Limpiar sangre es bastante fácil, si se hace
de inmediato. Solo hay que tomar un trapo untado de un excelente agente
limpiador, de esos que se usan para quitar manchas en la ropa, y restregarlo
con fuerza donde sea que haya caído la sangre. Eso sí, no funciona en grandes
cantidades puesto que en ese caso las manchas tienden a crecer y la sangre
empieza a extenderse por todas partes, como negándose a irse. Puede ser muy
difícil en ese caso y ser de gran impacto visual. No es para todos.
Pero las manchitas que había sangrado Rebeca
sobre la almohada eran solo unos puntos que cayeron con facilidad ante la
potencia de los químicos en el agente limpiador. Después de un rato ya no había
nada que apuntara a la sangre, excepto tal vez la mancha que había en su nariz.
Rebeca la vio cuando limpió el trapo en el baño. Se limpió la cara por completo
y fue entonces cuando se dio cuenta del dolor de cabeza que le aquejaba. Podría
haber sido el causante del sangrado.
Se sentó un momento en el borde de la cama y
respiro lentamente. Volteó a mirar a su teléfono, que estaba cargándose sobre
la mesita de noche, y se estiró para tomarlo y ver la hora. Casi se cae de la
cama por no ponerse de pie e ir hasta él
pero valía la pena por el dolor. Quedó allí, recostada sobre las sabanas
revolcadas, pues el dolor hacía que sus ojos se cerraran. No hacía ruido pero
la mano que sostenía el celular empezó a apretar más de la cuenta, tanto que el
cable salió volando de la pared.
Afortunadamente, no hubo ningún daño. Pero de
eso se dio cuenta mucho tiempo después. En ese preciso instante lo único que
podía hacer era concentrarse en el dolor y esperar a que pasara. Pero no
parecía querer irse, era persistente y claramente invasivo. Trató entonces de
concentrarse y de que su voluntad fuese la que hiciera desaparecer el dolor.
Pero no funcionó pues era más fuerte que ella misma, más que nada que hubiese
sentido jamás. Poco a poco, se volvió un malestar general.
Como pudo, se incorporó y caminó hacia la
ducha. Sin quitarse la ropa que tenía puesta, giró la llave del agua, que
empezó a caer con fuerza sobre ella. Sus rodillas cedieron al peso de su cuerpo
y ahí quedó la pobre Rebeca, pidiendo a quien fuera, Dios o lo que exista, que
le quitara el dolor que tenía, proveniente del cráneo pero ahora expandiéndose
como liquido derramado por todo su cuerpo. Poco después empezaron los espasmos
y no duró mucho tiempo consciente después de eso. No había manera de resistir
semejante embestida generalizada.
Cuando despertó, estaba en una cama de hospital.
El dolor seguía y no podía decir nada porque tenía una máscara para respirar en
la cara y la garganta la tenía seca, como si hubiese caminado por un desierto
por varios días. Pasaron un par de semanas hasta que estuvo bien o al menos tan
bien como podía estar después de semejante experiencia. Quería volver a casa
pero el doctor le aclaró que debía volver dos veces a la semana para más
exámenes y terapias, pues la verdad era que no sabían que le había ocurrido.
Primero creyeron que era algún caso extraño de
epilepsia pero eso fue descartado con los primeros exámenes. Todo lo básico, lo
obvio si se quiere, fue descartado en ese mismo momento o poco después. Era
obvio que para todos esos médicos Rebeca era un interesante conejillo de indias
pues tenía algo en su interior que ellos jamás habían visto. Daba algo de asco
verlos casi emocionados por revisarla, por sacarle sangre y ponerla bajo
aparatos que parecían salidos de una película de terror.
Ella resistió lo que pudo, incluso nuevos
ataques que fueron mucho más suaves que el primero. Pero con el tiempo se cansó
de ir tanto al hospital. No se sentía bien que las enfermeras supieran ya su
nombre como si fueran amigas, algo en su cabeza le decía que las cosas no
debían de ser así. Un día le preguntó a su medico de cabecera si podían
suspender las terapias y pruebas por un tiempo y él se negó rotundamente. Tal
vez esa fue la gota que rebasó el vaso o tal vez ella ya estaba decidida.
El caso es que cuando llegó a casa, verificó
sus ahorros en su cuenta personal y luego empacó una sola maleta en la que
trató de poner todo lo que podría necesitar para un viaje corto pero no
demasiado corto. No le dijo nada a nadie más, ni a sus padres ni a su novio ni
a sus amigas. Se fue al aeropuerto sin que nadie supiera nada y allí compró el
primer boleto que vio en oferta. No era un destino lejano pero sí muy diferente
a la ciudad donde estaba. Eso bastaría por un tiempo, después ya se vería.
En el avión, viendo las nubes pasar bajo el
sol que bajaba tras su recorrido del día, Rebeca respiró profundo y en ese
momento supo porqué hacía lo que hacía. Estaba ahora claro para ella y aunque
no era algo que quisiera aceptar, era la realidad y no había nada que hacer
contra ella. Por eso empezó a cambiar su manera de ser en ese mismo instante, pero
no su personalidad sino la manera como hacía las cosas. Ya no sería la
preocupada y apurada de siempre. Ahora
trataría de disfrutar un poco la vida y dejar de lado todo lo que la
había llevado hasta ese punto en su vida.
Ya en su destino, usó sus ahorros para comprar
un bikini muy lindo y un sombrero de playa apropiado. Llegó a un hotel
promedio, ni bueno ni malo, y decidió quedarse allí algunos días. Después de
recibir las llaves de su habitación y de ver la hermosa cama que la esperaría
todas las noches, salió del cuarto directo a la playa, con su hermoso traje de
baño nuevo puesto y el sombrero como remate del atuendo. Normalmente le hubiese
importado si los demás se quedaban viendo. No más.
No hizo como la mayoría, que se matan buscando
un sitio donde sentarse para mirar al mar. Lo que hizo Rebeca fue caminar por
la orilla de la playa, sin sandalias, disfrutar del agua y del viento y mojar
su bikini saltando cada vez que venía una ola. Cuando se dio cuenta, estaba
riendo y soltando carcajada como una niña pequeña. Jugó un buen rato sola hasta
que decidió que tenía hambre. Compró un raspado de limón y ahí sí se sentó en
la orilla, a mirar lo hermoso que era el mundo.
Sus días en el hotel estuvieron llenos de
pequeñas aventuras pero también de cosas de todos los días que hacía mucho
tiempo Rebeca ya no disfrutaba. Cosas tontas como hacerse el desayuno o de
verdad saborear lo que iba en una comida. Había aprendido a ver de verdad. Lo
hacía con el mar y las diferentes personas que iban y venían, cada una cargando
un mundo entero a cuestas, sin de verdad pensárselo mucho. Algunas cosas que
vio las anotó en una pequeña libreta, otras solo las guardó en su memoria.
Cuando llegó el momento de volver, tuvo muchas
dudas. Al fin y al cabo, si lo que ella sentía era la verdad, no tenía mucho
sentido en ir a casa. Pero allí estaban aquellos seres queridos que tal vez
estuviese preocupados por ella. Sería injusto desaparecer para siempre, sin que
supieran que había sido de ella. No que tuviese que vivir por otros o algo así,
pero eran piezas demasiado importantes de su vida para ignorarlos en un momento
tan crucial como ese. Entro al avión y no miró atrás.
Ya en casa, los abrazó a todos y les contó
todo lo que había hecho. En ese momento rieron y luego lloraron cuando Rebeca
misma les dijo la razón de su regreso. Ellos no querían aceptarlo, no tan
rápido como ella al menos, pero a la realidad
no le importa lo que opinen los seres humanos.
Fue al doctor una última vez para decirle que
no volvería nunca. Le agradecía de todo corazón lo que había hecho pero no era
necesario seguir con ello. El hombre no dijo nada. Ella salió con una sonrisa
en la cara y con espíritu en paz, por fin un mar en calma durante una tormenta
que debía de terminar pronto.
¡Hola!
ResponderBorrarVengo de la iniciativa Seamos Seguidores,
Ya tienes una nueva seguidora.
Te invito a visitar mi blog: https://alternativaeducat.blogspot.mx
Un saludo.