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miércoles, 21 de febrero de 2018

La sombra


   Dormía y me despertaba. Dormía y me despertaba. Era como sumergirme en una piscina y tener que saltar a otra inmediatamente después, como una maratón que nunca termina. Mi cuerpo estaba adolorido y mi mente no podía más. La situación era completamente extenuante y no parecía tener fin. De hecho, no podía recordar cuando había empezado todo pero lo que nunca olvidé era que había elegido apartarme de todo para poder lidiar con mis demonios internos, conmigo mismo.

 Era una casita pequeña, en la mitad de la nada. Me la habían vendido por cualquier dinero, lo que tenía encima. Era todo una sola habitación: la cama casi al lado de la estufa y un par de ventanas para dejar entrar la luz exterior. Al estar ubicada en una zona de montaña, la vista hacia fuera no era precisamente esperanzadora. La casita estaba ubicada en la mitad de un terreno en declive en el que solo crecía el musgo y alguna matita pequeña que trataba de ser más de lo que en realidad podía.

 No había pasado mucho tiempo desde mi mudanza cuando me atacó ese virus extraño. No sé si fue la comida o tal vez el hecho de que la casita no había sido limpiada ni cuidada apropiadamente en varios años, el caso es que en una horas, estaba tendido en la pequeña cama y no me sentía capaz de moverme más de lo necesario. Al otro día, ni siquiera podía moverme para ir “al baño”, una caseta desvencijada y triste que estaba en la parte exterior de la casita propiamente dicha.

 No voy a mentir: pensé que lo peor iba a suceder. Podía jurar que sentía mis entrañas gemir de dolor y que las sentía podrirse segundo a segundo. Era como si alguna especie de monstruo me estuviese carcomiendo desde adentro. La sensación era horrible y cuando llevaron las alucinaciones, la cosa se puso peor que antes. Ya no sabía que era verdad y que no. Todo parecía real a mi alrededor pero, cuando lo pensaba dos veces, dudaba de mi vista y de mis instintos más naturales.

 Había ventanas de algunas horas, a veces menos, en las que me sentía perfectamente bien. El cuerpo todavía adolorido y no con muchas ganas de caminar, pero al menos era capaz de ir hasta la despensa por algo de pan duro. El hambre que me daba en esos pequeños momentos de lucidez era increíble. Era entonces que recordaba los platillos que había disfrutado cuando vivía en mi casa, con mis padres. Lo había disfrutado todo y ahora esos pensamientos llegaban a mi como para burlarse, como si no fuera suficiente con sentir que el mundo se terminaba para mí.

 Las alucinaciones fueron de mal a peor hacia el cuarto día. No solo estaba visiblemente deshidratado y verdaderamente enfermo, sino que me pasaba el día hablando con seres y objetos inanimados. Recuerdo haber sostenido una muy interesante conversación con la tetera vieja que usaba para calentar el agua con la que me duchaba. Obviamente no me había lavado el cuerpo en días, pero la tetera insistía en que era una buena idea para alejar la enfermedad del cuerpo. Yo quería hacerle caso pero al final la ignoraba.

 Fue al llegar la quinta noche de mi enfermedad, cuando la puerta de la casita se abrió durante una tormenta. La montaña acumulaba seguido bolsas de lluvia y era el primer lugar en el que arreciaba la tormenta, al menos en esa región. En mis desvaríos, no sabía si la tormenta era de verdad eso o si eran un par de titanes peleando afuera. Incluso les pedí varias veces que se callaran, pues no me dejaban descansar. Fue en eso que entro la sombra, sin que yo le pusiese mucha atención.

 No sé porqué, pero esa noche dormí muchas horas, tanto así que al despertar ya estaba bajando el sol de nuevo. Recuerdo que no me moví de la cama pero sí sentí un olor muy particular en el aire. Era un aroma que no había olido desde hacía mucho tiempo. Una ola de calor recorrió mi cuerpo, haciendo sentir de verdad vivo por un breve momento. Era increíble que el olor del chocolate fuese capaz de dar vida, al menos de manera momentánea. Volví a dormir, con una sonrisa en la cara.

 Cuando desperté, la sombra me tenía en su regazo. Me había cubierto con una manta más gruesa que la que tenía en la casita y me sostenía como si fuera un bebé. Quise reírme y, por un tiempo, creí haberlo hecho. Sin embargo, ahora lo pienso y estoy seguro que estaba tan débil que no habría podido reír si lo hubiese querido. En todo caso, sentí que de alguna manera la situación había mejorado, sobre todo cuando la sombra me ofreció chocolate caliente y lo tomé a sorbos, sin más.

 La sombra estuvo conmigo varios días, no sé cuantos con exactitud. Me daba de tomar más chocolate y también comida como queso y pan, pero que sabían frescos y me hacían recordar lo fantástico que podía ser comer. La sombra también cantaba o al menos hacía algo que se le parecía bastante. El caso es que me hacía sentir seguro, como si nunca nada pudiera salir mal. En mis momentos de lucidez, sin embargo, ella nunca estaba. Era como si supiera que debía desaparecer para dejarme mejorar por mi mismo. Me gusta esa sombra, tan cariñosa y respetuosa.

 Al pasar los días, los momentos que tuve con la sombra se hacían cada vez más escasos. Por algún milagro de la naturaleza, empecé a mejorar notablemente. Ella venía cada vez menos y creo que incluso alguna vez la escuché hablar. Su voz, o lo que creo que era su voz, era profunda pero hermosa al mismo tiempo. También recuerdo haber tocado su rostro cuando estaba algo ido y lo único que puedo decir es que sonreí al sentirlo en mi mano, como si supiera quién era.

 Un día, de la nada, dejó de aparecer. Yo ya había mejorado y, en poco tiempo, estuve de pie y de vuelta a los trabajos diarios para evitar morirme de hambre. Casi me desmayo al ver que la sombra no había sido un producto de mi imaginación, pues mi alacena estaba llena de productos frescos y el pequeño cambo en el que sembraba vegetales estaba creciendo de una manera vertiginosa. Sabía que se lo debía a ese ser oscuro, a esa sombra que me había cuidado por tanto tiempo.

 Mejoré mucho y con el tiempo incluso bajé al pueblo y me hice ver de un doctor de verdad. Me dijo que lo que había tenido era grave y que le sorprendía verme vivo del todo. El doctor me revisó muy bien y me sorprendió al anunciar que había encontrado marcas de inyecciones en mis nalgas. Por lo que él podía concluir, solo me habían inyectado dos veces pero al parecer el medicamente utilizado había sido suficiente para combatir la enfermedad. Eso, y los especiales cuidados de la sombra.

 A él no le dije nada de la sombra, porque sabía que no entendería o que creería que me había enloquecido a causa de la enfermedad. Quería hablar con alguien acerca de la persona que me había salvado la vida, pues con cada hora que pasaba estaba más que seguro que no era un producto de mi imaginación sino que se trataba de un ser real, de carne y hueso. Mientras araba el campo o cuando hacía chocolate caliente, pensaba en la sombra y deseaba poder estar con ella de nuevo.

 Sin embargo, nunca regresó. Nunca recibí un mensaje escrito ni una señal de que alguien se acordaba de mí. Solo tenía los recuerdos de lo ocurrido y nada más. Sin embargo, me negaba a pensar que todo había estado en mi mente o que me habían abandonado.

 Pero, con el tiempo, tuve que aprender que tal vez eso era precisamente lo que había ocurrido. Tal vez había sido alguien que me había amado, alguien que quería cuidar de mi una última vez. Tuve que aprender a olvidar y a dejar ir, lentamente, el recuerdo de su voz y su tibia piel.

viernes, 8 de diciembre de 2017

De sangre y arena

   Limpiar sangre es bastante fácil, si se hace de inmediato. Solo hay que tomar un trapo untado de un excelente agente limpiador, de esos que se usan para quitar manchas en la ropa, y restregarlo con fuerza donde sea que haya caído la sangre. Eso sí, no funciona en grandes cantidades puesto que en ese caso las manchas tienden a crecer y la sangre empieza a extenderse por todas partes, como negándose a irse. Puede ser muy difícil en ese caso y ser de gran impacto visual. No es para todos.

 Pero las manchitas que había sangrado Rebeca sobre la almohada eran solo unos puntos que cayeron con facilidad ante la potencia de los químicos en el agente limpiador. Después de un rato ya no había nada que apuntara a la sangre, excepto tal vez la mancha que había en su nariz. Rebeca la vio cuando limpió el trapo en el baño. Se limpió la cara por completo y fue entonces cuando se dio cuenta del dolor de cabeza que le aquejaba. Podría haber sido el causante del sangrado.

 Se sentó un momento en el borde de la cama y respiro lentamente. Volteó a mirar a su teléfono, que estaba cargándose sobre la mesita de noche, y se estiró para tomarlo y ver la hora. Casi se cae de la cama por no ponerse  de pie e ir hasta él pero valía la pena por el dolor. Quedó allí, recostada sobre las sabanas revolcadas, pues el dolor hacía que sus ojos se cerraran. No hacía ruido pero la mano que sostenía el celular empezó a apretar más de la cuenta, tanto que el cable salió volando de la pared.

 Afortunadamente, no hubo ningún daño. Pero de eso se dio cuenta mucho tiempo después. En ese preciso instante lo único que podía hacer era concentrarse en el dolor y esperar a que pasara. Pero no parecía querer irse, era persistente y claramente invasivo. Trató entonces de concentrarse y de que su voluntad fuese la que hiciera desaparecer el dolor. Pero no funcionó pues era más fuerte que ella misma, más que nada que hubiese sentido jamás. Poco a poco, se volvió un malestar general.

 Como pudo, se incorporó y caminó hacia la ducha. Sin quitarse la ropa que tenía puesta, giró la llave del agua, que empezó a caer con fuerza sobre ella. Sus rodillas cedieron al peso de su cuerpo y ahí quedó la pobre Rebeca, pidiendo a quien fuera, Dios o lo que exista, que le quitara el dolor que tenía, proveniente del cráneo pero ahora expandiéndose como liquido derramado por todo su cuerpo. Poco después empezaron los espasmos y no duró mucho tiempo consciente después de eso. No había manera de resistir semejante embestida generalizada.

 Cuando despertó, estaba en una cama de hospital. El dolor seguía y no podía decir nada porque tenía una máscara para respirar en la cara y la garganta la tenía seca, como si hubiese caminado por un desierto por varios días. Pasaron un par de semanas hasta que estuvo bien o al menos tan bien como podía estar después de semejante experiencia. Quería volver a casa pero el doctor le aclaró que debía volver dos veces a la semana para más exámenes y terapias, pues la verdad era que no sabían que le había ocurrido.

 Primero creyeron que era algún caso extraño de epilepsia pero eso fue descartado con los primeros exámenes. Todo lo básico, lo obvio si se quiere, fue descartado en ese mismo momento o poco después. Era obvio que para todos esos médicos Rebeca era un interesante conejillo de indias pues tenía algo en su interior que ellos jamás habían visto. Daba algo de asco verlos casi emocionados por revisarla, por sacarle sangre y ponerla bajo aparatos que parecían salidos de una película de terror.

 Ella resistió lo que pudo, incluso nuevos ataques que fueron mucho más suaves que el primero. Pero con el tiempo se cansó de ir tanto al hospital. No se sentía bien que las enfermeras supieran ya su nombre como si fueran amigas, algo en su cabeza le decía que las cosas no debían de ser así. Un día le preguntó a su medico de cabecera si podían suspender las terapias y pruebas por un tiempo y él se negó rotundamente. Tal vez esa fue la gota que rebasó el vaso o tal vez ella ya estaba decidida.

 El caso es que cuando llegó a casa, verificó sus ahorros en su cuenta personal y luego empacó una sola maleta en la que trató de poner todo lo que podría necesitar para un viaje corto pero no demasiado corto. No le dijo nada a nadie más, ni a sus padres ni a su novio ni a sus amigas. Se fue al aeropuerto sin que nadie supiera nada y allí compró el primer boleto que vio en oferta. No era un destino lejano pero sí muy diferente a la ciudad donde estaba. Eso bastaría por un tiempo, después ya se vería.

 En el avión, viendo las nubes pasar bajo el sol que bajaba tras su recorrido del día, Rebeca respiró profundo y en ese momento supo porqué hacía lo que hacía. Estaba ahora claro para ella y aunque no era algo que quisiera aceptar, era la realidad y no había nada que hacer contra ella. Por eso empezó a cambiar su manera de ser en ese mismo instante, pero no su personalidad sino la manera como hacía las cosas. Ya no sería la preocupada y apurada de siempre. Ahora  trataría de disfrutar un poco la vida y dejar de lado todo lo que la había llevado hasta ese punto en su vida.

 Ya en su destino, usó sus ahorros para comprar un bikini muy lindo y un sombrero de playa apropiado. Llegó a un hotel promedio, ni bueno ni malo, y decidió quedarse allí algunos días. Después de recibir las llaves de su habitación y de ver la hermosa cama que la esperaría todas las noches, salió del cuarto directo a la playa, con su hermoso traje de baño nuevo puesto y el sombrero como remate del atuendo. Normalmente le hubiese importado si los demás se quedaban viendo. No más.

 No hizo como la mayoría, que se matan buscando un sitio donde sentarse para mirar al mar. Lo que hizo Rebeca fue caminar por la orilla de la playa, sin sandalias, disfrutar del agua y del viento y mojar su bikini saltando cada vez que venía una ola. Cuando se dio cuenta, estaba riendo y soltando carcajada como una niña pequeña. Jugó un buen rato sola hasta que decidió que tenía hambre. Compró un raspado de limón y ahí sí se sentó en la orilla, a mirar lo hermoso que era el mundo.

 Sus días en el hotel estuvieron llenos de pequeñas aventuras pero también de cosas de todos los días que hacía mucho tiempo Rebeca ya no disfrutaba. Cosas tontas como hacerse el desayuno o de verdad saborear lo que iba en una comida. Había aprendido a ver de verdad. Lo hacía con el mar y las diferentes personas que iban y venían, cada una cargando un mundo entero a cuestas, sin de verdad pensárselo mucho. Algunas cosas que vio las anotó en una pequeña libreta, otras solo las guardó en su memoria.

 Cuando llegó el momento de volver, tuvo muchas dudas. Al fin y al cabo, si lo que ella sentía era la verdad, no tenía mucho sentido en ir a casa. Pero allí estaban aquellos seres queridos que tal vez estuviese preocupados por ella. Sería injusto desaparecer para siempre, sin que supieran que había sido de ella. No que tuviese que vivir por otros o algo así, pero eran piezas demasiado importantes de su vida para ignorarlos en un momento tan crucial como ese. Entro al avión y no miró atrás.

 Ya en casa, los abrazó a todos y les contó todo lo que había hecho. En ese momento rieron y luego lloraron cuando Rebeca misma les dijo la razón de su regreso. Ellos no querían aceptarlo, no tan rápido como ella al menos, pero a la realidad  no le importa lo que opinen los seres humanos.


 Fue al doctor una última vez para decirle que no volvería nunca. Le agradecía de todo corazón lo que había hecho pero no era necesario seguir con ello. El hombre no dijo nada. Ella salió con una sonrisa en la cara y con espíritu en paz, por fin un mar en calma durante una tormenta que debía de terminar pronto.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Mi sangre

   La sangre empezó a caer como si hubiera tenido un grifo en la cara. Había pasado de la nada. Momentos antes, solo había estado pensando en mi vida, en cosas varias como uno hace seguido en los buses. El chorro de liquido en mi mano y mi entrepierna me alertó de que algo pasaba. Si mi sangre hubiese sido más sutil, creo que no me hubiese dado cuenta hasta más tarde. El caso es que todavía estaba a unos diez minutos de mi casa, caminando. Esperé como pude, tapándome la nariz, cubriéndome con una hoja de mi curriculum.

 Mi hoja de vida, de trabajo o como se le quiera llamar era lo único que tenía a mano y, para ser sincero conmigo mismo, nunca había sido más que un montón de garabatos escritos en un papel duro y sin gracia. La hoja se consumió rápidamente, como si mi sangre fuese el fuego de una hoguera que carcome todo lo que se encuentra a su paso. Mis pies se movían, la sangre en mis piernas y manos chorreaba al suelo y la gente ya empezaba a mirarme más de lo que resulta cómodo.

 Apenas vi mi parada, timbré unas cinco veces y me bajé golpeándome el hombre contra la puerta del bus. Alguien dijo algo detrás de mí pero no le puse cuidado porque seguro era algo que no me interesaba oír. Con la mochila casi vacía en mi espalda y el papel sangriento en mi cara, caminé los pocos metros que me separaban de mi casa. Tenía que cruzar un parque para llegar, el mismo parque donde no hacía mucho habíamos jugado con una mascota que ahora ya era parte de la Tierra.

 No sé si fue pensar en esa bella criatura o si fue causa del chorro de sangre que salía por mi nariz. El caso es que di un traspiés bastante brusco y caí de frente. No me golpee la nariz pero el papel untado de rojo salió volando. La agitación hizo que sangrara más y fue entonces cuando de verdad me sentí mal. La fuerza de mis brazos no estaba ya y empecé a ver todo como si hubiese un vidrio sucio frente a mi cara. Lo último que vi fue una sombra que me asustó, luego ruidos ininteligibles y luego nada.

 Tuve un sueño muy raro, en el que estaba sentado sobre una silla en la mitad de un campo enorme, muy verde. El cielo estaba casi completamente despejado, con solo apenas algunas nubes blancas y gorditas surcando el espacio sobre mi cabeza. Miraba a un lado y al otro del campo verde y no había nada ni nadie más aparte de la silla y de mi. Quise ponerme de pie pero no podía. Ni siquiera lograba moverme. Era como si mi cuerpo no quisiera hacer lo que el cerebro le decía. Me sentí atrapado. Quise gritar pero tampoco pude. No había sonido.

 Cuando desperté, la cabeza me daba miles de vueltas. El mareo fue tal que, aunque no veía nada, mi instinto me dijo que girara la cabeza a la derecha para vomitar. Al parecer hice lo correcto, pues una sombra pasó corriendo por el lado, como si fuese a buscar a otra persona. Sabía que debía estar en mi casa o en algún lugar por el estilo. No tuve mucho tiempo para adivinarlo pues me desmayé a los pocos segundos. Mi fuerza estaba ausente, completamente drenada.

 Abrí lo ojos de nuevo mucho después. Era de noche, eso sí que lo podía percibir. Mi vista estaba un poco mejor pero todo seguía pareciendo una de las peores pesadillas de mi vida. Los sonidos se aclaraban poco a poco, a veces escuchándose más fuertes y a veces más suaves. Agradecí que alguien, tal vez una enfermera, había cerrado la puerta. No quería saber mucho de lo que pasaba afuera de esa habitación. Ya había adivinado que era un hospital y no mi casa.

 Oí pasos y fingí dormir. La puerta se abrió y se cerró y una forma humana se acercó a mi. No sabía como era su rostro pero sabía que lo tenía muy cerca al mío. Estuvo haciendo algo allí, luego me tomó la muñeca izquierda, se quedó quieto y luego se fue. Por el tamaño de los dedos pude deducir que era un hombre y era muy probable que fuese mi doctor. Tuve ganas de abrir los ojos y la boca y preguntarle que era lo que estaba pasando pero supe que no tendría la capacidad de hacer ninguna de esas cosas.

 Resolví dormir de nuevo y eso me sirvió un poco, a pesar de que la pesadilla de la silla volvió a mi mente. Lo único diferente era que esta vez todo ocurría de noche y era mucho más terrorífico que antes. Podía sentir muchas presencias a mi alrededor, murmullos y sombras que se movían de un lado y del otro. De nuevo, no me podía mover de la silla y sí que quería hacerlo, quería salir corriendo de allí y refugiarme en algún lugar familiar. Pero dentro de mí sabía que eso no era posible.

 Cuando me desperté de la pesadilla, el doctor estaba al lado mío. Creo que se asustó porque se retiró de golpe y su bolígrafo cayó al suelo. No supe que hacer en el momento, empezando porque mi sentido del oído había vuelto por completo y el de la vista estaba en camino de estar como antes. El hombre me revisó en silencio y no dijo nada durante todo el rato. Yo quise decirle algo pero no pude. No solo porque las palabras no estaban a la mano, sino porque mi garganta se sentía como llena de pelusa, como si muchos gatos la hubiera utilizado como resbaladilla.

 Estuve en el hospital una semana y luego otra más. Casi un mes completo allí cuando, por fin, me dieron de alta. Tuve que ir a un consultorio para que me dijeran los resultados de todos los exámenes que me habían estado haciendo. Mis padres estaban allí porque alguien tenía que pagar la cuenta del hospital. De resto, se suponía que yo era un adulto responsable de si mismo. Me dio rabia estar allí en ese momento, sintiéndome aún pero de lo que ya me había sentido.

 En resumen, el médico declaró que tenía un problema serio de la sangre y que no tenían claro que era lo que sucedía. Al parecer no era cáncer ni ninguna enfermedad de transmisión sexual. Casi me rio cuando mencionó ese detalle pues hacía casi un año que yo no había tocado otro cuerpo humano. Dijo muchas cosas que no entendí y otro montó que la verdad no quise escuchar. Los médicos hablan demasiado a veces y se les olvida que atienden seres humanos.

 Salimos de allí después de pagar y volvimos a casa. Mis padres me miraban como si tuviera la peste o algo peor. Como si les fuese a saltar al cuello en cualquier momento. Yo no hice nada más sino ir a mi habitación y encerrarme allí. Se suponía que tenía que seguir una dieta estricta y ciertas reglas en mi vida, como no agitarme ni nada parecido. Se me habían prohibido las actividades extenuantes, así que por fin era útil ser un desempleado más de un país en el olvido.

 Estuve varios días en mi habitación, viendo películas y comiendo y no haciendo nada. Se suponía que también tenía que ejercitarme pero simplemente no lo hice. Mi cuerpo dolía demasiado por todo lo que me habían hecho y simplemente no tenía el humor de ponerme a torturar mi cuerpo. Era algo muy idiota pensar que alguien en mi estado se iba a poner a esforzarse tanto de la noche a la mañana y sin más, sin una charla de verdad, sin consejos ni confidencias y nada que me hiciera sentir seguro.

 Pasadas dos semanas, mi nariz empezó a sangrar de nuevo, mientras estaba en el portátil. La sangre empezó a meterse por entre las teclas, manchando mis dedos y dañando internamente el aparato. Y yo solo miraba absorto el liquido medio espeso.


 Quise saber cuanto era necesario para empezar a marearme de nuevo. Quería ver cuanto faltaba para sentirme tan mal como antes. Fue entonces que me di cuenta: yo mismo me había hecho sangrar. No sabía como pero sí sabía porqué. No dije nada, ni llamé a nadie mientras mi cama se iba manchando por mi fuego interno.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El engranaje del gran reloj

   Cuando tenía apenas diez años, Carlos tuvo que ir a una cita médica de urgencia por una hemorragia severa. Sin querer, su hermana menor le había dado un golpe con el codo directo a la nariz con una gran fuerza. La nariz estaba rota y la sangre había manchado ya varios cuartos de la casa antes de que los padres se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Para cuando llegó al hospital, el pobre niño estaba algo mareado y no sabía muy bien lo que pasaba a su alrededor.

Despertó muchas horas después y, por fortuna, no tuvo que quedarse mucho tiempo allí. Solo los días suficientes para que los vasos sanguíneos se sanarán y los médicos hicieran una simple cirugía para arreglar el daño causado. De ese acontecimiento de la niñez surgieron dos cosas. La primera fue un lazo de amistad muy cercano con su hermana Lucía. Carlos jamás la dejó atrás de ahí en adelante, metiéndola a todos los juegos e incluyéndola en conversaciones a las que normalmente no estaba invitada.

 Esto creó en ella una confianza sin par, que se vio relucir en sus años de adolescencia y más allá. La joven agradecía siempre a su hermano por todos sus éxitos y le dedicaba siempre algún tiempo para que compartieran confidencias. Más que hermanos, eran amigos muy cercanos que sabían todo del otro. Fue así como ella fue la primera en saber que a Carlos le gustaban los chicos, muchos después de que él mismo empezara a experimentar por su cuenta.

 La razón para una experimentación tan temprana eran fruto de la segunda consecuencia que había tenido el accidente de la nariz: los médicos habían hecho análisis de sangre exhaustivos para verificar que el niño no sufriera de algo grave, como hemofilia. De esos exámenes salió un resultado inesperado: el niño tenía un gen bastante raro que se había probado era inmune a una gran variedad de virus que afectaban al ser humano. Entre esos estaba el virus del VIH/Sida.

 No era común que a un niño le hicieran ese tipo de examen y los padres reclamaron al escuchar los resultados de los exámenes. Les ofendía que su hijo se convirtiera en un conejillo de indias o algo parecido, y mucho menos para investigar enfermedades que solo tenían los “enfermos sexuales”. Esas fueron las palabras exactas que escuchó Carlos a esa joven edad. Eso selló, de cierta manera, su manera de ser frente a sus padres. Ello nunca sabrían de su verdadera vida sino hasta muy tarde, cuando ya no tenía sentido acercarse pues la distancia había crecido demasiado.

 El tema de su sangre e inmunidad, intrigaron mucho al niño. Los médicos insistieron una y otra vez en hacerle más exámenes pero los padres se negaron. Como era menor de edad, los doctores se rindieron pues sin el consentimiento de los padres nada sería posible. Sin embargo, todo el asunto hizo que Carlos se interesara por su especial característica y empezó a averiguar todo lo que podía en la biblioteca más cercana y en el portátil que pedía prestado a su padre, alegando querer jugar cosas de niños.

 La única que sabía de sus investigaciones era su hermana, que parecía interesada a veces y otras de verdad que no entendía que era lo que buscaba su hermano con todo ese asunto. Pasados dos años, con mucho conocimiento encima y las hormonas a flor de piel, Carlos experimento su primer encuentro sexual con un chico algo mayor que él. Se habían conocido en el equipo de futbol del que él era parte y habían terminado en sexo sin protección en la casa de su compañero.

 Tras el suceso, supo que era homosexual y que le gustaba el sexo. Entendió que su inmunidad lo hacía especial de cierta manera, pues así había convencido a su amigo de no usar un preservativo, que él aseguraba poder robar de un cajón en la habitación de sus padres. Ese fue el inicio de la vida sexual de Carlos, que tuvo muchos personajes y varios momentos en los que el joven se dedicó a explorarse a si mismo, no solo de manera física sino en otros niveles igual de importantes.

 Apenas cumplió los dieciocho, aplicó a una beca para irse a estudiar a Europa. La verdad era que no resistía más vivir en casa, con la tensión clara con sus padres y una hermana que ahora tenía su propia adolescencia para vivir. Tan pronto le anunciaron que había ganado la beca por sus buenas notas y dedicación al estudio, Carlos lo anunció a sus padres que estuvieron muy orgullosos y lo apoyaron sin condiciones. Fue la vez que se sintió más cerca de ellos, en la vida.

 Los abrazó en el aeropuerto y le dio besos en las mejillas a su hermana. Sin duda la iba a extrañar pero le prometió escribirle un correo electrónico al menos una vez por semana con lujo de detalles sobre su vida en un país nuevo. Y así lo hizo. En los estudios le fue excelente, siendo siempre dedicado y cuidados con sus estudios. Pero en Europa descubrió con rapidez que podía ser un joven homosexual abierto, que podía dejar de esconderse de todo y podía vivir de manera libre, haciendo lo que quisiera sin los límites de su vida anterior.

 Usaba la historia del codazo siempre que quería ligar con alguien. Con el tiempo, se dio cuenta que ha muchos no les interesaba escuchar historias de infancia. Su vida universitaria la vivió entre el estudio entre semana y las sesiones de sexo los fines de semana. Era casi una rutina que había adquirido con los días y que solo se detuvo con el tiempo, unos años después de terminar la carrera y empezar a trabajar. Como en muchas cosas, la razón para este nuevo cambio fue el amor.

 Cuando vio a Juan por primera vez, no supo que hacer. Eso era bastante extraño pues siempre había sabido qué decir y como comportarse frente a otros hombres, en especial si buscaba tener algo con ellos. Pero entonces entendió que no quería tener sexo con Juan sino algo más. Tal vez era por haberlo conocido en un lugar diferente a un bar o a un club de caballeros, pero el punto era que por muchos días no pudo quitárselo de la cabeza hasta que lo volvió a ver, por pura casualidad.

 Fue en una farmacia. Carlos estaba detrás de Juan en la fila para preguntar por medicamentos. Solo se dio cuenta que era él cuando lo tuvo de frente y a la bolsita que tenía en la mano. Juan se veía nervioso y Carlos se puso igual. Los dos estaban así por razones diferentes pero sonrieron al darse cuenta que causaban un pequeño embotellamiento en la farmacia. Carlos, de la nada, le pidió a Juan que los esperara. Pidió su crema especial para el dolor de músculos y se apresuró a hablar con Juan frente a la farmacia. Lucía supo todo a las pocas horas.

 Fue así como empezaron hablar. Pocos días después tuvieron una primera cita. Luego otra y otra y así pasaron varios meses, escribiéndose mensajes tontos por el celular y yendo a ver películas para luego criticarlas comiendo comida chatarra. Las noches de películas se trasladaron a sus apartamentos y fue en una de esas noches, meses después de conocerse, en la que Carlos quiso tener su primer encuentro sexual con alguien que amaba de verdad. Pero Juan lo detuvo, con una mirada seria.

 Juan tenía VIH. Lo confesó con lágrimas en la cara. Era algo con lo que vivía hace mucho pero era la primera vez que se enamoraba de alguien y creía que las cosas no podrían seguir pues era algo demasiado serio, en especial en una pareja del mismo sexo.


 Sin embargo, Carlos lo besó y le contó su historia. Más o menos un año después, la pareja se casó en un pequeño balneario junto al mar. Se quedaron allí varios días, felices de haberse encontrado en la vida. Parecía algo imposible pero nadie podía estar más sorprendidos que ellos mismos.