no vendía nada.
Eso sí, los turistas siempre se detenían a ver
las imágenes. Como en todas partes, les gustaba las imágenes realistas que
Teresa había ilustrado en sus cuadros. Todo parecía tan real, tan autentico,
que era difícil para los visitantes no pararse a mirar lo que su puesto tenía
para ofrecer. A veces trababa conversación con algunos de ellos. Había algunos
que le preguntaban sobre el tiempo que llevaba pintando y cosas así y había
otros que trataban de probarla preguntando cosas de arte universal.
Ella estaba acostumbrada a que la gente fuera
un poco cretina. Ya tenía experiencia con todo tipo de clientes y por eso, lo
que primero tomaba en cuenta, era que debía escuchar y no decir mucho hasta que
la persona lo quisiera. Si empezaba a elaborar demasiado, empezaban esas
discusiones que a nadie le interesaban y que podían durar fácilmente más de una
hora y eso le hacía perder mucho tiempo para ganar dinero con otros clientes.
Debía ser más materialista.
La parte que menos le gustaba a Teresa de su
trabajo era que cada cierto tiempo debía viajar en ferri a la ciudad, donde
compraba todos los utensilios que necesitaba para pintar sus cuadros. A veces
les mentía a los clientes diciendo que los colores eran pigmentos naturales
recuperado en diferentes puntos de la isla pero eso era algo que había inventado
para parecer más interesante.
La verdad era que compraba sus pinturas a un
hombre bastante viejo en una pequeña tienda del centro de la gran ciudad. Tenía
que bajar del barco y tomar un autobús que se demoraba lo que permitiese el
horrible tráfico de la ciudad. A veces podía pasarse el día entero comprando
sus suplementos de pintura.
Su peor momento fue cuando el viejo le dijo
que no le había llegado el color azul. Teresa casi se ahoga con solo escucharlo
decir esas palabras pues el color azul era el más importante en sus cuadros.
Con él pintaba el cielo, el mar y las hermosas casitas de la isla que era, casi
todas, de techo azul y paredes blancas. Hizo que el hombre buscara por todos
lados, por cada caja y rincón de su tienda hasta que se dio cuenta que en
verdad no había pintura azul.
Ese día caminó por todo el centro, buscando
más tiendas de arte en las que pudiese encontrar su pintura azul. Pero en todos
lados estaba agotada o ni siquiera vendían del tipo de pintura que ella usaba.
Se le hizo tarde yendo de un lado para otro, por lo que tuvo que quedarse en la
ciudad, cosa que siempre le había dado físico asco. Por suerte tenía dinero y
pudo quedarse en un hotel regular pero aguantable. Casi no pudo dormir,
pensando en el color azul.
Al otro día siguió buscando. Incluso tuvo que
ir a tiendas donde vendían productos de menor calidad y usar cualquier azul que
tuviesen disponible. Pero el problema persistía pues no había ningún tipo de
color azul en toda la ciudad. Ni cian, ni azul eléctrico, ni azul rey, ni
celeste, ni oscuro, ni claro, ni nada que le pudiese servir para sus cuadros.
Al final, tuvo que volver a la isla sin el color azul, preocupada por su
destino.
Si no podía pintar correctamente, seguramente
los turistas ya no comprarían sus obras. Su trabajado perdería la credibilidad
que siempre la había caracterizado. El azul era esencial a la isla y la isla
era la fuente de vida para Teresa. Sin una manera de representar correctamente
el mundo que tenía adelante, no había como seguir viviendo de ello. Ella no
tenía más ingresos y ya era muy mayor para ponerse a aprender otra cosas para
ganarse la vida, si es que tenía éxito.
Al siguiente fin de semana, vendió la mitad de
los cuadros que tenía guardados en su casa. Era como si el destino la odiara, o
eso pensó ella antes de darse cuenta que esa situación era una bendición del
cielo. Todo porque un gigantesco crucero estaba en la región y la gente podía
elegir que isla visitar. Por sus playas, la isla en forma de luna era la
preferida de muchos para pasar un buen día.
Después de esos días de buenas ventas, le
quedaron solo dos cuadros con color azul. Uno era pequeñito, como para poner en
la cocina o algo por el estilo. Otro era grande, uno de los más grandes que
jamás hubiese pintado. Ese lienzo no lo había podido vender nunca y parecía que
jamás lo haría pues no era apto para las
manos llenas de quienes venían a comprar.
El lunes siguiente, Teresa se levantó
temprano, alistó todas sus pinturas y miró el primer lienzo que tenía enfrente.
Tenía por lo menos veinte ya listos, que había hecho con algo de rabia el
viernes anterior y le habían quedado sorprendentemente bien hechos. La mujer
miraba el blanco de la tela y parecía sumergirse en ella, buscando una manera
de superar su problema. Pero resultaba imposible pues su marca, su sello
personal, era ese estilo realista en el que las imágenes que pintaba eran casi
fotografías del mundo real.
Eso ya no podría ser. Sin el color azul, era
imposible. El domingo, después del mercado, recorrió la isla hasta anochecer
buscando algún pigmento natural azul pero no encontró nada por el estilo. Ni
flores ni animales ni nada que le sirviera para crear el maldito color que era
la base de toda su obra. Era uno de los pilares en los que había basado su vida
y hasta ahora se estaba dando cuenta.
Frustrada y llena de rabia, decidió empezar a
pintar utilizando ese sentimiento. No iban a ser cuadros para vender sino para
desahogarse. Tenía mucha tela y madera para más lienzos, ya habría tiempo para
volver a la realidad. En ese momento necesitaba volver a sus raíces y utilizar
la pintura como un medio de liberación, para volver a sentirse esa joven mujer
que había decidido que ese era el camino que quería recorrer. Pintó por varios
horas y no se detuvo hasta que la luna verdadera salió, siempre brillante.
Cuando se fue a la cama, todavía manchada de
pintura de casi todos los colores excepto el azul, se sintió mejor que antes
pero igual preocupada por lo que iba ser de ella. Pensó en dejar su puesto en
el mercado, cederlo a alguien más. Consideró empezar a cocinar para ganar
dinero de otra manera, o tal vez haciendo retratos a mano en las playas o algo
por el estilo. El carboncillo solo podía ser una gran herramienta de vida.
Pero no hubo necesidad. El resto de la semana
siguiente pintando del alma. Había decidido que no le importaba nada, ni su
futro ni como comería en los días a venir. Había ahorrado y ya vería que hacer.
Al puesto del mercado asistió el fin de semana siguiente con sus dos últimos
cuadros azules sobre la mesa y, en una caja, trajo su nueva obra porque no
sabía que hacer con todo eso.
La respuesta le llegó con el gritito de una
mujer que le exigió ver esos cuadros. Le confesó a Teresa que la mezcla de
colores le había atraído de golpe y necesitaba ver de que se trataba. No eran
paisajes sino golpes de color que parecían controlados pero también salvajes y
ordinarios. Había algo hermoso en todo el caos.
La mujer compró dos lienzos grandes. Su marido
compró otro más y así vinieron unos y otros y Teresa quedó solo con el lienzo
grande y azul que nunca había podido vender. La isla le había proporcionado con
que vivir pero la vida le había dado las herramientas para seguir luchando y
entender que no hay un solo camino para llegar a un mismo sitio.
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