El ruido en la calle era ensordecedor. No se
podía pensar correctamente con tantos sonidos alrededor. No solo era la
interminable fila de automóviles, cada uno usando el claxon en un momento
diferente, sino también las voces de las personas, los motores de las
motocicletas, los timbres de la bicicletas y el bramido de todos los vehículos
combinados. Además, y como no era poco frecuente en aquella ciudad, se
escuchaban también los sonidos de percutores de alta potencia, usados por
obreros en la calle.
El taxi hacía mucho tiempo que no se movía ni
un milímetro y Susana empezaba a desesperarse. Normalmente no le importaban
mucho los trancones puesto que estaba acostumbrada a ellos. Su solución había
sido siempre salir muy temprano y simplemente usar el tiempo en el transporte
público haciendo algo más. Pero ya habían pasado quince minutos desde que había
terminado su única tarea pendiente y eso la hacía poner atención a su entorno,
cosa que no era muy buena.
Susana era de esa clase de personas que debe
vivir en constante movimiento, haciendo algo con la mente o las manos. Si de
pronto dejan de moverse o de pensar, simplemente se vuelven locos. No locos en
el sentido tradicional sino que pierden el sentido de todo, parecen no saber
donde están y se desesperan por cualquier detalle. Por eso no tener nada más
que hacer en un lugar como ese era lo peor que le podía pasar a Susana y ella
lo sabía muy bien, pues ya le había ocurrido antes.
Sacó el celular del bolso y empezó a mirar si
tenía mensajes o llamadas perdidas. Pero no había nada de eso, lo cual era
sorprendentemente inusual. Pensó en llamar a su secretaria para saber que
pasaba en la empresa pero recordó que era la hora del almuerzo y seguramente no
habría nadie cerca del teléfono que le pudiese ayudar. Su comida ya la había
consumido, así que eso era algo menos que podía hacer. Solo había sido una
ensalada ya lista de supermercado y una limonada demasiado agria.
Se inclinó sobre la división de los asientos
delanteros y le preguntó al conductor si tenía alguna idea de porqué nada se
estaba moviendo en la avenida. El tipo tenía los audífonos puestos y se los
quitó al notar a Susana, que tuvo que repetir su pregunta. El hombre se encogió
de hombros, y sin más, se puso los audífonos de nuevo. Susana entornó los ojos,
hastiada de la gente que no tenía ni idea de cómo hacer su trabajo, y se echó
para atrás, recostándose contra la silla. Su cita era en media hora pero quería
llegar antes para causar una mejor impresión. Era su manera de hacer las cosas.
Pasaron otros cinco minutos y Susana sacó de
nuevo el celular de su bolso. Lo había guardado cuidadosamente y no sabía
porqué, ya que era el único objeto con la capacidad de tranquilizarla un poco,
aunque en ese momento no estaba funcionando mucho. Verificó la dirección a la
cual se dirigía y luego abrió la aplicación de mapas que venía con el aparato.
Su ojos se abrieron al darse cuenta que estaba a solo unas diez calles del
sitio. Podía caminar tranquilamente para llegar.
La mujer abrió el bolso de nuevo y guardó el
celular de nuevo pero esta vez sacó su billetera y estiró una mano para tocarle
el hombro al conductor. Este se quitó los audífonos y se dio la vuelta. Tenía
cara de haber estado durmiendo. Susana ignoró esto y le dije que se bajaba y
que le diera la tarifa. El hombre no dijo nada, solo tomó una tabla de plástico
con números y le indicó a la mujer cuanto debía pagar. Ella sacó el dinero
justo, se lo dio en la mano al hombre y salió del taxi con una sonrisa.
Ya en la acera, respiró profundamente. Era muy
distinto poder respirar un aire algo más puro que el de un automóvil, así la
avenida se estuviese llenado lentamente de los gases de los coches. Pensó en
que lo mejor sería tomar una calle perpendicular, en pendiente, para llegar
adonde necesitaba ir. Llegó a un semáforo y cruzó y fue entonces que escuchó un
estruendo más en la vía. Por un momento pensó que había sido alguna especie de
máquina pero resultó ser un trueno lejano.
No se había alejado mucho de la avenida cuando
empezó a llover con fuerza. El viento se arreció de repente y Susana empezó a
correr sin mucho sentido, pues no se fijaba para donde estaba yendo. Lo
importante en ese momento era buscar un lugar para cubrirse. Lamentablemente
para ella, la calle era más que todo residencial y tuvo que correr dos cuadras
más para llegar a una zona de pastelerías y tiendas de artículos para el hogar.
Entró por la primera puerta que vio, asustada por otro trueno, más cercano.
Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta que
había entrado en una especie de casa de té. Estaba un poco oscuro por la
tormenta en el exterior pero varias velas alumbraban el entorno. Varias
personas comían postre, la mayoría eran personas mayores pero había también
otros que parecían estar en alguna reunión de negocios o simplemente comiendo
algo con un amigo. Susana caminó al mostrador, con el pelo escurriendo agua.
Miraba lo que había disponible para comer aunque en verdad no tenía nada de
hambre. La mujer que atendía, más joven que ella, la miraba con curiosidad.
Susana fue a abrir la boca pero la cerró de
nuevo. La verdad no sabía si quería quedarse mucho tiempo en el lugar. Pero al
mirar la ventana que daba a la calle, se dio cuenta que ir caminando ya no era
una opción. Era increíble la cantidad de agua que caía del cielo. Parecía como
si no hubiese llovido nunca. El cielo se había puesto de un color muy oscuro y
no se veía ya nada de gente en la calle. Sin embargo, las personas que había en
la casa de té no parecían interesadas en el exterior.
Por fin se decidió por un café y un pastelito
pequeño que parecía no saber a nada. La mujer le cobró y Susana le pagó sin
mirarla. No era algo consciente, sino algo que siempre hacía cuando
interactuaba con la gente en lugares así. Su mirada fija estaba reservada para
reuniones como la que pensaba tener en poco tiempo. Apenas pudo, tomó una
pequeña mesa en un rincón y trató de arreglarse un poco el cabello. La misma
cajera le trajo el café y el pastelito, que Susana dejó sin tocar por un
momento.
Lo primero era ver la hora. Faltaban ahora
solo cinco minutos para la cita y el lugar, aunque no era lejos, era ahora
inaccesible por la tormenta. Decidió llamar y preguntar por el hombre con el
que tenía la cita, para disculparse, pero nadie respondió. La línea funcionaba
pero nadie contestaba, ni siquiera el conmutador automático. Colgó y tomó algo
de café. Su mirada estaba perdida, puesto que el negocio que iba a concretar
hubiese significado algo muy importante para su empresa.
Suspiró rendida y tomó el pastelito para darle
un mordisco. La decepción de repente le había abierto el apetito. Era un
pequeño bizcocho blanco con relleno verde y Susana se sorprendió con el sabor.
Sonrió por primera vez en mucho tiempo, puesto que el bocado le había provocado
un cierto calor en el corazón, o en el pecho. Donde fuera, había sentido como si se hubiese tragado una
barra energética de gran potencia, que no solo daba ganas de moverse sin una
alegría bastante particular.
Era como un optimismo extraño que la invadía y
sabía que tenía que hacer algo con ello. Pensó en salir del lugar y enfrentar
la tormenta o llamar de nuevo para ver si podía arreglar otra cita con el
hombre. Pero la respuesta estaba mucho más cerca de lo que pensaba.
A su lado, un hombre vestido de traje y
corbata la miró, puesto que Susana se había levantado de la silla y se había quedado
quieta. Ella lo miró y soltó una carcajada. Era él con quién tenía la cita y
resultaba que estaba allí, tomando algo con otra persona. Se saludaron de mano
y empezaron a hablar.
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