El sonido del metal de las cucharas contra
la pared de las latas era lo único que se podía oír en ese paraje alejado del
mundo. Los dos hombres, jóvenes, comían en silencio pero con muchas ganas.
Parecía que no habían probado bocado en un buen tiempo, aunque saberlo a
ciencia cierta era bastante difícil. Lo que comían era frijoles dulces. Los
habían calentado en las mismas latas sobre una pequeña hoguera que humeaba
detrás de ellos. No muy lejos tenían armada una tienda de campaña.
Apenas terminaron la comida, se quedaron
mirando el mar. El sonido de las olas estrellándose contra las rocas negras y
afiladas era simplemente hermoso. Los dos hombres se quedaron mirando la
inmensidad del océano por un buen rato. Sus ropas, todas y sin excepción,
estaban manchadas de sangre. En algunas partes eran partículas oscuras, en
otras manchones oscuros que parecían querer tragarse el color original de la
ropa. Pero ellos seguían mirando el mar, sin importar la sangre ya seca.
Uno de ellos tomó la lata del otro y caminó
cuesta arriba hasta el pequeño sector plano donde estaba la tienda. Allí
adentro echó las latas en una bolsa que tirarían luego, quien sabe donde. La
tienda era e color verde militar y no muy gruesa que digamos. Adentro debían
dormir los dos juntos pero apenas habían espacio para dos personas y solo un
saco de dormir. Tenían que vérselas como pudieran pues dos fugitivos no podían
exigir nada y mucho menos darse lujos en el exilio.
El que dejó la bolsa de la basura en la tienda
se devolvió, quedando sentado al lado de su compañero. Tenía el pelo medio
oscuro pero, cuando pasaba por el sol, parecía que se le incendiaba la cabeza
porque los cabellos se tornaban de un color rojizo, muy extraño. Su nombre no
lo sabía, lo había perdido en el lugar de donde habían escapado y no había
manera de devolverse para preguntar. En lo poco que habían estado juntos, no
había habido tiempo para darse a conocer mejor.
El otro prefería que le hablaron por su
apellido. Orson así lo demandaba de todos los que conocía puesto que su nombre
de pila era demasiado ordinario y agradecía a su madre tener un apellido medio
interesante para que él pudiese usarlo. El de su padre, jamás lo había sabido.
Esa era la vida de él y jamás se quejaba porque sabía que no tenía caso. Tal vez
por eso no le exigía a su compañero que le dijera su nombre, apodo o apellido.
Cada persona tiene derecho a vivir como mejor le parezca, o al menos eso era lo
que él pensaba desde hacía tiempo.
En algunas horas iba a caer la noche pero el
sol flotando a lo lejos sobre el mar era un visión magnifica. Era como ver algo
que solo estaba reservado para unas pocas personas. Tener el privilegio de
estar ahí, en esa ladera que bajaba abruptamente a una playa llena de roca y al
mar salado, era algo que ninguno de los dos había pensado tener. Mucho menos el
chico sin nombre que no había estado a la luz del sol en muchos meses. Por eso
su piel era tan blanca, sus ojos tan limpios.
Orson lo miró de reojo y se dio cuenta de que
el chico estaba fascinado con el atardecer. La luz naranja los bañaba a los dos
y era hermoso. Orson se dio cuenta, por primera vez, que el otro era un poco
más joven que él, pero no demasiado. Lo exploró con la mirada, fijándose sobre
todo en sus brazos. Eran largos y delgados pero tenían una particularidad:
estaban marcados por varios rastros de inyecciones, quien sabe si para sacar
sangre o para meter algo dentro de él.
El chico se movió, diciendo que tenía frío.
Era natural. Orson tenía la chaqueta puesta hacía rato pero el desconocido no,
parecía que en verdad no se había fijado en la temperatura desde hacía tres
días, cuando sus vidas se habían encontrado y los eventos que habían culminado
con sus escape habían empezado. Desde entonces no se había fijado si hacía frío
o calor. Se devolvió de nuevo a la tienda de campaña y sacó de ella una
chaqueta idéntica a la de Orson.
Casi todo lo que tenían era nuevo. Con dinero
sacado de su cuenta personal en un cajero seguro, Orson había decidido comprar
todo lo que iban a necesitar. La tienda de campaña era la mejor que había
podido conseguir y el dinero era la razón por la que solo tenían una sola bolsa
de dormir. Las chaquetas eran una promoción y dentro de una maleta en la tienda
tenían varias latas más de comida fácil de preparar. Habían tenido que hacer
esas compras deprisa y sin atraer la atención.
Hasta ese lugar habían llegado caminando,
después de varias horas. Era un sitio alejando del mundo de los seres humanos
que iban y venían con sus rutinas incansables. Allí nadie iría a buscarlos y,
si lo hacían, tendrían que enfrentarse a dos personas que habían masacrado a
por lo menos diez hombres adultos, entrenados y armados. No cualquier querría
enfrentárseles y eso era una clara ventaja para su seguridad. El chico regresó
con la chaqueta puesta y se sentó al lado de Orson, poniendo la mano muy cerca
de la suya. Se miraron a los ojos un instante y luego al mar.
Cada vez era más tarde pero algo hacía que no
se quisieran meter en la tienda de campaña. En parte era todavía muy temprano
pero también estaba la particular situación para dormir. Solo habían dormido
una noche allí y Orson había decidido quedarse sin bolsa de dormir. Pero ya
sabía lo frías que podían ser las noches en ese rincón del mundo y la verdad
era que no quería pasar otra vez de la misma manera. Si lo hacía, seguro
amanecería congelado o algo así, por lo menos.
La hoguera no la podían prender. Lo habían
pensado, para calentarse los cuerpos durante la noche. Además, proporcionaría
una excelente oportunidad para hablar y conocerse mejor. Si iban a huir de las
autoridades juntos, lo mejor era saber un poco más del otro, conocerse a un
nivel aceptable al menos. Pero la hoguera era solo para cocinar en el día,
cuando nadie notaría la luz. De noche, sería un faro para quienes quisieran
hacerles daño o para curiosos no deseados.
Cuando ya estuvo completamente oscuro, Orson
se resignó: debía dormir fuera de la bolsa de dormir de nuevo. Al fin y al
cabo, el joven había vivido mucho tiempo en un estado traumático y habría sido
injusto hacerlo pasar por más situaciones de ese estilo. Así que se encaminaron
a la tienda de campaña y Orson le dijo al chico que se metiera en la bolsa de
nuevo. Este lo miró y se negó con la cabeza. Le dijo que hoy le tocaba a él.
Era raro oír su voz, algo suave pero severa al mismo tiempo.
Se quedaron mirándose, como dos tontos, hasta
que Orson le dijo a su compañero que podrían intentar meterse los dos a la
bolsa de dormir. No estaba hecha para dos pero era mucho más grande que una
sola persona. Así que podrían intentarlo. Orson era alto pero no muy grande de
cuerpo y el otro estaba muy delgado y parecía haber sido más alto antes.
Intentar no le hacía daño a nadie y les arreglaba un problema que iban a seguir
teniendo durante un buen tiempo.
No sabían cuando podrían dejar de correr o si cambiarían
de ambiente al menos. Así que arreglárselas con lo que tenían no era una mala
idea. Se metieron en la tienda de campaña y, después de varios forcejeos,
entraron los dos en la bolsa de dormir.
No era cómodo pero tampoco había sido tan difícil.
Podían al menos girar y dormir espalda con espalda. Pero eso no pasó. Nunca
supieron si dormidos o no, pero se abrazaron fuerte y así amanecieron al otro
día, con el cantar de las gaviotas.
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