El bosque era un lugar muy húmedo en esa
época del año. La lluvia había caído por días y días, con algunos momentos de
descanso para que los animales pudieran estirar las piernas. Todo el lugar
tenía un fuerte olor a musgo, a tierra y agua fresca. Los insectos estaban más
que excitados, volando por todos lados, mostrando sus mejores colores en todo
el sitio. Se combinaban el sonido de las gotas de lluvia cayendo al suelo
húmedo, el graznido de algunas aves y el de las cigarras bien despiertas.
Lo que rompió la paz fue un ligero sonido,
parecido a un estallido, que se escuchó al lado del árbol más alto de todo el
bosque. De la nada apareció una pareja de hombres, tomados de la mano. Ambos
parecían estar al borde del desmayo, respirando pesadamente. Uno de ellos, el
más bajo, se dejó caer al suelo de rodillas, causando una amplia onda en el
charco que había allí. Los dos hombres se soltaron la mano y trataron de
recuperar el aliento pero no lo hicieron hasta entrada la tarde.
Era difícil saber que hora del día era. Los
árboles eran casi todos enormes y de troncos gruesos y hojas amplias. Los dos
hombres empezaron a caminar, lentamente, sobre las grandes raíces de los
árboles, pisando los numerosos charcos, evitando los más hondos donde podrían
perder uno de sus ya muy mojados zapatos. La ropa ya la tenía manchada de lo
que parecía sangre y barro, así que tenerla mojada y con manchas verdes era lo
de menos para ellos en ese momento.
Por fin llegaron a un pequeño claro, una
mínima zona de tierra semi húmeda cubierta, como el resto del bosque, por la
sombra de los arboles. Cada uno se recostó contra un tronco y empezó a respirar
de manera más pausada. Ninguno de los dos parecía estar consciente de donde
estaba y mucho menos de la manera en como habían llegado hasta allí. Parecía que no habían tenido mucho tiempo
para pensar en nada más que en salir corriendo de donde sea que habían estado
antes.
El más alto de los dos fue el primero en decir
una sola palabra. “Estamos bien”. Eso fue todo lo que dijo pero fue recibido de
una manera muy particular por su compañero: gruesas lagrimas se deslizaron por
sus mejillas, cayendo pesadamente al suelo del bosque. El hombre no hacía ruido
al llorar, era como si solo sus ojos gotearan sin que el resto del cuerpo
tuviera conocimiento de lo que ocurría. Pero el hombre alto no respondió de
ninguna manera a esto. Ambos parecían muy cansados como para tener respuestas
demasiado emocionales.
Algunas horas después, ambos tipos seguían en
el mismo sitio. Lo único diferente era que se habían quedando dormidos, tal vez
del cansancio. Los bañaba la débil luz de luna que podía atravesar las altas
ramas de los árboles. Sus caras parecían así mucho más pálidas de lo que eran y
los rasguños y heridas en lo que era visible de sus cuerpos, empezaban a ser
mucho más notorios que antes. Se notaba que, donde quiera que habían estado, no
había sido un lugar agradable.
El más bajo despertó primero. No se acercó a
su compañero, ni le habló. Solo se puso de pie y se adentró entre los árboles. Regresó
una hora después, cuando su compañero ya tenía una pequeña fogata prendida y él
traía un conejo gordo de las orejas. Nunca antes había tenido la necesidad de
matar un animal salvaje pero había estado entrenando para una eventualidad como
esa. Le encantaban los animales pero, en la situación que estaban, ese conejo
no había estado más vivo que una roca.
Así tenía que ser. Entre los dos hombres se
encargaron de quitarle la piel y todo lo que no iban a usar. Lo lanzaron lejos,
sería la cena perfecta de algún carroñero. Ellos asaron el resto ensarto en
ramas sobre el fuego. La textura era asquerosa pero era lo que había y
ciertamente era mucho mejor que no comer nada. Se miraban a ratos, pero todavía
no se hablaban. La comida en el estomago era un buen comienzo pero hacía falta
mucho más para recuperarse por completo.
Al terminar la cena, tiraron las sombras y
apagaron el fuego. Decidieron dormir allí mismo pero se dieron cuenta que la
siesta de cansancio que habían hecho al llegar, les había quitado las ganas de
dormir por la noche. Así que se quedaron con los ojos abiertos, mirando el
cielo entre las hojas de los árboles. Se notaba con facilidad que había miles
de millones de estrellas allá arriba y cada una brillaba de una manera
distinta, como si cada una tuviese personalidad.
Fue entonces que el hombre más alto le dio la
mano al más bajo. Se acercaron bastante y eventualmente se abrazaron, sin dejar
de mirar por un instante el fantástico espectáculo en el cielo que les ofrecía
la naturaleza. Poco a poco, fueron apareciendo estrellas fugaces y en poco
tiempo parecía que llovía de nuevo pero se trataba de algo mucho más increíble.
Se apretaron el uno contra el otro y, cuando todo terminó, sus cuerpos
descansaron una vez más, con la diferencia de que ahora sí podrían estar en paz
consigo mismos y con lo que había sucedido.
Horas antes, habían tenido que abandonar a su
compañía para intentar salvarlos. No eran soldados comunes sino parte de una
resistencia que trataba de sobrevivir a los difíciles cambios que ocurrían en
el mundo. Al mismo tiempo que todo empezaba a ser más mágico y hermoso, las
cosas empezaban a ponerse más y más difíciles para muchos y fue así como se
conocieron y eventualmente formaron parte del grupo que tendrían que abandonar para
distraer a los verdaderos soldados.
La estratagema funcionó, al menos de manera
parcial, pues la mayoría de efectivos militares los siguieron a ellos por la
costa rocosa en la que se encontraban. Fue justo cuando todo parecía ir peor
para ellos que, de la nada, se dieron cuenta de lo que podían hacer cuando
tenían las mejores intenciones y hacían lo que parecía ser lo correcto. En
otras palabras, fue justo cuando necesitaron ayuda que de pronto desaparecieron
de la costa y aparecieron en ese bosque.
No había manera de saber como o porqué había
pasado lo que había pasado. De hecho, sus pocas palabras del primer día habían
tenido mucho que ver con eso y también con las heridas que les habían propinado
varios de sus enemigos. Ambos habían sido golpeados de manera salvaje y habían
estado al borde de la muerte, aunque eso no lo sabrían sino hasta mucho
después. El caso es que estaban vivos y, además, juntos. Tenían que agradecer
que algo así hubiese pasado en semejantes tiempos.
Al otro día las palabras empezaron a fluir,
así como los buenos sentimientos. Se tomaron de la mano de nuevo y empezaron a
trazar un plan, uno que los llevaría al borde del bosque y eventualmente a la
civilización. Donde quiera que estuvieran, lo principal era saber si estaban
seguros de que nadie los seguiría hasta allí. De su supervivencia se encargaría
el tiempo. Caminaron varios días, a veces de día y a veces de noche pero nunca
parecían llegar a ninguna parte.
El más bajo de los dos empezó a sentir que
algo no estaba bien. Se abrazaba a su compañero con más fuerza que antes y no
soltaba su mano por nada, ni siquiera para comer. El miedo se había instalado
en su corazón y no tenía ni idea de porqué.
El más alto gritó cuando una criatura se
apareció una noche, cuando dormían. Parecía un hombre pero no lo era. Fue él
quién les explicó que nunca encontrarían una ciudad. Ellos le preguntaron
porqué y su única respuesta fue: “Funesta es solo bosque. Todo el planeta está
cubierto de árboles”.
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